viernes, 1 de marzo de 2024

Segunda vida

 

Yo estaba aguardando a una persona cuando el hombre se apoyó en la barra y, al rato, comenzamos a intercambiar lugares comunes de conversación. Terminó de tomar un whisky y, luego de hacer una introducción -en tono de confidencia- sobre las vueltas de la vida, comenzó a contarme un encuentro que había tenido con dos mujeres. Me resigné a escucharlo sin delatar mi posible aburrimiento. Dijo que las había observado cuando ya estaban acomodadas en una mesita bebiendo unos tragos. “Me aproximé” - dijo- “De repente me senté mientras saludaba de manera cortés y reaccionaron bien. Con una tibia curiosidad de atender mis palabras, calibrando un posible nivel de algo en el aire”, concluyó.

Me subrayó que, desde el principio había confesado su desventaja ante dos personas del sexo opuesto, como si las apuestas se multiplicaran en su contra. “De todas maneras, estuvo bueno”- dijo. Bebimos y reímos. Hubo sintonía. Las invité a ir a otro lugar a bailar. La noche es joven, se acostumbra decir. Aceptaron”. Me subrayó que fue solo en su auto. “Ellas me siguieron en el suyo sin problemas. Era cerca y el baile estaba animado. Ingresamos y pedimos otras bebidas. Luego salimos a bailar”. A partir de aquí, su tono confidencial se enfatizó: “Enfoqué mi mirada a la morocha” -dijo casi en un susurro-. “Tenía porte. Un amigo me preguntó sobre la otra compañera y le dije que estaba libre. Se arrimó a ella y comenzaron a beber. Funcionó”. Después se concentró en su experiencia: “Yo también bailé con mi pareja, en buena onda. Seguimos bebiendo con moderación. Intercambiamos teléfonos. Había una conexión interesante. Hablamos con soltura. Más tarde, salimos todos juntos y me despedí de las dos con las palabras de siempre. Saludos, estamos en contacto. Nos llamamos”.

En ese instante, hizo una pausa. Como si tomara una bocanada de aire para proseguir la historia: “Pasó un día. Llamé. Nos volvimos a ver y charlamos. Congeniábamos en lo básico e íbamos adelantando terreno. Un elegante intercambio de gustos. Todo normal”. Yo quise interrumpir pero, con un ademán, detuvo mi intención en seco. Volvió a pedir que llenaran mi vaso y continuó: “En uno de los encuentros advertí que siempre respondía a mis preguntas con otra pregunta. Se lo hice notar y sonrió”. Aquí el hombre se quedó callado, como intentando buscar las palabras adecuadas para decirme algo raro. Evidentemente, prefirió ir a lo concreto, sin eufemismos y, con una expresión entre risueña e incrédula de lo que me confesaba, dijo: “Luego, casi a boca de jarro me sugirió que me hiciera un examen de HIV. No sé porqué pero no me llamó la atención. Al contrario. Me pareció adecuado”. Al terminar de decir esto, se quedó pensando en la fría rareza de dicha situación. Como si hubiera descubierto -por primera vez- esa instancia como un recuerdo extraño.

Al otro día saqué hora para el médico y pedí un análisis completo. Salió todo normal y lo festejamos en un hotel de alta rotatividad”- terminó sintetizando la experiencia. Yo alcé mi vaso brindando por la salud y el sexo. Supuse que la historia terminaba ahí. Pero el hombre continuó hablando, con una sonrisa triste en los labios. “Muy buena delantera aunque acostumbrada a manejar el sexo de acuerdo a su preferencia y que le hicieran los gustos”, dijo. “Sin embargo, había algo. Una energía que cautivaba. Totalmente adictivo. Era una cuestión de adaptación que tuvo fricciones mínimas iniciales. Una leve molestia por la posible falta de comodidades en otro motel supuso el primer roce. Me fastidió. No llamé más. Volví a la cacería nocturna de siempre pero la noche con sus momentos de excesos prolijos comenzó a aburrirme. Encuentros casuales, charlas de ocasión, tragos compartidos. Eran momentos en donde el descontrol aparecía levemente amortiguado. La nocturnidad en su estado puro de hedonismo. Al tiempo, volvió a llamarme la morocha. Me agradó la atención. La visité nuevamente. Regresamos al sexo, los tragos y algo de vida loca. La pasamos bien y, con el tiempo, me fui quedando y llegué a quererla”.

Me quedé observando su rostro mientras decía estas últimas palabras. De cierto modo, despertó mi curiosidad esa manera de señalar que se había “ido quedando” como si se tratara de una costumbre, un hábito marcado por la inercia. El hombre advirtió que había acaparado mi atención y -luego de beber otra copa- me guiñó un ojo antes de proseguir: “Pasa sin que nos demos cuenta. Terminás enamorado” y pidió al barman que le volviera a llenar el vaso. Me invitó otra rueda pero rehusé amablemente.

Ahora descubrí que me engaña”, dijo de sopetón. “Hace poco. Pero ya no interesa porque el desencanto es algo que tiene que ver con lo temporal, aunque tendría que haberme dado cuenta antes. Por los síntomas”. Agregó. Lo quedé mirando extrañado. Quise decir algo pero guardé silencio. Al ver mi rostro algo desconcertado, el hombre se explayó en su explicación. “Los síntomas” repitió. “Detalles egoístas, si se quiere. Pero te das cuenta después”. Al decir esto, se fue levantando del taburete. “Por eso, necesariamente, hay que vivir una segunda vida”. -dijo, mientras se retiraba. “Hoy estoy filosófico. Pero después de experimentar el simulacro de los placeres, se necesita una nueva piel existencial para seguir viviendo” -dictaminó.

Finalmente, antes de irse del bar, dio media vuelta y me dijo: “Otra cosa. La mujer que estás esperando no va a venir. Eso, seguro”.



miércoles, 5 de julio de 2023

Carlos Gardel en universo paralelo

 

CARLOS GARDEL EN UNIVERSO PARALELO

Carlos Gardel no murió en el aeropuerto de Medellín. El avión trimotor Ford del servició aéreo colombiano tuvo que realizar una maniobra arriesgada pero pudo evitar la catastrófica colisión con el “Manizales” y todo quedó en un susto que alimentó la prensa con titulares especulativos. Algo así como “La delegación del rey del tango se salva de posible accidente aéreo” o cosas por el estilo.

En realidad nadie falleció y Barbieri siguió acompañando a Gardel por mucho tiempo mientras que con Alfredo Le Pera la sociedad tuvo sus altibajos hasta una ruptura definitiva varios años después. Aunque el F-31 se inclinó a la derecha, igual le quedaron unos trescientos metros de pista, logró elevar la cola y forzó el despegue para no colisionar de frente con el otro avión. Fue una de esas imágenes que salen en las películas de acción donde el héroe se salva por un pelo y la aventura continúa. Aquí lo que prosiguió fue la gira del mago completando el itinerario que cursó de Puerto Rico a México, viajando por Venezuela, Aruba, Colombia, y Panamá. Era el año 1935 y el zorzal criollo ya había recorrido un trayecto que lo emparentaba con los grandes ídolos de la canción popular contemporánea. Había filmado películas para la Paramount y viajado por Europa mientras su olfato para las oportunidades terminó consolidando un trayecto a la fama. No desperdició ninguno de esos momentos y multiplicó su popularidad al máximo sin aclarar jamás si realmente había nacido en Toulouse o Tacuarembó. No se sabe las razones por las que prefirió ocultar dicho secreto pero, luego de lo ocurrido, a nadie le importó demasiado.

Lo cierto es que Gardel se salvó dos veces de la muerte y, en Medellín, muchos recordaron como también había zafado del balazo que le pegara el tío del “Ché” Guevara a fines del año 1915. En aquel entonces, el cantante se refugió en territorio uruguayo para procesar su convalecencia en la estancia de los Etchegaray y quizás reencontrarse con algunos vínculos inconfesables. Lo que sí terminó admitiendo tiempo después, cuando su popularidad se había standarizado pero los años pesaban en la recta final de aquellos que no se inmortalizan por una desaparición temprana, tuvo más impacto que toda su leyenda anterior. A fines de la década de los 50, cuando oscilaba los sesenta y tantos años y una nueva época se le venía encima a la humanidad, se rumoreó que Gardel mantenía una relación sentimental con otra persona del mismo sexo que había conocido en Italia. Los trascendidos volaron como pólvora encendida sin que ningún periodista de espectáculos se atreviera a confirmarlo por escrito. No resultó necesario porque el rumor adquirió proporciones considerables y bastó para que sus admiradores le dieran la espalda defraudados frente a quien consideraban la representación más cabal de la elegancia viril. Como por arte de magia, sus discos desaparecieron de las góndolas y el clásico retrato de gacho gris se diluyó como papel descartable entre los trastos que quedan fuera al momento de una mudanza. Sus contrataciones fueron menguando -de la misma manera que su voz- y en los últimos tiempos apenas realizaba apariciones esporádicas en algún club de provincia o cafetines de mala muerte de la región. Murió en 1973, ya octogenario, totalmente arruinado y solo.


jueves, 20 de abril de 2023

 

SIN RUMBO FIJO

Han desaparecido algunos cuadros de las paredes de mi casa. En algunos casos, tampoco están los clavos. Desde que me despidieron del trabajo he comenzado a recorrer varios lugares. Recuerdo que, antes de dejar la empresa, miré de soslayo mi escritorio y noté que también faltaban cosas. Tenía que pensar y me dio por caminar despacio en medio de una mañana cálida. Dejé el auto en el garaje y salí a la calle. El cielo estaba nuboso, con pequeñísimas franjas celestes que permitían vislumbrar un cielo más acogedor. Para deslizar los minutos, repasaba la fachada de los edificios y otras construcciones del vecindario. En algunos casos, descubrí detalles por primera vez. Me di cuenta que nunca había observado minuciosamente ese mundo cercano que me rodeaba. Casi como un planeta nuevo.

Ahora, las ideas que me pasaban por la cabeza se me diluían sin mayor sentido. Recordar la forma en que me habían echado me llevaba a una sensación indefinida. No iba a buscar empleo entre las visitas a realizar. Ya había agotado muchas opciones recogiendo frases protocolares que decían tener mi currículum archivado y que me llamarían en caso de aparecer una vacante para mi perfil. La palabra “perfil” me desmotivaba. Me hacía sentir como una silueta. Como si fuera una sombra que busca el cuerpo adecuado a su contorno. Durante mi caminata no encontré a nadie disponible. Quizás resultara una hora inapropiada por lo que volví a casa y me senté en el living a mirar televisión. Apretaba el control remoto casi de manera mecánica y noté que me faltaban canales de cable. Me fui a dormir.

Al otro día el despertador no sonó. (Quizás hubiera sacado la alarma pero no recordaba el hecho). Me levanté y me vestí sin bañarme. Tampoco me afeité. No tenía ganas de desayunar y apenas tomé unos sorbos de café. Lo tomé amargo porque me había quedado sin azúcar. Llamé a mis amigos pero los teléfonos me daban permanentemente ocupado. El televisor no funcionaba. Volví a a salir. Ahora la calle estaba más iluminada y mucha gente caminaba apresurada, casi sin mirarme cuando me pasaban de costado. Fui al café de siempre y pedí una cerveza. El mozo tomó mi pedido y se marchó al instante. Demoró bastante en traerme la botella. Vi que estaba abierta (no la destapó en mi presencia) y me supo con poca presión. Pero no tuve fuerzas para protestar. El mozo se había a atender otras mesas, lejos de donde yo estaba sentado y no volví a verlo por un largo rato. Entonces decidí hacer tiempo. Ocupar la mesa bebiendo lentamente como si tuviera todo los relojes del mundo en mi bolsillo. Como si el tiempo existiera solamente para mí y los que me rodeaban estuvieran prisioneros de mi pereza. Pero no funcionaba tal cual. Notaba al mundo mucho más acelerado que antes. Los autos, los muchachos en monopatines eléctricos y las bicicletas con motor conformaban un zumbido permanente. Iban y venían. Tenían un destino o un momento de ocio pero sabían lo que hacían. O por lo menos eso era lo que me parecía viendo sus rostros decididos, y sonrientes. O serios y parcos pero enfilando firme hacia su meta, cualquiera que fuera el objetivo. Volví a mi casa. Estaba cansado. Me fijé si había llegado correo pero solo había facturas. Las dejé en la repisa y enfilé para la cocina. No encontré la cafetera. Abrí el refrigerador, destapé otra bebida y seguí tomando hasta que sentí pereza y me tiré en la cama.

Al despertar me dolía un poco el cuello porque había dormido sin almohadas, en mala posición. Me levanté a duras penas y sentí frío. Me pesaban los brazos. La casa estaba destemplada. Me daba una sensación de extrañeza, como si nunca hubiera habitado en ella. Estaba descalzo y no encontraba las medias ni los zapatos. La sensación rara tenía que ver con una especie de desplazamiento. Parecía que los objetos de mi casa se iban acomodando en lugares distintos. Incluso parecía que algunos se habían ido por voluntad propia. No estaba el sofá ni la mesa del living. Como si se hubiera dado una mudanza fantasma y silenciosa. Un traslado en el que yo no hubiera participado. Un cambio de realidad sin aviso. Entré en al garaje y vi que al auto le faltaban las ruedas. Empecé a sentir una especie de somnolencia. Quería tirarme en la cama y seguir acostado todo el día. Me dirigí al dormitorio atravesando un lugar casi desconocido y desierto. Entré en el cuarto. No había más sábanas ni colchón. Tampoco estaba el espejo. Me recosté en el piso, como si estuviera durmiendo en la calle, protegido por un cartón y envuelto en una frazada.





viernes, 24 de marzo de 2023

 

SUEÑOS MALDITOS

El sueño es un arte poético involuntario". Kant

All that we see or seem/ Is but a dream within a dream”. E.A.Poe

Lo peor es tomar conciencia de que uno está medio dormido pero tiene que despertarse. Son varios estados: estar semidormido, tomar conciencia de eso y despertarse del todo con algo dando vueltas en la cabeza. Retazos de un sueño o cosa imaginada. Una pesadilla que se torna invisible a la luz del día. Recuerdo el caso del ejecutivo de ventas que aparecía en mi trasnochada vigilia vendiendo publicidad secreta. Era un sueño porque lo rememoro y me doy cuenta que, en ese momento, no lo sentía como un disparate. Nos desplazábamos por una especie de empresa destartalada con televisores en las paredes. Pasaban un anuncio que dejaban ver el aviso pero no al anunciante ni la marca que publicitaba. Yo hablaba de lo absurdo que me parecía la idea y el productor me miraba con desaprobación, como si estuviera echando a perder el negocio. Tengo claro con quien soñaba. Un vendedor de servicios intangibles que siempre caía parado a pesar de cualquier desastre financiero. Típico encantador de serpientes más parecido a un concesionario de autos de segunda mano que a un ejecutivo. Pero, en el sueño, yo intentaba asesorarlo, quería convencerlo que no tenía mayor sentido la propaganda de algo que no se sabía qué era ni dónde comprarlo. Al principio, el me dijo que el negocio está marchando y fui a verlo. El tema tenía que ver con una suerte de tele - shopping aunque no quería que se supiera demasiado. Cuando hablé con él me llamó la atención el pedido de manejar el asunto en absoluta reserva. No quería que se supiera aunque la propaganda estaba saliendo en televisión. Cuando se lo dije me manifestó que, por curiosidad, la gente llamaba para consultar. Entonces -precisamente- resultaba un pretexto para enganchar al que llamaba en una telaraña de explicaciones donde terminaban vendiéndole algo que no necesitaba.

Tuve la mala idea de decir que no me gustaba y el ejecutivo me miró con una mezcla de reproche condescendiente, como si estuviera llamándole la atención a un escolar. Me desperté y luego de dar vueltas en la cama, seguí soñando. Estaba en la misma empresa, en un habitáculo. Era uno de esos espacios totalmente compartimentados y atravesados por pasillos. Estábamos aterrados porque una araña gigantesca circulaba por esos senderos y nos estaba obligando a atrincherarnos en la oficina central. Esa oficina era el despacho principal y nos abrazábamos unos junto a otros sin decir palabra hasta que una señora mayor se puso histérica y comenzó a gritar. Nosotros temíamos que sus alaridos llamaran la atención de esa gigantesca araña y le pedíamos que se calmara. Los televisores continuaban pasando la publicidad y la mujer fijó la vista en el anuncio y se calló. Tomó su celular y copió algunas palabras que había escuchado de la propaganda. La monstruosa araña desapareció.



 Ahora me encuentro en una estación de trenes. Todos están detenidos y no suena ninguna sirena. La gente va y viene llevando bultos y paquetes. Algunos suben al ferrocarril y se sientan con apuro mientras otras personas arrastran valijas, las dejan en los depósitos -sin pedir recibo- y regresan por donde vinieron. Al tiempo la gente comienza a preocuparse, por lo que muchos deciden formar una comisión. Los interesados se reúnen y plantean sus inquietudes. De a poco, se forma una pequeña multitud que reclama y el clima se va tensando. Entre gritos y amenazas, los pedidos de silencio se pierden en medio de una polución auditiva que aumenta progresivamente. Alguien señala que se habla sin reglamentos a la vista y la discusión se interrumpe momentáneamente. El grupo comienza a dispersarse y los escribas que habían tomado nota de los reclamos guardan los papeles en una valija y la llevan al depósito. Los trenes siguen sin moverse. Por curiosidad subo al más próximo y me siento al lado de un pasajero inmóvil. Le pregunto cuál es el destino.

-Es demasiado temprano para saberlo – me responde.

-¿A qué hora sale el tren? – interrogo de nuevo.

- Eso no importa. La cuestión es que salga- dice tranquilamente. Entonces advierto que tiene una vianda y una botellita de plástico con agua.

-Por lo que veo, se preparó para la espera. - le digo mientras señalo la vianda. Pero el hombre no me contesta y aferra la comida con gesto desconfiado. Luego deja de mirarme y dirige su vista a la ventanilla, ignorándome. Me quedo un rato observándolo hasta que me levanto lentamente, camino por el pasillo y me bajo del tren. En el tiempo que estuve hablando con el desconocido, otro grupo de personas ha comenzado a reunirse para protestar. Cuando desperté, no lograba recordar a nadie de los que había visto en el sueño.

Empiezo a recorrer pasillos hasta desembocar en una salida que da a calle. El centro de la ciudad está desolado. No hay un alma. Como si fuera un fin de semana largo por un feriado intercalado en día viernes o lunes. Sin embargo escucho bocinazos e insultos. A lo lejos se oye una desesperada sirena de ambulancia que se pierde en la lejanía. Empiezo a correr y me topo con un parque donde hay dos ancianos sentados mirando el cielo. Me parece oír la propaganda de un candidato a intendente. Los viejos comienzan a desplazarse, moviendo la cabeza en forma negativa. De repente vuelve a aparecer una araña gigantesca y los longevos aceleran el paso. Veo que tienen un sobre en la mano. Lo introducen en un buzón, al borde de la vereda y se sientan en el pasto. Cuando quiero acordar, la araña ha vuelto a desaparecer. Me siento desolado, furioso. Me aproximo a los viejos. Les pregunto qué metieron en el sobre. Me contestan que el voto es secreto.

Sueño de nuevo. Bajo una escalera mientras observo pinturas raras en las paredes. Son dibujos gigantescos de puños que amenazan y multitudes temibles. Llego a una asamblea de gente que discute. Un notario apunta el número de oradores. Son una docena de personas que piden turno constantemente. Cuando arribo, me siento frente a la mirada hosca del resto. Levanto la mano para intervenir pero no me registran. Entonces me limito a escucharlos. Oigo quejas, arengas, reclamos y exabruptos. Me pierdo entre siglas indescifrables y bostezos. Algunos integrantes chatean en sus computadoras mientras otros dialogan con la persona que tienen al costado. Cada vez que alguien sube el tono de su voz, la mayoría aplaude eufórica. Me siento mareado entre tantos gritos y quiero levantarme pero la mirada desaprobadora del resto me lo impide. Me doy cuenta que quiero despertar. Advierto que estoy en el límite pero un cerrojo inestable me impide cruzar la línea. Estoy atrapado. De pronto todos se incorporan y comienzan a caminar de manera enérgica. Me empujan hacia la puerta y me veo envuelto en una multitud que cruza la calle de manera desenfrenada y agresiva. Se escuchan estampidos, cohetes, insultos, vidrios que se rompen y una voz que grita a través de un megáfono, amplificando su discurso combativo. Es todo muy real. Hasta siento el olor de las llantas quemadas y oigo el flamear de las pancartas que sacude el viento. De pronto, otra multitud aparece en escena. Visten remeras de colores similares y gritan enardecidos. Putean, amenazan. Me miran con hostilidad y advierto que no estoy vestido como ellos. Tengo suerte, la escena se diluye en medio del caos.

Me despierto. Paso a otro sueño donde está por comenzar la función en un gran teatro. El lugar está repleto desde los palcos a la platea pero el espectáculo no comienza y la gente parece impacientarse. El telón, enorme, apenas se balancea de vez en cuando como si amagara un comienzo. Pero nunca se levanta. Es un telón rojo sangre de grandes proporciones que permanece como una barrera insalvable entre el escenario y el público. Por momentos se escuchan algunos aplausos moderados que pretenden encauzar a la masa pero todo queda en la nada. La función no comienza. Las personas se mueven impacientes en sus butacas pero no llegan a protestar. Solamente aguardan inquietos, esperando que el espectáculo comience de una buena vez. Nadie se levanta. Nadie alza la voz o emite un comentario crítico. Se quedan estáticos como si reclamar los hiciera pasar vergüenza. Siento una especie de aburrimiento envenenado. Como si una rara epidemia me estuviera contagiando la abulia. Me doy cuenta que tengo que huir de ese teatro donde la función no comienza nunca. Salgo corriendo y entro en un lugar semejante a una academia. Hay muchas personas con carpetas, biromes y libros. Suena una campana y siento que alguien me está esperando pero, en la escapada, he perdido un zapato y recién me doy cuenta. No puedo presentarme de esa manera. Busco el calzado por todas partes. Siento que alguien me llama. Dicen mi nombre de manera insistente. Decido fugarme y no encuentro la salida. Creo haber entrado por la puerta principal del edificio y estoy perdido en los pasillos. Aparece un hombre muy bajo. Le pregunto: “Hola, señor ¿Me puede indicar por dónde es la salida? ¿Sigo hasta la tercera puerta, ingreso y bajo por la escalera? Muy bien. Gracias”. Camino. Una, dos, es aquí. Ahora abro y desemboco en la escalera. No. No veo ninguna escalera. Quizás debo seguir caminando hasta el final porque tomo conciencia que estoy buscando a alguien. Sigo y me doy de frente con la pared. Al lado hay una ventanilla. Golpeo, aunque el horario de atención al público ya pasó. Siento que hay gente riéndose dentro de la oficina pero nadie abre. Insisto porque deseo irme del lugar. Hay un timbre instalado en el mostrador. Lo presiono pero no oigo que suene. Lo que suena, al rato, es el despertador en la mesita de luz. Apenas pestañeo, presiono la tecla para desconectar al aparato y regreso a una habitación donde hay mucha gente viendo un programa frente a un televisor gigantesco. Aparecen perros y gatos que derriban cubos para llegar al plato de comida. Cuando las mascotas no derriban ningún cubo, caen por un agujero negro que los traga. Otra vez aparece la araña, inmensa, horrible. Grito.

De repente, siento hambre. Deseo alimentarme con cualquier cosa e ingreso a un lugar donde hay hombres, mujeres y niños tirados en el piso comiendo hamburguesas. Me aproximo al mostrador de pedidos y veo empleados vestidos como piratas y bailarinas de ballet. En el piso, pululan las cucarachas y siento una especie de náusea que me invade. Me preguntan sobre el pedido y dudo en contestar. Veo pantallas gigantes que muestran comida en descomposición y paquetes de arroz tirados por el suelo. Suena permanentemente el tintineo de cajas registradoras y advierto que una cola inmensa de personas se aglomera detrás de mío. Gritan, me insultan y empujan. Sigo buscando. ¿A quién? Despierto otra vez.

Es una fiesta. Los anfitriones se suben a una especie de tarima improvisada y comienzan a besarse. Se acarician los genitales y empiezan a desnudarse frente a los invitados. La gente aplaude, silba, grita obscenidades y filma con sus celulares. Todos ríen, incitan para que el espectáculo continúe mientras yo busco la puerta de salida y llego al balcón del apartamento. Es un gran edificio, estoy en el último piso y veo las lucecitas de los autos en medio de una noche oscura.

Cuando regreso, estoy en una casa donde todos los habitantes están vestidos de blanco. Alguna cara me resulta familiar pero no logro reconocerla totalmente. La residencia es lujosa, tiene una biblioteca con muchos libros y diplomas colgados en las paredes. Me sonríen y dicen que quieren estar conmigo. Intentan retenerme mientras me muestran la casona y se hacen los distraídos cuando digo que necesito salir. Contestan mis preguntas con otras interrogantes. Como si lo que quisiera saber, lo tuviera que responder yo mismo luego de preguntarlo. Me desconciertan y voy advirtiendo que no quieren dejarme ir. Tengo la sensación que me alejan de mi búsqueda. Me retienen con palabras que no significan nada. Me llevan de aquí para allá con una amabilidad artificial y empiezo a sentir una suerte de angustia que me sube por el pecho. (Recuerdo que estoy buscando a alguien y, ahora, estas personas de sonrisas huecas distraen mi objetivo). Hay un pequeño ascensor por el que me invitan a bajar al subsuelo. Algo me dice que está todo mal pero no puedo negarme. Me dejo llevar. Desciendo y llego a un lugar extraño. Una especie de laboratorio o farmacia con medicamentos encapsulados en frascos diferentes. Hay píldoras de todos los colores que atiborran los estantes. Veo que hay decenas de recetas desparramadas por el piso y levanto uno de esos papeles. Tiene la fecha adelantada varios meses. Me sobresalto pero continúo durmiendo.

Empiezo a ver otros papeles que vuelan al compás de un viento sucio. Es de noche y siento un calor que incendia el ambiente. Sudo como estuviera en medio del desierto. Cada vez que ingreso al otro lado, es peor. Una rata de tamaño considerable sale de un tacho destartalado. Hay basura esparcida por todos lados. Veo restos de comida, bolsas de plástico despedazadas y viejos desnutridos que duermen en cartones al lado de la mugre. Hay un edificio ruinoso de donde sale gente constantemente. Entran y salen. Sus rostros están demacrados, me miran a hurtadillas. Esquivan mis ojos. Apresuran el paso y se pierden en la oscuridad. Me dirijo al lugar. Hay una mujer con un niño sentados en la puerta. El chico me pide dinero. Le ofrezco unos caramelos. Luego de tomarlos, los huele y los tira al suelo. La mujer me insulta. Paso por un costado y bajo por una destartalada escalera de caracol. Mi peso la hace oscilar. Está muy herrumbrada. Me ensucia las manos. Abajo hay gente haciendo fuego en el piso. Juntan todo tipo de cosas, las prenden con encendedores diminutos y ponen ollas encima de una parrilla hecha con alambres. Hay carritos de supermercados llenos de diarios arrugados y latas quemadas por todos lados. Quiero salir de este sueño pero no puedo. Veo grafittis por todas las paredes y charcos de orina en los muros. Hay más personas tiradas por el piso. Algunos hombres cantan a voz en cuello, totalmente embriagados. Otros borrachos simulan pelear contra su sombra, dando tumbos por los pasillos húmedos de una callejuela estrecha. Está todo bastante oscuro y apenas unas bombitas de luz oscilante iluminan fragmentos del sueño. Me quiero ir. Busco una salida que me permita huir de ese lugar apestoso. Pero cuando doy vuelta cualquier esquina, siempre hay vallas de seguridad, casas viejas con rejas macizas o luces de emergencia que avisan de un bache, una calle sin salida o tránsito cortado. Me siento como atrapado en un basurero y no recuerdo lo que me había pasado antes de llegar a este rincón inmundo. En un contenedor veo los restos de un feto sangriento y siento náuseas. Me invade un horror indescriptible. Siento que se me congela el corazón y no puedo pensar porque un pánico sobrenatural me paraliza. Quiero gritar y avisarle a alguien lo que he descubierto pero la gente que pasa, corre apurada. Ni siquiera se digna en mirarme. Casi en la esquina un grupo de jóvenes extraños se reúnen y ríen a carcajadas. Me acerco para decirles algo pero no logro emitir sonidos. He quedado mudo. Los muchachos aspiran humo de una lata y miran al cielo. Algunos explotan con breves movimientos espasmódicos y otros esconden su cara entre las rodillas y se toman la cabeza con ambas manos. De repente, dos de ellos se levantan y comienzan a patear cubos de basura y romper vidrios. Agarran cascotes y los lanzan al aire. La araña gigante aparece nuevamente entre las sombras y cruza la vereda en medio del caos. Nadie parece advertir su presencia. Los walking dead comienzan a insultar, escupen y orinan en la calle. Al rato se van, mientras continúan rompiendo todo los que se les cruza por el camino. Oigo sus carcajadas histéricas a lo lejos hasta que se pierden en medio de sirenas de ambulancias que parten la noche con una especie de alarido que ulula en el aire. El arácnido gigantesco desaparece. Yo quedo prendido a la telaraña pesadillesca.

Entonces me doy cuenta que esta pesadilla es la definitiva. Bajo de un auto y camino hasta un edificio oscuro. Algunas ventanas están rotas aunque no parece un lugar abandonado. Siento que me llaman. Es una voz apagada que reconozco. A quien busco. Empiezo a caminar hasta la puerta y la empujo con suavidad. Se abre con un chirrido como el de las películas de terror, una estridencia medio rasposa que molesta. En el interior hay personas sentadas en unos sillones desvencijados que toman café en pocillos. El lugar es sombrío pero hay unas estufas pequeñas que caldean el ambiente. Desprenden una luz rojiza y mortecina como brasas a punto de apagarse. Veo montones de diarios apilados a los costados, casi todos son suplementos deportivos viejos y amarillentos. De vez en cuando, uno de los individuos toma alguno de esos periódicos y comienza a leerlos de atrás para adelante. Distingo fotos de jugadores abrazados, gritando goles o caminando resignados a las duchas. Los titulares se me escapan porque apenas diviso frases sueltas y sin sentido. Son palabras moldeadas en gruesos caracteres con muchos signos de exclamación a los costados. Vuelvo a escuchar la voz, la reconozco. Es la de mi hijo. Cruzo un cuarto de manera atropellada y me encuentro con un estudio de grabación. Mi hijo no está ahí. Hay mucha gente editando basura porno. Mezclan sonido, música e imágenes sexuales. Dan la impresión de estar robotizados en su trabajo. Nadie me mira ni le importa mi permanencia en el lugar. Ponen subtítulos groseros y promociones con gente que gime y eyacula. Ríen, fuman, hacen chistes sobre los centímetros que mide el pene de uno de los actores. Miran la hora permanentemente, como si no hubiera tiempo que perder en el procesamiento del material. Terminan un video y comienzan otro que parece el mismo. Tomas cortas o planos secuencias que rodean una cama redonda donde varias mujeres le ponen una venda en la cara a un hombre. El aire está contaminado por humo de tabaco. Resulta casi irrespirable y comienzo a toser, buscando una salida. Me preocupa encontrar a mi hijo. Bajo por una escalera que aparece al costado de la isla de grabación y parece que estuviera descendiendo en círculos. Llego a un piso donde hay un pasillo con muchas puertas. Oigo risas, gritos, súplicas. No sé de qué puerta salen o si en cada habitación pasan cosas diferentes. Voy caminando despacio pero no me animo a abrir ninguna de esas puertas. Ya no escucho a mi hijo. Su voz se ha perdido pero creo que me pedía ayuda. Sigo buscando y llego al final del corredor. Hay un espacio abierto con rayos laser verdes y azules que salen del techo. Veo un grupo de hombres y mujeres danzando al compás frenético de la música electrónica. Yo percibo todo casi en cámara lenta y distingo al vampiro que consume al resto de los bailarines. Mientras se mueve de manera elegante, muchas de las personas que están en el reciento se convierten en ceniza y desaparecen. Al instante, quedan decenas de botellas de agua mineral esparcidas por el piso. El monstruo sonríe y me guiña un ojo. Sabe que no puedo hacer nada. Yo también comprendo que él conoce el paradero de mi hijo. Me dirijo hacia él y le grito. -¡¿Dónde está mi hijo?! – La voz me sale angustiada, ronca.

-Te hubieras preocupado antes. -responde con indiferencia y sigue danzando mientras cientos de jóvenes continúan ingresando a bailar como androides frenéticos. La multitud me arrastra hacia los costados y no logro acercarme nuevamente al vampiro. Las luces se intensifican, el sonido aumenta y la atmósfera se hace irrespirable. Lo pierdo de vista. Empujo a todo el mundo y trato de distinguirlo nuevamente. Imposible. Entonces veo que otras personas, otros padres, también buscan a sus hijos en este remolino demencial. Me despierto. Quiero volver. Necesito regresar. Cuando retorno al sueño, estoy en otro lado. El ascensor me deja en el subsuelo. Subo a un ómnibus sin saber a dónde me lleva. Está lloviendo y no se ve nada porque los cristales están empañados. Me siento perdido y pregunto a unos pasajeros sobre la dirección que toma el conductor. Se ríen y contestan cualquier cosa. Divagan. No me toman en cuenta y parece no importarles que camino recorremos. Al rato advierto que el ómnibus no para en ningún lado. Hago señas para bajarme pero no aminoran la marcha. Entonces comprendo que me estoy alejando del otro sueño. Me doy cuenta que estoy definitivamente perdido. Voy en la dirección contraria y vuelvo a despertarme. Con miedo, mucho miedo.




jueves, 23 de marzo de 2023

MASCARADA


 

MASCARADA

Caminaba por la calle. Me crucé con dos señoras que llevaban la careta del Pato Donald. Se quejaban de los precios en la feria. Un hombre que se dirigía a la parada de ómnibus tenía un antifaz del Llanero Solitario. No había canana ni balas de plata. Solamente llevaba la tarjeta para abonar el viaje. En la puerta de un comercio, la vendedora fumaba un cigarro y veía pasar la gente. Cubría su rostro con la máscara de Gatúbela. Ví a Iron Man en silla de ruedas y Frankenstein vendiendo lentes de contrabando en la esquina. Un muchacho disfrazado como el Michael Myers de Hallowen salía del liceo mirando su celular. Sin cuchillo ni libros. El genio de Aladino dormía frente a una casa en alquiler. Un perro custodiaba su mochila. Compré una revista en un kiosko atendido por Freddy Krueger. Mientras hojeaba la publicación, una docena de jóvenes trajeados desfilaron luciendo capuchas del Ku Klux Klan.

Seguí mi camino, atravesándome con dos cuidacoches. Uno era Papá Noel y el otro, que le pasaba una botella de plástico con un líquido de color rosado claro, lucía la estampa de Peter Pan. El desfile continuaba con el Pájaro Loco bajando de un taxi mientras otro peatón hacía señas para ocuparlo. El taxista no se detuvo. Decepcionado, el hombre de a pie, ataviado como Darth Vader, volvió a mirar el tránsito buscando otra locomoción. Una pareja, Blancanieves y el Hombre Araña, revisaban un contenedor y metían cosas en un carrito de supermercado. Pasaron dos motociclistas sin casco, con el cubre-cara de hockey de Jason Voorhes. Haciendo caso omiso de las luces de tránsito, apuraron su carrera y treparon por la vereda de enfrente. Quería llegar cuanto antes a destino pero me topé con Alf y Pedro Picapiedra que me pidieron plata para el vino. Saqué unas monedas y se las di. Apuré el paso, cruzándome con Hulk y Betty Boop. Discutían. Ella increpaba al verde irascible. Lo acusaba de infiel. Sentí vergüenza ajena y seguí de largo.

Llegué a mi casa y prendí el televisor. La pantalla me devolvió información triturada como basura en reciclaje. Pequeñas y grandes miserias que rebotaban desde la pantalla. Encendí un cigarrrillo y busqué bebida en la cocina. Recorrí el pasillo donde los espejos estaban cubiertos con sábanas y me senté en el sillón de siempre. Noté que aún haciendo zapping, la sintonía volvía a traicionarme de vez en cuando. Entonces, en determinado momento, descubrí al diablo sin máscara. Se escondía entra las pautas publicitarias y el noticiero. Pero lo reconocí. Estaba ahí, borracho, zigzagueando a ciento treinta kilómetros por hora en la carretera. Enfurecido, apagué el aparato.





 

INFIERNO VACÍO

Hell is empty/ And all the devils are here.”.“The tempest”; Acto I, Escena II (Shakespeare)

Los zombis no tienen gracia y los hombres lobos no pueden dominar su transformación. Aparece la luna llena y se llenan de pelos. Son monstruos inservibles. Los muertos vivos se pasan caminando como autistas hasta que les pegan un tiro en el cerebro. Da lo mismo porque no tienen ideas. Antes se creía que eran resucitados por un hechicero que los usaba de esclavos. En definitiva, siempre estuvieron muy desvalorizados en la escala de lo sobrenatural. A su vez, los licántropos no le hacen honor a la legítima manada. Los lobos verdaderos son maestros de la naturaleza y depredadores natos que matan solamente para alimentarse. Trabajan en equipo. No son crueles pero a su presa la comen viva. Los estudiosos llaman a esto la muerte por desgaste porque comienzan arrancando las extremidades a dentelladas, hasta que llegan a las vísceras y se hacen el festín.

En cambio los vampiros son seres refinados. El mundo los registra superficialmente por las películas y las novelas. Son un fenómeno que sobrevive a la moda de los siglos y siguen tan campantes. Me simpatizan estos reyes de la noche. Aclaro que no duermo en un ataúd ni me asustan los crucifijos. Tampoco me pulveriza la luz solar. Sucede que me identifico con estos elegantes seres de colmillos afilados. Son inmortales e impunes. Se mueven en la sombras y seducen con la mirada. (¿Qué más se puede pedir?). Me hice tatuar varias leyendas como anuncio emblemático de mis valores. Pedí que ubicaran una de ellas en el bajo vientre y dice “in nomine dei nostri satanas luciferi excelsi”. Las mujeres a veces se asustan cuando leen el nombre de Satanás cerca de mi verga pero a muchas les resulta excitante, como si se hicieran la idea de un ritual erótico. No saben que el ángel de la luz me guía. Algunas se quejan un poco cuando, en medio del orgasmo, les muerdo suavemente el cuello. Me gusta pensar que gozan con la mordida y dejarles una leve marca.

No me siento solo, creo que hay muchos como yo. Hombres y mujeres que desean acceder al Memento Umbrarum para deslizarse por la inmortalidad. Yo sigo los pasos de Lautréamont y no me importa sucumbir en medio de la tormenta. Me río de los imbéciles que lo calificaron como un genio enfermo. He aprendido que las verdaderas emociones son generadas por la maldad, adrenalina pura. Soy un blasfemo que sobrevive en la escritura, intentando llenar las páginas de un texto diabólico. Un discurso que abra las puertas del infierno cada vez que den vuelta una hoja del libro. Lautréamont murió joven pero logró escribir un texto satánico y lleno de aullidos, como decía el nicaragüense azulado. Mientras tanto, mi cuerpo también se ilustra con signos e imágenes que recuerdan la realidad del mundo. Es cuestión de saber observar y chequear las neo-esvásticas agazapadas rumiando sus perversiones como un degenerado paseando por la morgue. No soy el hombre ilustrado de Bradbury; mis tatuajes rememoran los bombardeos de Bagdad y su tinta es como la sangre de los estudiantes chinos muertos en la Plaza Tien An Men. Fotografías tenebrosas donde se venden órganos de niños secuestrados en la periferia de San Pablo, torres que explotan al ser atravesadas por aviones secuestrados y decapitaciones subidas a youtube. Aparte de otros sacrilegios, tengo tatuado un macho cabrío en la espalda. (Al principio era como un sátiro pero los vascos lo clasificaron mejor en medio del aquelarre). Nuestra propia existencia es un fiesta negra a la manera que la definía Gómez de la Serna cuando hablaba de traspasar los límites de la denominada cordura. Los textos de mi maestro dejaron de aterrarme, los cantos de la crueldad pasaron a ser una norma existencial. La verdadera esencia de la historia del mundo. El minúsculo universo de Satanás o Azrael, ángel tenebroso de musulmanes, persas y judíos. (Esta parte del planeta no tiene idea lo que sabían las civilizaciones milenarias sobre el verdadero demonio que circula por la sangre de las calles). Pero las lenguas vivas de la escritura me han enseñado el camino para transitar este circuito atroz. La verdad que asusta está prisionera entre las líneas que conducen a confesiones perversas como las que mencionaba el mexicano Lizalde cuando decía que “el odio es la sola prueba indudable / de existencia”. Yo también puedo exorcizar las tinieblas en un papel. Sé que estas oraciones malditas no se pudren. Quedan grabadas a fuego en la memoria. Retornan a la mente en medio de celebraciones y borracheras.

De todos modos, mi sobrevida también se escribe en el día a día. He caminado por las veredas del infierno. A cada rato veo a hombres y mujeres que le besan el culo al diablo y se desangran haciendo lobby. He recopilado abundante material para transcribir, desde las venas, estos papeles bestiales. Pero, como decía, también escribo la vida y salgo a la noche con collares puntiagudos que atraen o desvían las miradas. Alguna vez he aterrizado en una fiesta algo desprolija para beber cerveza y observar otros rostros que intentan parecerse a mi identidad. Algunos me reconocen y dudan en saludarme. No se trata de temor sino de recelo o, quizás, simple envidia. En realidad, no pierdo demasiado tiempo con estos aspirantes a iguales. Los que hemos escapado de las tinieblas nos reconocemos enseguida. Prefiero ver una temporada entera de “Penny Dreadful” o “American Horror Story” en medio de la madrugada. Me alucinan esas mentes que instalan imágenes demenciales como las locuras de Sion Sono. No me importa, en este caso, que quieran transmitir algo. El horror me alimenta. No es nada nuevo. De la misma manera que la gente mira videos de matanzas en youtube yo triplico la jugada. La mierda existencial le da vida a los voyeuristas. Yo soy otra cosa. Como el pasajero oscuro de Dexter, en el marco de una escritura que me desahoga.

Ahora se acerca la noche. Dejo de escribir y bebo mi ración de vodka. Mañana me camuflaré entre la gente con un traje hecho a medida que oculta todos mis tatuajes. Tengo un hobby que me da bastante dinero como director de una agencia publicitaria. Todas las mañanas me pego un toque y zarpo para llegar en hora a la reunión con los creativos.

martes, 22 de agosto de 2017

Los dueños de la verdad: una concepción nefasta



Según el teórico de la comunicación Jesús Martín Barbero, los supuestos críticos ilustrados entienden por cultura “un determinado y exclusivo tipo de prácticas y de productos valorados ante todo por su calidad. Calidad que se encuentra socialmente ligada a su capacidad de distinguir aquellos que la poseen, tanto en el plano de las destrezas como de los productos”.

En pocas palabras: la afirmación supone que se estaría señalando la existencia una reducida legión de entendidos “autorizados” a decretar estéticas y filosofías ya que el común denominador de la gente no logra calificar a la hora de decidir preferencias racionalmente fundamentadas. Esta visión probablemente elitista y arrogante puede ocasionar graves males. Uno de ellos, por ejemplo, es caer en el convencional pecado de establecer chacras para hablarse (criticarse o elogiarse) entre supuestos pares. Hace mucho tiempo, el sociólogo uruguayo Gustavo De Armas señaló, en un seminario sobre educación, lo riesgoso que resulta hablar sólo entre intelectuales sin abrir el abanico a los actores de la sociedad civil.

 El concepto “intelectual elitista” de cultura

Quizás ese diálogo estéril tenga que ver con el supuesto quiebre que aparece entre la realidad y una subjetividad antagónica autoproclamada como “genial”. Esa “colisión brutal entre la conciencia ética y una realidad prosaica” es la que, probablemente, impulsa a ciertos personajes “iluminados” a creer que su verdad es única, inalterable y justa. Se suponen, entonces, profetas, videntes, iniciados selectos, precursores, anticipados, pioneros condenados a ser eternos francotiradores desde su olimpo particular, sin mayores interlocutores válidos en una sociedad mediocre y vulgar. Se suponen referentes para una selecta minoría de entendidos, y teóricamente, deben disfrutar de la incomprensión del vulgo porque su mensaje está destinado al futuro, a las mentes superiores que validarán su mensaje en el mañana justiciero.

A veces, sin embargo, ese mañana derrumba predicciones; viene al caso citar algunos ejemplos como el de Pío Baroja que calificó a Flaubert de “animal de pata pesada” o el de Zola que definió a Baudelaire como una “moda pasajera”. (Aquí también supimos tener opiniones que dijeron lo mismo de Los Beatles). La supuesta crítica erudita, en su momento, llegó a hablar mal de Shakespeare, del Martín Fierro y de Walt Whitman, de quien se dijo que conocía “tanto de arte como un cerdo de matemáticas”. A través de estas opiniones apresuradas también se señaló el valor relativo de Balzac, cuya “literatura nunca sería importante”; se metió la pata con el mismísimo Tolstoi (Ana Karenina es basura sentimental”) y se dijo que el Ulyses de Joyce era “difuso, pretencioso y vulgar”.

“Ciertos intelectuales -según André Gorz en Historia y enajenación- se sienten tentados a juzgar a todo el mundo en nombre de la verdad, la moral o la ciencia”. Una temible egolatría, en resumen, que termina enamorándose del propio ombligo mientras el universo circula y la cultura sucede sin que haya manipulaciones ideológicas que puedan obstaculizar su curso. Pero esos supuestos ilustrados e ilustres, los probables iniciados que se autoproclaman (sin decirlo, claro está) como talentosos y geniales, quizás sean los que acusan una mayor condición de riesgo por su aislada autosuficiencia destructiva. Esa peligrosa distancia puede congelarlos en una torre de cristales empañados y poses soberbias. Por suerte muchos criterios logran el equilibrio necesario para abrir puertas a un proceso innovador y saludable.

 Aterrizaje forzoso: Del Olimpo a la realidad

No somos ajenos a estas creencias y prejuicios. Pero puede ser que detrás de un marco teórico que proclama éticas inquebrantables exista una realidad menos idealizada, donde las renuncias y agachadas estén a la orden del día, (aunque las páginas escritas por los responsables de los mencionados deslices coleccionen palabras sentenciosas, moralizantes e insobornables). En nuestra comunidad tenemos una fauna muy particular; hay “teóricos” que parecen canjear rigor metodológico por acumulación de datos, pseudo críticos literarios que solo desean acceder a lectura gratis y hasta hubo directores de teatro que, paralelamente, ejercían la crítica teatral. Ni hablar de tribunales académicos integrados por amigos que decretan el triunfo literario/pictórico/escultórico/ etcétera, de un tercero también ligado fraternalmente a la cofradía. “Yo te voto hoy y tú me votas mañana”; una práctica que puede delatar premios en donde aparecen editoriales que premian a sus autores,  jefes de departamentos culturales, asesores del mismo espacio y otras individualidades curiosamente cercanas, o sentimentalmente relacionadas a voces del jurado que quizás alguna vez formaron parte de otro tribunal y llegaron a premiar a sus evaluadores del presente.

La lista también podría integrar: a) críticos literarios “de solapa”; b) analistas que, apoyándose en algún recorte de prensa, hablan tanto de Foucalt como de Obdulio Varela; c) “investigadores” que refritan lo que bajan de internet; d) “rigurosos” investigadores “caza-detalles” que subrayan irónicamente los posibles errores u omisiones de sus colegas sin otro afán que hacer gala de una supuesta erudición enciclopédica y e) algún lejano integrante de la selecta inteligencia uruguaya que terminó destronado de su pedestal por habérsele comprobado un rotundo plagio, traducción mediante, de alguna nota de revista europea. (El asunto del plagio es todo un tema y más de uno cayó en la redada con fragantes copias de notas cinematográficas de la Madre Patria, Inglaterra o el reciclado de algún cuento de autor norteamericano descubierto por la atenta mirada de otro periodista, entre otros ejemplos más lejanos).

En resumen: ya se sabe que no todo lo que reluce es oro. Por lo tanto cabría el consejo sobre tomar las precauciones del caso y cuidarse de estos “dueños de la verdad”. Su prédica puede resultar nefasta.

 

 

domingo, 9 de julio de 2017

Último y gran deseo


ULTIMO Y GRAN DESEO

A Voiro no le gustó la pesada de Buenos Aires desde el mismo momento que los vio entrar en el bar. En primer lugar no parecían profesionales sino aficionados. Sabía que no eran nuevos pero les faltaba esa mirada decidida en el rostro. Había algo que no encajaba entre sus corpachones, las manos y los ojos. Parecía un cortocircuito, un desfasaje que impedía reunir las piezas adecuadamente. Pero no dijo nada. Apenas los semblanteó y pasó a los saludos de rigor. Tomaron refrescos y agua tónica; eso ya era algo. Tampoco llamaban la atención y ni siquiera estaban armados a pesar de los pedidos de captura de Interpol.
Entonces se comenzó a planificar la cosa muy elípticamente. Los horarios, las cajas más gruesas de los viernes, los dos guardias de seguridad y otros detalles puntuales. Aquí Voiro retomó un poco la confianza al verlos diestros en el manejo de datos y bastante rigurosos a la hora de tener en cuenta hasta los detalles más simples. Pero nada del otro mundo. Una gimnasia necesaria para la supervivencia a la que había que acostumbrarse desde el vamos.
De todos modos, la cosa no funcionaba. Se notaba una actitud demasiado suficiente; una sonrisa canchera y otras gestualidades que lo irritaban íntimamente aunque se cuidó de mantener la boca bien cerrada. En resumen, el plan se repasó varias veces y los datos del informante parecían prolijos. Luego se hizo un seguimiento directo y llegaron a marcar presencia para reconocer el territorio con la discreción del caso. Alguna pregunta menor se manejó al final de las reuniones y cierto tipo de respuestas elusivas no terminaron de convencer a algunos integrantes uruguayos. Pero el intercambio de opiniones no pasó a mayores y Voiro tuvo la impresión de que algunos puntos suspensivos quedaron flotando en el aire. Eran detalles minúsculos aunque desde hacía mucho tiempo sabía que esos datitos podían significar la enorme diferencia entre la vida y la muerte, la cárcel o la libertad. De la muerte tenía experiencias ajenas pero la cárcel no se la habían contado. Y no le gustaba para nada.
Había buena artillería pero él decidió quedarse con su 38 y desestimó la escopeta de caño recortado. Le causó gracia el uso de los celulares pero cedió risueñamente el paso a la tecnología para ingresar a una suerte de modernidad bien sistematizada. En sus comienzos la cosa era más fácil; hasta existían joyerías de barrio con un felpudo de bienvenida en la puerta. Pero ahora los tiempos habían cambiado, algunos de sus antiguos compinches estaban muertos o presos y la banda había decidido anexar socios del otro lado del charco. No contaron con su voto pero la incorporación resultó consensuada. Es que los vecinos estaban muy bien equipados y los porcentajes eran razonables. No había de qué preocuparse. Por lo menos eso fue lo que le dijeron.
Voiro estaba por dejar el cigarro pero había elegido una mala oportunidad para el intento y retornó a sus Marlboro Lights. De todos modos fumaba poco y le ayudaba a calmar los nervios. Había todo un ritual que saboreaba antes del propio cigarrillo; se trataba de sacarlo de la cajilla box, de golpear suavemente la base del filtro hasta que un milimétrico círculo de papel sobresaliera por encima del tabaco y luego encenderlo con una llamita minúscula. La primer bocanada era decisiva, amplia, y su vista se descansaba en la nebulosa que expelía tratando de descubrir formas en el humo. Pero esta vez no acertaba a descifrar nada. Eran solo nubes lentas que se evaporaban; espirales enigmáticos y difusos que no dejaban ningún mensaje. Los plazos se vencían y él había analizado muy poco la situación. Y ese dejarse llevar le molestaba, sabía que algo no funcionaba cien por ciento pero no encontraba el camino para desbaratar el entrevero. Su viejo compinche no entendía; eran tiempos bravos y había que invertir. Luego Brasil, Chile o Argentina en un viaje largo y, a lo mejor, para siempre. Sin embargo le costaba irse. Ya había tenido otras oportunidades pero siempre terminaba malgastando buena parte del dinero. Esta vez sería la decisiva, ya se sentía algo veterano para las corridas. Tenía que sentar cabeza. Por eso es que le importaba sobremanera que el golpe saliera bien; se estaba poniendo viejo para esos trotes y quería dejar los “caños” para empuñar una podadora en algún remoto jardín de Valparaíso o la templada Cochabamba de Bolivia. Un sitio en donde nadie lo conociera, donde jamás pudiera encontrarse con su pasado ni existieran archivos policiales con su foto. No era mucho pedir después de tanto tiempo en aguantaderos y cárceles. Había sobrevivido y eso era lo que importaba. Después de este golpe se imponía un digno retiro y la invención de un pasado que resultara potable para contar a eventuales hijos o nietos. Casi de un soplo se deshizo de todos estos pensamientos; al día siguiente se realizaría la operación. Revisó su reloj y miró el despertador digital. Constató que sintonizaban correctamente por lo que recostó su cabeza en la almohada y se durmió casi de inmediato.
Si soñó algo, lo perdió en la noche. Un tenue zumbido lo hizo despertar sin sobresaltos y apagó el aparato mientras se incorporaba ágilmente. Se miró al espejo y aprobó el resultado. Un riguroso lavado de dientes y una ducha tibia lo fueron concentrando en los objetivos del día. Terminó conectándose con la realidad a través de un café bien cargado. Luego revisó el arma y tanteó el pasamontaña que utilizaría en el atraco. Todo estaba en su lugar, todo coincidía. Cada minuto tenía su actividad y hasta los tiempos muertos contaban. De ahora en adelante había un mapa invisible que guiaba los pasos de todo el equipo y el también tenía su ruta. Había que cumplir sin cometer errores. La hora de la verdad había llegado y él ya formaba parte de una cuenta regresiva ineludible. Uno de los porteños trajo el auto robado, un bmw al que le habían cambiado las chapas y puesto una calcomanía de criadores de ganado hereford; no tenía roces ni ningún tipo de detalle identificatorio original. El grupo estaba constituido por cinco personas, los que manejaban vestían trajes costosos y usaban lentes negros. El proceso ya estaba en marcha.
Al llegar al objetivo percibió una circulación mayor de la que esperaba. Esto no resultaba favorable si el tiempo de exposición superaba los tres minutos. Pero la sonrisa picarona de su compinche lo tranquilizó momentáneamente. La cuenta regresiva había comenzado y cada uno debía concentrarse en su posición específica. Tres personas descendieron en forma simultánea y, sin vacilar, se dirigieron al punto de encuentro. Voiro debía seguirlos; se bajó del automóvil y recorrió el trecho sin apuro. Era un asunto entregado y todo debía funcionar en forma impecable. El dinero estaba, simplemente, esperándolos. Solo había que recogerlo bajo amenazas. Era lo de siempre; encañonar a guardias que no arriesgarían su pellejo por un sueldo de hambre y pegar tres gritos para que llenen los bolsos con la plata. Gritar que no los miren, que se apuren. Putear sucio y pegar algunos garrones. Una rutina que podría catalogarse como parte del oficio.
Los argentinos entraron primero y cantaron la clásica frase del asalto. La gente quedó paralizada y un guardia casi se cagó en los pantalones mientras le sacaban el revólver de la canana. Uno de los porteños se cruzó con Voiro y fue aquí que el veterano detectó el tufillo del porro. Una verdadera pelotudez. La cajera estaba muerta de miedo y empezó a tirar los fajos de billetes en el bolso que le pusieron delante. A pesar del detalle, todo estaba saliendo bien.
Pero inesperadamente, comenzaron a hacer fuego sin previo aviso. Fue una manifestación espontánea de locura. Un delirio a contramano que rompía todas las planificaciones posibles y el comienzo de un infierno que nadie sabía donde podía terminar. Voiro intentó comprender el asunto; quiso barajar una causa, una amenaza que no hubiera visto, algo que se le hubiera pasado por alto y, en esos escasísimos segundos plagados de detonaciones, pensó que los porteños se habían rayado por alguna incongruencia. (Quizás alguien que hubiera mirado torcido o, simplemente, que confundieran el temblor del cagazo con un ademán peligroso). Apenas un instante después advirtió un policía, salido de la nada, disparando su arma reglamentaria. El ya tenía un bolso lleno de dinero y arremetió hacia la salida pero sintió un rayo de fuego en el costado cuando estaba por cruzar la puerta. Al voltear el rostro pudo observar, con lujo de detalles, como le volaban la cabeza al de la sonrisa canchera. Una explosión demoledora y final que parecía pronosticar la carnicería absoluta. Ni siquiera tuvo tiempo de sentir miedo; instintivamente se llevó la mano a la herida para detener la hemorragia y se lanzó a la calle mientras los vidrios estallaban en pedazos. Detonó su arma un par de veces casi por reflejo a la vez que se lanzaba al automóvil inexplicablemente vacío. Al correrse al volante pudo divisar un cuerpo al costado de la calle desangrándose en una horrorosa mancha roja que desembocaba absurdamente en una alcantarilla. Cerró los ojos para evitar la imagen, comprendiendo que todo había sido una emboscada y apretó los dientes mientras salía disparado en medio del ulular de varias sirenas que le taladraban los oídos desde procedencias difusas.
Supo escabullirse milagrosamente por varios kilómetros hasta chocar contra una columna. El automóvil pareció explotar en un ruidaje sordo seguido de un silbido que sonó como la válvula de una olla a presión. Voiro descendió dejando un pequeño rastro de sangre y cruzó la calle hasta darse de cabeza contra el portón de una casa con techo a dos aguas. Casi no miró el barrio pero le pareció advertir que era muy arbolado y que las hojas comenzaban a formar una especie de alfombra verde amarillenta. Con el bolso forrado de dinero y el revólver en la mano se introdujo en el jardín, llegó a la puerta y advirtió a un niño que lo miraba con la boca abierta. Lo empujó al interior de la vivienda y cerró. Allí se encontró con una mujer que dejó caer unos platos horrorizada y se abrazó al chico. Voiro logró pegar un vistazo al living; no faltaba el elefantito con el billete anudado a la trompa, algunas fotos familiares y un sombrero de Florianópolis colgado en la pared. Un pensamiento extraño le inundó la mente, como si ahí estuviera todo lo que alguna vez había buscado. Ese último gran deseo de una pequeña casa y esa familia imposible que siempre había postergado. Se supo moribundo y no quiso un final solitario; simplemente dejó caer el arma, abrió el bolso, mostró sonriendo los billetes e intentó un abrazo desesperado a esa mujer y a ese niño que alguna vez podrían haber sido su mujer y su hijo. Murió en paz con las manos extendidas frente a ese sueño.

 

 ("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")
 

 

 

 

 

 

jueves, 8 de junio de 2017

El que mantiene a la familia



EL QUE MANTIENE A LA FAMILIA

La verdad es que siempre le tuve asco. Recuerdo cuando mis padres me obligaban a sacarlo de paseo, cómo iba sintiendo todas las miradas que nos buscaban y los comentarios que realizaban en voz baja. Yo me apuraba, dejándolo atrás para perderlo, para ahuyentarlo de mi vida. Pero siempre estaba detrás de mí. Envenenándome.
Llegué a odiar. Además, a mi padre. Ese aliento de vino que inundaba nuestra pieza cuando aparecía de noche para ver si estaba todo bien. Algunas veces, cuando mi hermano hacía sus necesidades en la cama, el viejo lo golpeaba. Yo me tapaba los oídos pero igual escuchaba los bufidos del infeliz y la voz quebrada y borracha que gritaba puteadas. Mi madre venía a llevárselo para que no lo matara a golpes. Luego sacaba las sábanas y lo lavaba en medio de largos chillidos.
Y así pasaba el tiempo entre los lamentos de mi madre y los escándalos del viejo que cada día tomaba más. Hasta aquella noche que quedó muerto en la puerta de casa tratando de embocar la cerradura. La muerte de mi padre fue algo muy importante. Nunca más tuve que sacar a mi hermano a la calle. Ya nadie me amenazaba como antes. Es que las cosas cuando tienen que suceder, suceden. Sólo hay que desearlas con fuerza. Hay que tener fe, como dice la vieja. Al principio no teníamos ni para comer así que yo me conseguí trabajo en una carpintería donde, de vez en cuando, me adelantaban algún vale.
No recuerdo exactamente cuánto tiempo pasó antes que una tía del interior nos mandara a Marta. Eran muchos allá y en casa podría ayudar ya que mi madre estaba cada vez más sorda. Prácticamente no cosía ni realizaba ningún tipo de trabajo. Salía muy poco –a la feria o a cobrar la pensión– y pasaba casi todo el día encerrada en la pieza. Al principio me molestaba la presencia de un extraño que veía todo. Que sabía la verdad. En la calle yo podía aparentar que no conocía a esa sombra que me perseguía. Pero en el rancho era diferente. Ella nos veía todos los días en la misma pieza –no había más que dos y mi madre hacía dormir a Marta en la sala– y le arreglaba la cama a él, sonriéndole. Muchas veces me hacía el dormido cuando venía de madrugada a arroparlo y la espiaba. Entraba descalza y en camisón. Después que se marchaba yo imaginaba cosas. Me revolvía entre las sábanas pensando en ella.
Marta tampoco salía mucho de la casa. Se había traído una maleta del campo y dos muñecas que tenía sobre el colchón. Yo pensaba que era una imbécil coleccionando esas muñecas. Una tarde pisé una de ellas y Marta, entre enojada y sonriente, me lo recriminó. Le contesté que a ella también la tiraba. Comenzamos a forcejear y empujarnos y ella se reía cada vez más fuerte. El juego se interrumpió cuando mi madre empezó a gritar porque había visto ratas en la cocina.
Esa misma noche mi hermano comenzó a llamar a Marta. Hacía calor. Ella llegó y se puso a acariciarlo para que se aplacara. Tenía puesto el camisón pero se le veía la ropa interior. Cuando mi hermano se durmió la llamé y le dije que no tenía sueño. Que quería que me acariciara como a él así me hacía dormir. Marta se puso a reír. Yo le chistaba para que se callara. Comenzó a rascarme la cabeza y fui guiando su mano lentamente. Permanecí estático y sudando hasta que acabé. Inmediatamente después me dormí. Ni siquiera sé lo que ella hizo luego de ese instante.
El trabajo en la carpintería era siempre el mismo. Al volver a mi casa tardaba más de una hora en limpiarme el aserrín pero siempre me quedaba algo en el pelo o las alpargatas. Un día hasta pensé en sustituir el pan rallado por aserrín para hacer una milanesa y dársela de comer a mi hermano. Antes ya le había puesto talco en un alfajor pero no sintió la diferencia. Escupió un poco y se lo tragó como si nada. Marta –a veces– lo sacaba a la vereda o lo dejaba sentado en el portón bajo el limonero. Los del asentamiento le tiraban frutas en mal estado o le gritaban cosas al pasar. Una vez llegó a comerse una manzana podrida que le arrojaron.
Ella seguía viniendo de noche. Cuando mi hermano terminaba de dormirse yo le decía que no tenía sueño y Marta se acercaba y me acariciaba. Yo le tocaba los senos y la entrepierna y ella se reía como si le diera cosquillas. Cierta vez mi hermano se despertó y nos quedó mirando con sus ojos de perro bien abierto y en silencio. Yo, en la excitación, trataba de olvidarme que existía. Que estaba allí delante nuestro.
Al tiempo uno de mis compañeros de trabajo se cortó un dedo en la sierra. El aserrín absorbió la sangre como si fuera una esponja mientras el desgraciado gritaba y pataleaba en el suelo. Fue toda una confusión. Lo subieron a una camioneta y el patrón lo llevó al hospital. Yo aproveché la oportunidad para irme a casa. Cuando llegué, mi madre no estaba. Entonces vi apuntada la fecha de cobro en el almanaque. Y también advertí una de las muñecas de Marta hecha pedazos por todo el piso. No sé que fue exactamente lo que pensé en ese momento. Pero corrí hasta la pieza y abrí la puerta tan bruscamente que se golpeó contra la pared. Marta estaba arreglando las camas y me miró sorprendida. No había nadie más en el cuarto. Sin decir palabra la tomé de la cintura. Forcejeando la tiré sobre mi cama y me sumergí en su cuerpo. Ella apenas se movió. Al terminar, la voz apagada de mi hermano sonó desde el cuarto de baño y Marta salió corriendo. Mi cama estaba sucia de aserrín y un poco de sangre que era absorbida como en la carpintería.
Cuando le dije a la vieja que mi hermano debía ser internado se puso a llorar. Insistí con todos los argumentos posibles. Le dije que no contábamos con los medios necesarios para mantenerlo. Que debíamos estar pendientes de él. Hasta le conté lo de la muñeca rota que, a lo mejor, le vendrían ataques de furia más seguido. Todo fue inútil. Mi madre se negó y no hubo forma de convencerla.

La gente del barrio sintió más la muerte de mi hermano que la de mi propio padre. Será porque repetidas veces le vieron golpearle estando borracho. Pobrecito –dicen– es mejor así, que descanse en paz. Hasta mi patrón se portó bien. Nos ayudó con algo para el entierro y le dijo a mi vieja que yo era muy hábil en el trabajo y que me iba a dar unos pesos más. Yo, prácticamente, no he pisado donde lo están velando para no verle la cara de muerto. No siento remordimientos. Dentro de algunas horas se lo habrán llevado y ya no lo veré nunca, nunca más. Diría que me siento alegre aunque tenga que estar serio. Si hasta me dan ganas de reír cuando pienso cómo se tragaba el veneno para ratas que le puse en la comida. Ni siquiera escupió esta vez como con el talco. Usé tanto que llené el frasco con un poco de aserrín para que no se note que falta.
Ahora sé que todo va a cambiar en esta casa. Mañana mismo le digo a mi madre que Marta se viene a dormir conmigo en la pieza. Después de todo dentro de poco voy a cumplir diecisiete años y soy el que mantiene a la familia.
 
"La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú"

 

 

 

 

martes, 6 de junio de 2017

Diario de viaje



DIARIO DE VIAJE

Siempre que regreso a mi infancia lo primero que recuerdo es un balde lleno de agua que se desborda. La canilla sigue abierta en el fondo de casa y yo –que tengo alrededor de cuatro años– corro a cerrarla. Ese desbordarse, una simpleza inofensiva al fin de cuentas, aparece en mi mente infantil como algo grave que debo anular inmediatamente. Una empleada me avisa a los gritos y yo cierro apresuradamente el grifo. Altero una realidad desenfrenada que no alcanzo a comprender del todo. ¿Por qué ese desfasaje me parece tan importante? ¿Por qué debo restaurar la mesura y el orden de ese pequeño universo que parece verter un agua infinita en la limitada capacidad del recipiente? Cierro la canilla y sonrío. Inauguro una nueva etapa de orden; anulo una dimensión desequilibrada con el simple rigor de manipular una llave de paso.

Parecería que tuviera todo el tiempo del mundo para seleccionar otros recuerdos que también poseen su cuota de prioridad. En particular me llama la atención un momento donde me veo acunado por mi madre. Lo curioso del caso es que no percibo la imagen con el rostro materno dominando la escena como en un contrapicado. Lejos de lo que podría suponerse, registro toda la situación desde lo alto, como si fuera un testigo ocular ajeno a las circunstancias. Existe la posibilidad de que sea una ilusión atesorada como recuerdo propio. Sería una manera de nivelar ciertas zonas del pasado; dejar que la fantasía invada las parcelas del ayer. No se trata de idealizar lo que ya ha sido. Es un poco más complejo. Se trata de recordar algo incierto. Un sueño bonito que pasa a formar parte del álbum familiar como una fotografía utópica e inalterable.

Con esta jerarquización de los recuerdos no se puede realizar un ordenamiento coherente. Resulta inevitable que ciertos puntos tomen un atajo para recalar en mi zona de evocaciones. Por eso puedo excusar que sean ellos, los pantallazos del pasado, los que me lleven en este viaje hacia adentro, hacia mí mismo, mientras bebo y observo la marea. En otros momentos me acuerdo de las piernas de la cocinera. Tienen su peso propio como forma de esos primeros vestigios de una sexualidad ciega que me llevaba a chantajear a la mujer para que se levantara la pollera con tal de que la dejara ver la telenovela. Otras veces rememoro mi primera comunión con el excesivo entusiasmo que poseía en aquellos momentos. El temor de tragarme a dios en aquella pequeña lámina circular y no ser merecedor de su presencia en mi alma. El dedo acusador del sacerdote que nos señalaba para luego indicar el cielo y mover de manera isócrona su brazo mientras nos hablaba del acto sagrado y los pecados mortales. Y aquel que se salva, sabe, –decía – y el que no, no sabe nada. Porque el demonio existe y está esperando que ustedes caigan en la tentación para arrastrarlos al fuego eterno del infierno. Y ustedes ya saben cómo es la eternidad. Como si nuestro planeta fuese una enorme bola de acero y cada cien mil años pasara un ave y la rozara con sus alas. Una y otra vez, cada cien mil años el pájaro seguirá friccionando la esfera hasta que la empezará a gastar. Algún día, después de tantos roces, el mundo se disipará. Pero en esa oportunidad, hijos míos, la eternidad recién comienza.

Hasta que llegaba el día de la ceremonia y yo sudaba a chorros deseando encontrarme en cualquier parte menos en esa iglesia donde un sacerdote decrépito me ponía la hostia casi en la punta de la nariz. Escuchaba sus palabras en latín y abría mi boca desmesuradamente para tragar el manjar divino que mordía horrorizado como si cometiera un acto de canibalismo.

Es curioso como este tipo de evocación religiosa se entremezcla con la imagen de las piernas de aquella muchacha. Más curioso resulta pensar cómo ha evolucionado dios en mis pensamientos. Aunque no me interesa demasiado especular sobre el asunto; en realidad prefiero recordar aquella hembra y sus glúteos o retornar a las calurosas tardes en casa de mis primos donde daba rienda suelta a una depravada precocidad. Sin embargo, los pasajes más interesantes de mis primeras épocas se concentran en la soledad de mi cuarto devorando libros o los esporádicos viajes que realizaba a la estancia de mi tío. Ahí la servidumbre me trataba con recelo y tenía un peón dedicado a ensillarme el caballo. De vez en cuando me escapaba de su custodia y recorría el campo de manera salvaje. Dentro de la casona, en cambio, todo era indagar ese mundo extraño que olía a botas de cuero y fertilizantes. Subir escaleras y revisar cuartos, juguetear con un revólver cargado que había descubierto en un cajón deseando practicar el tiro al blanco con las gallinas que picoteaban en el patio. También aparecen los recuerdos de la casona del Prado y aquella hija adoptiva utilizada como empleada doméstica por otro pariente lejano. Rememoro su cuerpo en medio de fugaces imágenes que me confunden con otros cuerpos y otros rostros. En algún momento, todos parecen ser la misma figura aunque las partes del rostro se mezclan y no llegan a formar una cara definida. Quiero recordar cada uno de los momentos de mi vida pero el rugir de las olas me confunde. A diferencia del tango, no bebo para olvidar. Ahora la espuma lame mis pies, el mar me llama.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne Editorial "Yaugurú")