SUEÑOS
MALDITOS
“El
sueño es un arte poético involuntario".
Kant
“All
that we see or seem/ Is but a dream within a dream”. E.A.Poe
Lo
peor es tomar conciencia de que uno está medio dormido pero tiene
que despertarse. Son varios estados: estar semidormido, tomar
conciencia de eso y despertarse del todo con algo dando vueltas en
la cabeza. Retazos de un sueño o cosa imaginada. Una pesadilla que
se torna invisible a la luz del día. Recuerdo el caso del ejecutivo
de ventas que aparecía en mi trasnochada vigilia vendiendo
publicidad secreta. Era un sueño porque lo rememoro y me doy cuenta
que, en ese momento, no lo sentía como un disparate. Nos
desplazábamos por una especie de empresa destartalada con
televisores en las paredes. Pasaban un anuncio que dejaban ver el
aviso pero no al anunciante ni la marca que publicitaba. Yo hablaba
de lo absurdo que me parecía la idea y el productor me miraba con
desaprobación, como si estuviera echando a perder el negocio. Tengo
claro con quien soñaba. Un vendedor de servicios intangibles que
siempre caía parado a pesar de cualquier desastre financiero. Típico
encantador de serpientes más parecido a un concesionario de autos de
segunda mano que a un ejecutivo. Pero, en el sueño, yo intentaba
asesorarlo, quería convencerlo que no tenía mayor sentido la
propaganda de algo que no se sabía qué era ni dónde comprarlo. Al
principio, el me dijo que el negocio está marchando y fui a verlo.
El tema tenía que ver con una suerte de tele - shopping aunque no
quería que se supiera demasiado. Cuando hablé con él me llamó la
atención el pedido de manejar el asunto en absoluta reserva. No
quería que se supiera aunque la propaganda estaba saliendo en
televisión. Cuando se lo dije me manifestó que, por curiosidad, la
gente llamaba para consultar. Entonces -precisamente- resultaba un
pretexto para enganchar al que llamaba en una telaraña de
explicaciones donde terminaban vendiéndole algo que no necesitaba.
Tuve
la mala idea de decir que no me gustaba y el ejecutivo me miró con
una mezcla de reproche condescendiente, como si estuviera llamándole
la atención a un escolar. Me desperté y luego de dar vueltas en la
cama, seguí soñando. Estaba en la misma empresa, en un habitáculo.
Era uno de esos espacios totalmente compartimentados y atravesados
por pasillos. Estábamos aterrados porque una araña gigantesca
circulaba por esos senderos y nos estaba obligando a atrincherarnos
en la oficina central. Esa oficina era el despacho principal y nos
abrazábamos unos junto a otros sin decir palabra hasta que una
señora mayor se puso histérica y comenzó a gritar. Nosotros
temíamos que sus alaridos llamaran la atención de esa gigantesca
araña y le pedíamos que se calmara. Los televisores continuaban
pasando la publicidad y la mujer fijó la vista en el anuncio y se
calló. Tomó su celular y copió algunas palabras que había
escuchado de la propaganda. La monstruosa araña desapareció.
Ahora
me encuentro en una estación de trenes. Todos están detenidos y no
suena ninguna sirena. La gente va y viene llevando bultos y paquetes.
Algunos suben al ferrocarril y se sientan con apuro mientras otras
personas arrastran valijas, las dejan en los depósitos -sin pedir
recibo- y regresan por donde vinieron. Al tiempo la gente comienza a
preocuparse, por lo que muchos deciden formar una comisión. Los
interesados se reúnen y plantean sus inquietudes. De a poco, se
forma una pequeña multitud que reclama y el clima se va tensando.
Entre gritos y amenazas, los pedidos de silencio se pierden en medio
de una polución auditiva que aumenta progresivamente. Alguien señala
que se habla sin reglamentos a la vista y la discusión se interrumpe
momentáneamente. El grupo comienza a dispersarse y los escribas que
habían tomado nota de los reclamos guardan los papeles en una valija
y la llevan al depósito. Los trenes siguen sin moverse. Por
curiosidad subo al más próximo y me siento al lado de un pasajero
inmóvil. Le pregunto cuál es el destino.
-Es
demasiado temprano para saberlo – me responde.
-¿A
qué hora sale el tren? – interrogo de nuevo.
-
Eso no importa. La cuestión es que salga- dice tranquilamente.
Entonces advierto que tiene una vianda y una botellita de plástico
con agua.
-Por
lo que veo, se preparó para la espera. - le digo mientras señalo la
vianda. Pero el hombre no me contesta y aferra la comida con gesto
desconfiado. Luego deja de mirarme y dirige su vista a la ventanilla,
ignorándome. Me quedo un rato observándolo hasta que me levanto
lentamente, camino por el pasillo y me bajo del tren. En el tiempo
que estuve hablando con el desconocido, otro grupo de personas ha
comenzado a reunirse para protestar. Cuando desperté, no lograba
recordar a nadie de los que había visto en el sueño.
Empiezo a recorrer
pasillos hasta desembocar en una salida que da a calle. El centro
de la ciudad está desolado. No hay un alma. Como si fuera un fin de
semana largo por un feriado intercalado en día viernes o lunes. Sin
embargo escucho bocinazos e insultos. A lo lejos se oye una
desesperada sirena de ambulancia que se pierde en la lejanía.
Empiezo a correr y me topo con un parque donde hay dos ancianos
sentados mirando el cielo. Me parece oír la propaganda de un
candidato a intendente. Los viejos comienzan a desplazarse, moviendo
la cabeza en forma negativa. De repente vuelve a aparecer una araña
gigantesca y los longevos aceleran el paso. Veo que tienen un sobre
en la mano. Lo introducen en un buzón, al borde de la vereda y se
sientan en el pasto. Cuando quiero acordar, la araña ha vuelto a
desaparecer. Me siento desolado, furioso. Me aproximo a los viejos.
Les pregunto qué metieron en el sobre. Me contestan que el voto es
secreto.
Sueño
de nuevo. Bajo una escalera mientras observo pinturas raras en las
paredes. Son dibujos gigantescos de puños que amenazan y multitudes
temibles. Llego a una asamblea de gente que discute. Un notario
apunta el número de oradores. Son una docena de personas que piden
turno constantemente. Cuando arribo, me siento frente a la mirada
hosca del resto. Levanto la mano para intervenir pero no me
registran. Entonces me limito a escucharlos. Oigo quejas, arengas,
reclamos y exabruptos. Me pierdo entre siglas indescifrables y
bostezos. Algunos integrantes chatean en sus computadoras mientras
otros dialogan con la persona que tienen al costado. Cada vez que
alguien sube el tono de su voz, la mayoría aplaude eufórica. Me
siento mareado entre tantos gritos y quiero levantarme pero la mirada
desaprobadora del resto me lo impide. Me doy cuenta que quiero
despertar. Advierto que estoy en el límite pero un cerrojo inestable
me impide cruzar la línea. Estoy atrapado. De pronto todos se
incorporan y comienzan a caminar de manera enérgica. Me empujan
hacia la puerta y me veo envuelto en una multitud que cruza la calle
de manera desenfrenada y agresiva. Se escuchan estampidos, cohetes,
insultos, vidrios que se rompen y una voz que grita a través de un
megáfono, amplificando su discurso combativo. Es todo muy real.
Hasta siento el olor de las llantas quemadas y oigo el flamear de
las pancartas que sacude el viento. De pronto, otra multitud aparece
en escena. Visten remeras de colores similares y gritan enardecidos.
Putean, amenazan. Me miran con hostilidad y advierto que no estoy
vestido como ellos. Tengo suerte, la escena se diluye en medio del
caos.
Me
despierto. Paso a otro sueño donde está por comenzar la función en
un gran teatro. El lugar está repleto desde los palcos a la platea
pero el espectáculo no comienza y la gente parece impacientarse. El
telón, enorme, apenas se balancea de vez en cuando como si amagara
un comienzo. Pero nunca se levanta. Es un telón rojo sangre de
grandes proporciones que permanece como una barrera insalvable entre
el escenario y el público. Por momentos se escuchan algunos aplausos
moderados que pretenden encauzar a la masa pero todo queda en la
nada. La función no comienza. Las personas se mueven impacientes en
sus butacas pero no llegan a protestar. Solamente aguardan inquietos,
esperando que el espectáculo comience de una buena vez. Nadie se
levanta. Nadie alza la voz o emite un comentario crítico. Se quedan
estáticos como si reclamar los hiciera pasar vergüenza. Siento una
especie de aburrimiento envenenado. Como si una rara epidemia me
estuviera contagiando la abulia. Me doy cuenta que tengo que huir de
ese teatro donde la función no comienza nunca. Salgo corriendo y
entro en un lugar semejante a una academia. Hay muchas personas con
carpetas, biromes y libros. Suena una campana y siento que alguien me
está esperando pero, en la escapada, he perdido un zapato y recién
me doy cuenta. No puedo presentarme de esa manera. Busco el calzado
por todas partes. Siento que alguien me llama. Dicen mi nombre de
manera insistente. Decido fugarme y no encuentro la salida. Creo
haber entrado por la puerta principal del edificio y estoy perdido en
los pasillos. Aparece un hombre muy bajo. Le pregunto: “Hola, señor
¿Me puede indicar por dónde es la salida? ¿Sigo hasta la tercera
puerta, ingreso y bajo por la escalera? Muy bien. Gracias”.
Camino. Una, dos, es aquí. Ahora abro y desemboco en la escalera.
No. No veo ninguna escalera. Quizás debo seguir caminando hasta el
final porque tomo conciencia que estoy buscando a alguien. Sigo y me
doy de frente con la pared. Al lado hay una ventanilla. Golpeo,
aunque el horario de atención al público ya pasó. Siento que hay
gente riéndose dentro de la oficina pero nadie abre. Insisto porque
deseo irme del lugar. Hay un timbre instalado en el mostrador. Lo
presiono pero no oigo que suene. Lo que suena, al rato, es el
despertador en la mesita de luz. Apenas pestañeo, presiono la tecla
para desconectar al aparato y regreso a una habitación donde hay
mucha gente viendo un programa frente a un televisor gigantesco.
Aparecen perros y gatos que derriban cubos para llegar al plato de
comida. Cuando las mascotas no derriban ningún cubo, caen por un
agujero negro que los traga. Otra vez aparece la araña, inmensa,
horrible. Grito.
De
repente, siento hambre. Deseo alimentarme con cualquier cosa e
ingreso a un lugar donde hay hombres, mujeres y niños tirados en el
piso comiendo hamburguesas. Me aproximo al mostrador de pedidos y
veo empleados vestidos como piratas y bailarinas de ballet. En el
piso, pululan las cucarachas y siento una especie de náusea que me
invade. Me preguntan sobre el pedido y dudo en contestar. Veo
pantallas gigantes que muestran comida en descomposición y paquetes
de arroz tirados por el suelo. Suena permanentemente el tintineo de
cajas registradoras y advierto que una cola inmensa de personas se
aglomera detrás de mío. Gritan, me insultan y empujan. Sigo
buscando. ¿A quién? Despierto otra vez.
Es
una fiesta. Los anfitriones se suben a una especie de tarima
improvisada y comienzan a besarse. Se acarician los genitales y
empiezan a desnudarse frente a los invitados. La gente aplaude,
silba, grita obscenidades y filma con sus celulares. Todos ríen,
incitan para que el espectáculo continúe mientras yo busco la
puerta de salida y llego al balcón del apartamento. Es un gran
edificio, estoy en el último piso y veo las lucecitas de los autos
en medio de una noche oscura.
Cuando
regreso, estoy en una casa donde todos los habitantes están vestidos
de blanco. Alguna cara me resulta familiar pero no logro reconocerla
totalmente. La residencia es lujosa, tiene una biblioteca con muchos
libros y diplomas colgados en las paredes. Me sonríen y dicen que
quieren estar conmigo. Intentan retenerme mientras me muestran la
casona y se hacen los distraídos cuando digo que necesito salir.
Contestan mis preguntas con otras interrogantes. Como si lo que
quisiera saber, lo tuviera que responder yo mismo luego de
preguntarlo. Me desconciertan y voy advirtiendo que no quieren
dejarme ir. Tengo la sensación que me alejan de mi búsqueda. Me
retienen con palabras que no significan nada. Me llevan de aquí para
allá con una amabilidad artificial y empiezo a sentir una suerte de
angustia que me sube por el pecho. (Recuerdo que estoy buscando a
alguien y, ahora, estas personas de sonrisas huecas distraen mi
objetivo). Hay un pequeño ascensor por el que me invitan a bajar al
subsuelo. Algo me dice que está todo mal pero no puedo negarme. Me
dejo llevar. Desciendo y llego a un lugar extraño. Una especie de
laboratorio o farmacia con medicamentos encapsulados en frascos
diferentes. Hay píldoras de todos los colores que atiborran los
estantes. Veo que hay decenas de recetas desparramadas por el piso y
levanto uno de esos papeles. Tiene la fecha adelantada varios meses.
Me sobresalto pero continúo durmiendo.
Empiezo
a ver otros papeles que vuelan al compás de un viento sucio. Es de
noche y siento un calor que incendia el ambiente. Sudo como estuviera
en medio del desierto. Cada vez que ingreso al otro lado, es peor.
Una rata de tamaño considerable sale de un tacho destartalado. Hay
basura esparcida por todos lados. Veo restos de comida, bolsas de
plástico despedazadas y viejos desnutridos que duermen en cartones
al lado de la mugre. Hay un edificio ruinoso de donde sale gente
constantemente. Entran y salen. Sus rostros están demacrados, me
miran a hurtadillas. Esquivan mis ojos. Apresuran el paso y se
pierden en la oscuridad. Me dirijo al lugar. Hay una mujer con un
niño sentados en la puerta. El chico me pide dinero. Le ofrezco unos
caramelos. Luego de tomarlos, los huele y los tira al suelo. La mujer
me insulta. Paso por un costado y bajo por una destartalada escalera
de caracol. Mi peso la hace oscilar. Está muy herrumbrada. Me
ensucia las manos. Abajo hay gente haciendo fuego en el piso. Juntan
todo tipo de cosas, las prenden con encendedores diminutos y ponen
ollas encima de una parrilla hecha con alambres. Hay carritos de
supermercados llenos de diarios arrugados y latas quemadas por todos
lados. Quiero salir de este sueño pero no puedo. Veo grafittis por
todas las paredes y charcos de orina en los muros. Hay más personas
tiradas por el piso. Algunos hombres cantan a voz en cuello,
totalmente embriagados. Otros borrachos simulan pelear contra su
sombra, dando tumbos por los pasillos húmedos de una callejuela
estrecha. Está todo bastante oscuro y apenas unas bombitas de luz
oscilante iluminan fragmentos del sueño. Me quiero ir. Busco una
salida que me permita huir de ese lugar apestoso. Pero cuando doy
vuelta cualquier esquina, siempre hay vallas de seguridad, casas
viejas con rejas macizas o luces de emergencia que avisan de un
bache, una calle sin salida o tránsito cortado. Me siento como
atrapado en un basurero y no recuerdo lo que me había pasado antes
de llegar a este rincón inmundo. En un contenedor veo los restos de
un feto sangriento y siento náuseas. Me invade un horror
indescriptible. Siento que se me congela el corazón y no puedo
pensar porque un pánico sobrenatural me paraliza. Quiero gritar y
avisarle a alguien lo que he descubierto pero la gente que pasa,
corre apurada. Ni siquiera se digna en mirarme. Casi en la esquina
un grupo de jóvenes extraños se reúnen y ríen a carcajadas. Me
acerco para decirles algo pero no logro emitir sonidos. He quedado
mudo. Los muchachos aspiran humo de una lata y miran al cielo.
Algunos explotan con breves movimientos espasmódicos y otros
esconden su cara entre las rodillas y se toman la cabeza con ambas
manos. De repente, dos de ellos se levantan y comienzan a patear
cubos de basura y romper vidrios. Agarran cascotes y los lanzan al
aire. La araña gigante aparece nuevamente entre las sombras y cruza
la vereda en medio del caos. Nadie parece advertir su presencia. Los
walking dead comienzan a insultar, escupen y orinan en la calle. Al
rato se van, mientras continúan rompiendo todo los que se les cruza
por el camino. Oigo sus carcajadas histéricas a lo lejos hasta que
se pierden en medio de sirenas de ambulancias que parten la noche con
una especie de alarido que ulula en el aire. El arácnido gigantesco
desaparece. Yo quedo prendido a la telaraña pesadillesca.
Entonces
me doy cuenta que esta pesadilla es la definitiva. Bajo de un auto y
camino hasta un edificio oscuro. Algunas ventanas están rotas aunque
no parece un lugar abandonado. Siento que me llaman. Es una voz
apagada que reconozco. A quien busco. Empiezo a caminar hasta la
puerta y la empujo con suavidad. Se abre con un chirrido como el de
las películas de terror, una estridencia medio rasposa que molesta.
En el interior hay personas sentadas en unos sillones desvencijados
que toman café en pocillos. El lugar es sombrío pero hay unas
estufas pequeñas que caldean el ambiente. Desprenden una luz rojiza
y mortecina como brasas a punto de apagarse. Veo montones de diarios
apilados a los costados, casi todos son suplementos deportivos viejos
y amarillentos. De vez en cuando, uno de los individuos toma alguno
de esos periódicos y comienza a leerlos de atrás para adelante.
Distingo fotos de jugadores abrazados, gritando goles o caminando
resignados a las duchas. Los titulares se me escapan porque apenas
diviso frases sueltas y sin sentido. Son palabras moldeadas en
gruesos caracteres con muchos signos de exclamación a los costados.
Vuelvo a escuchar la voz, la reconozco. Es la de mi hijo. Cruzo un
cuarto de manera atropellada y me encuentro con un estudio de
grabación. Mi hijo no está ahí. Hay mucha gente editando basura
porno. Mezclan sonido, música e imágenes sexuales. Dan la impresión
de estar robotizados en su trabajo. Nadie me mira ni le importa mi
permanencia en el lugar. Ponen subtítulos groseros y promociones con
gente que gime y eyacula. Ríen, fuman, hacen chistes sobre los
centímetros que mide el pene de uno de los actores. Miran la hora
permanentemente, como si no hubiera tiempo que perder en el
procesamiento del material. Terminan un video y comienzan otro que
parece el mismo. Tomas cortas o planos secuencias que rodean una cama
redonda donde varias mujeres le ponen una venda en la cara a un
hombre. El aire está contaminado por humo de tabaco. Resulta casi
irrespirable y comienzo a toser, buscando una salida. Me preocupa
encontrar a mi hijo. Bajo por una escalera que aparece al costado de
la isla de grabación y parece que estuviera descendiendo en
círculos. Llego a un piso donde hay un pasillo con muchas puertas.
Oigo risas, gritos, súplicas. No sé de qué puerta salen o si en
cada habitación pasan cosas diferentes. Voy caminando despacio pero
no me animo a abrir ninguna de esas puertas. Ya no escucho a mi hijo.
Su voz se ha perdido pero creo que me pedía ayuda. Sigo buscando y
llego al final del corredor. Hay un espacio abierto con rayos laser
verdes y azules que salen del techo. Veo un grupo de hombres y
mujeres danzando al compás frenético de la música electrónica. Yo
percibo todo casi en cámara lenta y distingo al vampiro que consume
al resto de los bailarines. Mientras se mueve de manera elegante,
muchas de las personas que están en el reciento se convierten en
ceniza y desaparecen. Al instante, quedan decenas de botellas de agua
mineral esparcidas por el piso. El monstruo sonríe y me guiña un
ojo. Sabe que no puedo hacer nada. Yo también comprendo que él
conoce el paradero de mi hijo. Me dirijo hacia él y le grito.
-¡¿Dónde está mi hijo?! – La voz me sale angustiada, ronca.
-Te
hubieras preocupado antes. -responde con indiferencia y sigue
danzando mientras cientos de jóvenes continúan ingresando a bailar
como androides frenéticos. La multitud me arrastra hacia los
costados y no logro acercarme nuevamente al vampiro. Las luces se
intensifican, el sonido aumenta y la atmósfera se hace irrespirable.
Lo pierdo de vista. Empujo a todo el mundo y trato de distinguirlo
nuevamente. Imposible. Entonces veo que otras personas, otros padres,
también buscan a sus hijos en este remolino demencial. Me despierto.
Quiero volver. Necesito regresar. Cuando retorno al sueño, estoy en
otro lado. El ascensor me deja en el subsuelo. Subo a un ómnibus sin
saber a dónde me lleva. Está lloviendo y no se ve nada porque los
cristales están empañados. Me siento perdido y pregunto a unos
pasajeros sobre la dirección que toma el conductor. Se ríen y
contestan cualquier cosa. Divagan. No me toman en cuenta y parece no
importarles que camino recorremos. Al rato advierto que el ómnibus
no para en ningún lado. Hago señas para bajarme pero no aminoran la
marcha. Entonces comprendo que me estoy alejando del otro sueño. Me
doy cuenta que estoy definitivamente perdido. Voy en la dirección
contraria y vuelvo a despertarme. Con miedo, mucho miedo.