domingo, 30 de abril de 2017

El experimento


EL EXPERIMENTO

Cruzo la calle con desgano. Mis pasos me llevan, sin demasiada convicción, hasta el bar. Me arrimo al mostrador y pido una copa. Me sirven el trago con indiferencia, casi sin molestarse en mirarme, como si el hecho de beber fuera un acto solitario que no merece palabras. El hombre que me atiende no demora en correrse hasta la otra punta. Allí sirve a nuevos parroquianos sin saber qué tipo de ausencia estará anestesiando. Lo suyo es práctico y no merecería mayor análisis. Sin embargo no puedo dejar de pensar en el reducido mundo que habita; un desprolijo territorio de tránsito donde los vasos, la cafetera y las sillas estropeadas cumplen funciones de referencia. Ni siquiera falta la foto desteñida de un cuadro de barrio y un extraño banderín local. Todo aporta su pequeño perfil. En la atmósfera del bar, hasta la radio proporciona un sello identificatorio a través de cierto simulacro de orquesta que defiende, como puede, a un cantante desafinado. Otro tipo de música no tendría sentido en el entorno. Hay algo de disco rayado que se expande por el ambiente. Esa música gastada sintoniza con el lugar. Como una especie de contagio que cobra forma en las mesas, los pocillos y las manos arrugadas. Hay una armonía decadente que prolonga el estado de las cosas y las lleva a su punto exacto. Este universo cerrado se fusiona y retroalimenta; existe una compatibilidad que prosigue en la ropa de los borrachos y sus historias ridículas. Nadie puede imaginar la extraña misericordia que siento por estos infelices; son descartables como un envase de plástico. Observo a uno con las mejillas encendidas por el alcohol y una psoriasis que comienza a desbordarlo. Tiene las uñas sucias y bebe mucho. Me molesta pero no estoy seguro de poder integrarlo al experimento. Freno el impulso y bebo otro trago

Empiezo a sentirme contaminado por una suerte de polución ambiental. El hedor del baño y las toses de los fumadores parecen conformar la verdadera esencia del ámbito. Todos los detalles se acomodan: desde un tubo lux mugriento hasta la vitrina que encierra un par de bizcochos, forman parte de la postal. El tufo avinagrado de la resignación es verdaderamente sofocante y comienzo a dudar de algún resultado posible. La suerte parece no ayudarme en esta ocasión a pesar de sentir la adrenalina. Estoy al acecho, bebo un pequeño sorbo y me recorre un chispazo. Todavía no alcanzo a sentir mayor efecto y, sin embargo, me apresuro a ingresar al cuarto de baño. Tengo preparado algo que puede entusiasmarme. Me encierro y orino. Luego saco el polvo que coloco al costado de la mano, entre el pulgar y el índice. Lo aspiro con rabia por estar perdiendo la noche en este basurero humano y me refresco inmediatamente. Vuelvo a repetir la operación y sigo cargando baterías. Salgo del baño y retomo contacto visual con el individuo de las uñas sucias. Me resulta más insoportable que antes y pienso en abandonar. Todavía puedo estar a tiempo. Al cruzar el bar tropiezo con un borracho y lo empujo levemente, como quitándome una pelusa del saco, para continuar caminando hacia la puerta.

Subo al auto luego de desconectar la alarma, pongo el aire acondicionado y siento que todo funciona como una coraza que me protege del exterior. Al arrancar, ese afuera sucio y triste queda lejos. Conecto la frecuencia modulada y la música acapara el espacio con un sonido pleno de cuerdas y percusiones.

Entonces recuerdo a las prostitutas. Eso me produce una sensación de bienestar que me recorre el pecho como un relámpago dulce. Puedo continuar el experimento por avenidas y ramblas, transitando calles donde las mujeres se ofrecen en las esquinas como maniquíes alertas. Sin embargo decido torcer el rumbo y enfilar a un pub con música y bebidas para gente solitaria. Llego rápido, estaciono e ingreso en otro universo de realidades. Al poco rato ya estoy frente a la barra y pido un trago. Bebo la copa muy despacio dejando circular el líquido lentamente por el paladar. Noto su trayectoria en mi cuerpo como un río secreto. Una mujer a mi costado bosteza y le sonrío. Lleva un vestido oscuro y ajustado y sus ojos denotan una energía especial. Empiezo a dialogar con ella aunque, en realidad, habla poco. Yo dejo rondar la música mientras intercambiamos frases breves porque el verdadero discurso corre por las miradas y el experimento sigue en marcha. En algún momento pienso que su intensidad puede sofocarme pero gradualmente la batalla se hace pareja y ella nota la pérdida de terreno. Ese descubrimiento comienza a debilitarla mientras yo fabrico mis pausas para incorporar demoras, recorrer su cabello como desordenándolo y sonreír apretadamente en el límite de un tiempo muerto.

La noche está de mi lado como un as en la manga. Ante un gesto mío –sutil, casi inexistente–, el mozo vuelve a llenar los vasos. La bebida, sin embargo, no la embota. En realidad parece despertarle sensaciones un poco desmanteladas que van reorganizándose con nueva fuerza. Comentamos gustos musicales. Noto una aureola, un punto luminoso que marca su condición de conocedora de las reglas del juego. Me impresiona como una luz amarilla que se enciende en mi cerebro. Falsa alarma, por suerte. Comienzo, entonces, a llevar las palabras en una dirección premeditada y, por momentos, ella me da vuelta la historia y vuelve a colocar las piezas como venían. El retorno al cauce supone un juego de aceptaciones sobre aviso. Por lo visto, calibra sus cartas y aguarda mis movimientos. Si yo doy un paso en falso, el juego concluye. No hay lugar para insinuaciones torpes. Estamos en el territorio de la metáfora suprema, todo un intercambio de eufemismos que deben condimentarse con pequeñas dosis de traviesa insolencia. Este era el ritmo de la velada; algo parecido al sonido de un saxofón lánguido que se mezcla con las nebulosas azuladas de los cigarrillos y las conversaciones. Sin atropellos, esquivando el lugar común, mis palabras buscan el punto exacto de la detonación subterránea; es una mezcla de ternura y belicosidad que deja paso a ironías juguetonas.

Al rato advierto que las piezas vuelven a juntarse para dar lugar al experimento. Luego del efímero remolino de ocultamientos todo vuelve a aparecer sugerido en cada paso. Cuando salimos del escenario comienzan a quebrarse los últimos cristales helados del simulacro. Mientras caminamos hacia el auto pienso que existe un grado de complicidad en la estrategia lúdica. No sonríe descaradamente ni otorga un tono particular a sus palabras. La mujer se deja llevar como una extraña fiera que tiene conciencia de su fuerza y cree poder liberarse del cazador a su antojo. No comprende. Al principio no visualicé una imagen clara sino espejos que se superponían y multiplicaban nuestros ademanes, pasos y gestos. Sentí que paseaba al filo del abismo. Al encenderse el motor del coche, sin embargo, el resto del mundo quedó en una dimensión aparte. Había algo de fatalidad simple y sin reproches. Yo sigo apegado a las estrictas reglas del experimento. Ya falta poco.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")

lunes, 17 de abril de 2017

Nuevo mundo



NUEVO MUNDO

Era todo medio raro. Me desperté temprano, me duché y luego de afeitarme tomé un desayuno ligero con tostadas, café y jugo de naranja. Al salir a la calle advertí una extrañeza generalizada. Algunas personas transitaban como los zombis de la película de George Romero aunque con menos grandilocuencia. Las personas que caminaban en forma normal, los dejaban atrás y, a veces, los empujaban porque estorbaban en el camino. Cuando entré en el saloncito de la esquina para comprar un agua mineral, había algunos de estos nuevos torpes que agarraban la mercadería y la abrían sin permiso mientras el dueño los apartaba con relativa gentileza y les sacaba los productos de las manos. En medio de todo ese lío, puede pagar mi bebida y salí dando saltos porque, en la puerta, una mujer se había tirado al piso para comer un alfajor y las migas le caían por todo el vestido.

Mientras caminaba hacia la parada, vi el holograma de uno de los vecinos que iba en pijama con su bicicleta rumbo al trabajo para que no le descontaran el día. Por lo general, los patrones y autoridades siempre aparecían en hologramas dentro de la empresa y sólo se dirigían a nosotros cuando tenían que formularnos algún pedido. Otro de los vecinos que pasaba en moto me dio un aventón hasta la oficina mientras esquivaba a algunos de estos presuntos retardados y los puteaba de lo lindo sin que nadie se diera vuelta para contestar. Cuando llegamos, le agradecí el viaje y me metí en el edificio aunque me equivoqué de piso y el ascensor me abrió en un lugar donde decenas de mujeres vestidas con un atuendo color amarillo rabioso me acosaron con folletos. La puerta del ascensor se cerró y quede atrapado en esa nube color huevo que repetía discursos en forma mecánica sin que se les desdibujara una sonrisa que parecía sacada de un aviso de pasta dental. Estuve un buen rato esquivando mujeres prepotentes hasta que decidí continuar por las escaleras porque aguardar el ascensor impresionaba como una espera insufrible en medio de tantas promotoras robotizadas. Al principio me pareció una buena idea pero al rato de trepar escalones comprendí que el problema no se solucionaba tan fácil ya que algunas de esas chicas yellow me perseguían insolentemente. Después de sentir sus tacones pateando peldaños las encaré con desagrado y logré deshacerme de ellas. A cambio de mi libertad me quedé con unos catálogos que arrugué de forma concienzuda en el bolsillo del saco.

Más tarde ya estaba en mi escritorio y revisaba papeles mientras miraba por la ventana. Enfrente, en un edificio descascarado, otro empleado parecido a mí jugueteaba con su lapicera y hablaba por teléfono. Nuestras miradas se cruzaron un instante y el hombre pareció sorprendido. Quise saludarlo pero me contuve en un amague imperceptible. Preferí dedicarme a realizar mis propias llamadas y busqué el fichero. No estaba. Tampoco encontré unos documentos que había guardado en el escritorio ni el envase para la vianda que conservaba en uno de los cajones. Mientras rebuscaba en mi despacho eché un nuevo vistazo al empleado vecino y advertí que había abierto la ventana y tiraba una cantidad importante de papeles al vacío. Algunas de esas carpetas que tiraba se parecían a las que yo estaba buscando pero supuse que la presunta similitud que le encontraba tenía que ver con mi ansiedad por hallar la documentación.

Al cabo de un rato sonó el teléfono. Cuando atendí y pregunté quién era me contestó una voz grave. –Tengo problemas con mi computadora– dijo la voz por teléfono.

–Equivocado– contesté y colgué.

Casi en el mismo instante que colgaba me pareció reconocer la voz o, mejor dicho, imaginarme esa voz en la cara del empleado que tiraba hojas por la ventana. La abrí nuevamente y lo observé. Estaba con el teléfono en la mano. Cuando le hice señas cerró las cortinas de su despacho.

Hace dos horas que estoy leyendo expedientes. Ni siquiera he tomado café o jugos. He comenzado a sentir una inquietud interna. La necesidad de salir disparado de mi oficina hacia la calle. Me tranca la posibilidad de encontrarme con las mujeres amarillentas o los zombis light. Hasta prefiero hablar con un holograma. Pero el deseo se consolida. Comienzo a guardar las cosas muy despacio. Hago tiempo como para fortalecer mi decisión de irme y, poco después, apago las luces y salgo. El corredor está en penumbras por lo que acelero mi paso hasta el ascensor. Pulso el llamador y aguardo. Nada. Bajo por las escaleras, llego a planta baja, salgo del edificio y cruzo la calle. Las oficinas que están enfrente a mi trabajo se parecen bastante al lugar donde yo marco tarjeta. Ingreso al hall y me dirijo a portería.

El encargado está empujando a unos torpes adentro del ascensor y, cuando lo llamo, se acerca casi en puntas de pie y pregunta: –¿Señor?–

–Hay un empleado que tiró hojas por la ventana– digo en forma vacilante.

–Sí, ya las recogí. ¿Las quiere? La pregunta me descoloca.

–Bueno, no sé…– empiezo a decir.

–Las tengo en una carpeta amarilla. Es una linda carpeta. –Se dirige al mostrador y la saca mientras mira desconfiado para todos lados. –No puedo hablar mucho, tengo el holograma del dueño del edificio dando vueltas.

Tomo la carpeta y regreso a mi casa mirando para todos lados. Al otro día me despierto intranquilo. Creo haber dejado la carpeta amarilla en la mesa pero no la encuentro. Cuando suena el teléfono estoy cepillándome los dientes, me enjuago rápido y atiendo. Del otro lado suena una musiquita por lo que espero que hablen. Nadie da señales de vida y cuelgo. Al rato vuelve a sonar pero dejo que el llamado siga repitiéndose como un eco por toda la habitación. No se por qué pero estoy seguro que me llaman por la carpeta. Después de un rato de estar buscando los dichosos papeles desisto y vuelvo a mi rutina. Esta vez viajo sin contratiempos mientras escucho música con los auriculares.

En la oficina cuelgo mi abrigo en la percha y comienzo a conectar la computadora, enciendo el aire acondicionado y ordeno la documentación. Hay expedientes de colores verdes y rosas. Todos poseen una numeración específica y una carátula donde se titulariza la causa. Hay momentos que verlos desparramados por el despacho me agobia. Cada vez que suena el teléfono pienso que es alguien que me reclamará la carpeta pero el tema no aparece en la voz de mis interlocutores. Solo la rutina de todos los días entre tazas de café y galletas secas. Se me ocurre que los documentos no pueden ser tan importantes si el hombre los tiró por la ventana. Lo que no comprendo es la razón por la que el portero los haya recogido. Termino de ordenar el despacho y bajo por las escalera. Cuando voy a cruzar la calle comienza a llover y pego una corrida apresurada hasta el edificio de enfrente. Al ingresar, el portero ha desaparecido y me encuentro con esos personajes medio sonámbulos y torpes que aprietan todos los botones del ascensor. Al verme, comienzan a subir por la escalera tropezando en cada escalón como si estuvieran borrachos. Me fijo en recepción y no encuentro a nadie que pueda informarme sobre el portero por lo que decido aguardar el maldito ascensor que ha comenzado a parar en todos los pisos. Cuando por fin llega a planta baja, ingreso y pulso el número del piso donde estaba la persona que tiró todo por la ventana del edificio. Antes que las puertas se cierren, el portero aparece de la nada y me hace señas que no suba pero ya es tarde. Al llegar encuentro todo apagado y en silencio. No se advierte que alguien esté trabajando o –simplemente– durmiendo la siesta con los pies apoyados en el escritorio. Un silencio de esos que los escritores llaman “sepulcral” invade la escena por lo que decido a golpear en todos lados a ver si alguien me atiende. Por el piso hay tirados folletos de esos que repartían las promotoras. Al mirar por las ventanas, observo que la lluvia ha arreciado y prácticamente parece haberse convertido en un temporal de magnitud. El día se ha transformado en una uniforme masa gris y húmeda que deja caer un chaparrón pesado sobre la ciudad. Nadie atiende así que ingreso en una oficina cualquiera. No hay nadie por lo que se me ocurre prender una computadora y buscar datos en Internet que me puedan dar algún tipo de información. Luego de varios intentos me da la impresión que algo anda mal; de casualidad miro por la ventana y veo a un desconocido en mi oficina de enfrente. Me resulta incómodo y engorroso. Lo llamo por teléfono al número de mi despacho y, al atender, le recrimino que la computadora no funciona pero se atiene a decirme que estoy equivocado y me cuelga. Furioso, abro la ventana y comienzo a tirar toda la documentación al vacío, incluyendo el teléfono. Al rato, una modorra extraña me invade y pierdo motricidad, se me caen las cosas. Me pongo torpe y transparente como un holograma.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")

domingo, 9 de abril de 2017

Pobre diablo



POBRE DIABLO

Hace mucho tiempo que decidí continuar el viaje solo. Cuando en una rueda nocturna surge el tema de otra vida después de esta vida, argumento que dios existe solamente en el arte. Postulo que su mejor grado de expresión está en la imaginería de los creadores que le dieron existencia. A veces subrayo la posibilidad que la misma fe de estos artistas es la que ha logrado que dios haga acto de presencia en sus creaciones. Mis lecturas me permiten hablar de buenos ejemplos que incluyen a Dante o Thorton Wilder. Tengo claro que el escepticismo de Borges también pudo ser una búsqueda desesperada de la divinidad; que creó sus milagros secretos para obtener una segunda oportunidad al igual que Jaromir Hladik. (Creo posible que haya buscado una nueva luz para sus ojos ciegos entre las ruinas, laberintos circulares y versiones tramposas de Judas). Asimismo comparto su posición sobre la inmortalidad cuando afirmó que todas las criaturas –menos el hombre– son inmortales porque ignoran la muerte. Recuerdo haber leído ese pasaje donde señala que “lo terrible e incomprensible es saberse inmortal”. Es cierto. Para muchos, sin embargo, la proximidad de la muerte resta sentido a todo lo que les rodea y cualquiera estaría dispuesto a comer del fruto prohibido porque ya se sabe que la serpiente dijo a la mujer: “no moriréis”. Pero la verdad es que esa especie de suspensión animada en el tiempo puede ser la verdadera condena del pecador. La gente, de todos modos, continúa buscando la fuente de la eterna juventud, quiere transformarse en infinita y permanente. Quiere ser y estar for ever. Me hace gracia.

Yo no quiero hablar de mi castigo ni explicar nada. Lo hecho, hecho está y el precio ha sido alto. Quizás lo peor de todo sean las pesadillas eternas que me recuerdan fragancias y colores perdidos para siempre. (Amanece y abro la ventana pero el sol eclipsa, me esconde su luz, despierto gritando, rodeado por el poderoso perfume de primavera que se disipa inmediatamente en la obscuridad. El resto es nada como la noche misma que me cobija). Estoy condenado. Muchos han muerto y caído en desgracia por mi culpa; hace tiempo que dejé de vanagloriarme de mis atrocidades. Pero alguna de ellas están escritas en el basurero de la historia aunque no me identifican plenamente. Deambulo en las penumbras del mundo sin que me descubran y me alimento de sueños imposibles de alcanzar. Podría decirse que soy un ser abominable.

Aquí, en otros tiempos empuñé cuchillos salvajes contra los patriotas. He cometido el peor de los pecados; he sido un traidor y un homicida sin remedio. Ahora sigo contaminando el aire pero la gente no quiere creer en mí. Por eso aprovecho su ingenuidad para esconderme en las sombras y derrotarlos. Desde el Año Terrible he aprendido a coexistir con mi dolor, sin mirar atrás. He saqueado en nombre de la ley y el orden, amparado por los déspotas que me apoyaron. No tengo nada que perder y he aprovechado esa ventaja miserable para destruir a los que alguna vez fueron mis semejantes. En ese entonces, escalé las cimas de los poderosos con facilidad. Quizás mis cómplices advirtieron esa falta de bondad en mi sonrisa; es probable que hayan captado el frío demencial de mi mirada o mi total falta de remordimientos y supieran, desde un primer instante, que podían encomendarme las acciones más viles. Yo obedecí todas sus órdenes sin titubear, por supuesto. Mientras devoraba el espíritu de mis víctimas, he torturado frenéticamente, sin sentir culpa. Nada me ha importado, nada me importa. Sólo la tregua del descanso me interesa, esa evasión del retiro que alguna pesadilla luminosa despedaza de vez en cuando. Pero ese es otro tema.

Una de las primeras misiones que me encomendó el coronel tuvo que ver con zonas limítrofes y contrabando de ganado. Supe dirigir el asunto con precisión sangrienta y resultó la primera carta que gané frente a los prepotentes de turno. Algunas de las víctimas, al parecer, tenían vinculaciones con los desterrados y eso aumentó mi triunfo en los recovecos palaciegos. Luego continuó una matanza sin mayores disimulos; fue una carnicería organizada que dependió casi exclusivamente de mi voluntad suprema y se completó exitosamente. Al principio, no fue fácil. Tuve que organizar los grupos de vigilancia y represión para contrarrestar el desorden de la campaña y elegir cada uno de los comisarios departamentales leales a mi autoridad. Eso me permitió controlar fronteras y estar al tanto de todo lo que entraba y salía del país. Después mi poder llegó a sobrepasar algunas esferas y hasta participé en algún atentado en donde quedó evidenciada mi impunidad. Siempre he sido intocable. Esto me ha permitido jugar en todos los campos que he deseado: he quebrado instituciones bancarias y hasta participé en el asesinato de un presidente al pie de la Catedral. He hecho de todo y he visto todo. He presenciado un ataúd navegando por la calle Zabala en medio de una inundación, sentí el calor de las llamas que incendiaron Paysandú y vi morir a un legislador batiéndose a duelo en el Parque Central. Fui testigo del balazo en el corazón que se pegó un ex presidente a raíz de una confabulación en la que yo había participado y también he visto a otros políticos usando chalecos antibalas para evitar desafueros dolorosos. Nada me ha sido ajeno. He vivido procesos en donde los dictadores han jugado con la Constitución y pude observar varios saludos nazis cuando enterraban soldados alemanes en el cementerio. Todo esto ha ocurrido aquí donde el destino me ha traído. He permitido que la policía acribillara un delincuente a sangre fría en un rancho de Nuevo París, dado el visto bueno para que los guardaespaldas de un ministro robaran dólares en negro de su caja fuerte y tomado nota de los levantamientos cuarteleros que derrocaron gobiernos. (No deja de sorprenderme la facilidad con que los nativos de estas latitudes relativizan cualquier tipo de desastre a través del doble discurso). Yo mismo he encubierto catástrofes para evitar el desprestigio de algún político maricón y hasta le busqué la vuelta para que un motín carcelero se convirtiera en proceso inicial de la inauguración de un shopping center. He saqueado sin problemas usufructuando sofisticados recursos técnicos, apoyando golpes de estado y amparándome en medidas de seguridad o declaraciones de guerra interna. A veces alcanzó con intercalar una palabrota en un clasificado para que clausuraran un diario durante diez días. Cuando se hizo necesario un poco más de fuerza, incentivé levantamientos armados, hice que el ejército copara la Ciudad Vieja y ayudé a redactar algunos comunicados que se irradiaron con marchas militares como telón de fondo. Todo es cuestión de adaptarse. El tiempo ha transcurrido y yo permanezco; sigo siempre en este rincón aunque ahora también me dedico a los negocios, mediando alguna que otra licitación. Soy un pobre diablo ubicado en un escalafón que, por estos pagos, califican de tercer mundo. Pero ya me he acostumbrado y en cuanto a los malos sueños, los somníferos ayudan.
("La revancha y otros cuentos". Editorial "Yaugurú")

 

 

 

 

sábado, 8 de abril de 2017

Soñar



SOÑAR

Por arte de magia, el mundo se congela como una imagen detenida en stop. Las personas quedan estáticas en el momento del milagro. Con sus muecas, sonrisas y llantos. Todo se detiene menos yo. Entonces recorro la calle despaciosamente y entro en los shoppings, los supermercados y los negocios donde venden electrodomésticos. Lo que toco, funciona. Escucho un cd, como una manzana y me pruebo una camisa. Luego salgo y me detengo en inspeccionar algún rostro, un gesto aislado, cierta actitud curiosa. Lo hago sin prisa aunque el tiempo sigue corriendo para mí. Veo a una pareja en el instante decisivo de la separación; un anciano desconfiando al dar el primer paso para cruzar la calle y un par de niños amagando el pelotazo en la canchita de fútbol. Para divertirme, a veces hago apariciones fantasmales. Me planto frente a una persona en medio del bosque. Me integro a la realidad que se mueve y me voy instantáneamente. Me esfumo. La gente no entiende, entra en pánico y sale corriendo a todo vapor. Cuando juego con esto, reaparezco y me oculto lejos para observar la estampida en panorámica. La gente se altera pero el planeta no cambia ni se conmociona. Es un ámbito sereno. No hace frío ni calor. Tampoco sopla el viento. Es la calma chicha del limbo. Me paso caminando de un lado a otro pero evito mirar el mar. Me asusta verlo quieto. Muchas veces, cuando he agotado mis opciones, me devuelvo otra vez a la realidad en vivo. Las personas continúan su proceso a partir del exacto punto en que estaban suspendidas. Es como apretar play. Todo sigue como si nada. Yo también continúo sin contarle mi secreto a nadie. Es imposible que me crean a pesar que jamás podrían encerrarme en un manicomio. Pero estos pensamientos no me interesan. Todavía tengo mucho por hacer. Estoy preparando un viaje en permanente stand-by. Sin treguas ni retornos. Un mundo sin gritos, sin violencia. Una expedición a ese lugar poblado de soledades sin discurso en donde todo está tranquilo. Un periplo al que le puedo agregar la banda sonora que desee y seguir marchando. Nadie me encontrará nunca. Habré desaparecido en esa fisura del microsegundo apretado entre antes y después. Solo que no habrá después de este lado. Continuaré en la brecha de esa dimensión personal. El microuniverso perfecto. Una existencia placentera sin urgencias ni presiones. Un espacio ideal para descansar. Un planeta detenido en la instantaneidad que no le puede hacer mal a nadie. El mejor de los mundos posibles.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")

 

 

 

viernes, 7 de abril de 2017

Iracema



 

IRACEMA

En mi barrio el único que no tiene miedo de subir hasta la punta del árbol soy yo. Me gusta treparme hasta ahí porque se respira distinto. Parece que el olor de las canaletas y la fábrica no llegara hasta arriba

Claro que si ni madre me viera me daría una soberana paliza, como ella dice. Pero yo no sé qué quiere decir “soberana” y además ella me pega muy poco. La vez que rompí el único pantalón nuevo que tenía me dio con la zapatilla pero no me dolió mucho.

Siempre dice que le va a contar a papá, que ya no sabe qué hacer conmigo pero cuando llega él y ella se pone a gritar, mi padre dice que está muy cansado, que no tiene ganas de discutir y ahí se termina el problema. El hijo del almacenero una vez se quiso hacer el guapo delante de Iracema y dijo que él también subía al árbol. Pero a la mitad se asustó y se fue bajando despacito mientras yo me reía bien fuerte para que Iracema se diera cuenta que el almacenero era un maricón y un mentiroso. Mi madre siempre le comenta a mi padre que “los del almacén son unos asaltantes” pero a mí me gustaba gritarle maricón porque así se ponía todo colorado y era más cómico. Pero Iracema no se reía conmigo. Ella era muy rara, casi nunca se reía pero a mí me gustaba igual aunque siempre estuviera seria, no como las mellizas de la otra cuadra que se pasan riendo por cualquier pavada. Una vez el pecoso le gritó “flaca tres cuartos de cogote” pero yo le pegué flor de trompada y no la molestó más. Me acuerdo que ese día ella me miró con ojos tristes y bajó la cabeza como si le diera vergüenza.

En la escuela, a veces, me tiraban papelitos en donde escribían mi nombre y el de ella con corazones y flechitas. O me gritaban cosas en el recreo y yo los corría por todo el patio hasta que la maestra me ponía en penitencia. Cuando podía, la acompañaba a la salida. Algunos me hacían burla pero yo no los miraba; solamente sonreía, muerto de rabia y le contaba cosas a Iracema. Nunca pude entrar en su casa. Siempre me quedaba en la reja cubierta de yuyos hasta que ella desaparecía. Los padres eran muy malos. Hasta el día de hoy mi madre les sigue teniendo miedo. Me acuerdo una vez que no podía dormir porque había mucho ruido, que quería llamar a la policía y mi padre le dijo que “no se metiera en líos por esos macumberos”. Al otro día yo le pregunté a mamá qué quería decir “macumbero” y me dijo que no era cosa de chiquilines, que dónde había escuchado eso y que no jugara más con Iracema porque me iba a dar una soberana paliza.

Yo igual seguía jugando con ella aunque tampoco me gustaban los padres de Iracema, siempre la venían a buscar temprano y cuando había visitas no la dejaban salir en todo el día. Recuerdo aquella vez que el padre la esperaba a la salida de la escuela; Iracema se puso a llorar y a mí me dio mucha rabia no ser grande y fuerte para pegarle a ese señor que la llevaba del brazo. Iracema no lloraba fuerte. Apenas le brotaban unas lágrimas que se tragaba despacito. Pero yo la vi y ella, al darse cuenta que la miraba, se cubrió el rostro.

Cuando ella faltaba a la escuela, siempre decían que estaba enferma. Yo tenía miedo que se muriera pero no quería decírselo a nadie y apretaba bien fuerte una medallita que ella me había regalado, pidiendo que no le pasara nada. Me acuerdo siempre de una vez que apareció en la escuela más delgada que nunca. En el comedor tragaba ligero y yo le di mi merienda. Ella no quería pero yo insistí y, luego de aceptar, me dijo que cuando pudiera me iba a regalar algo lindo. A veces ella traía velas de colores y cuando se derretían nos manchaban los dedos de rojo y amarillo pero no servía como la plasticina de la escuela porque se partía. Y cuando me dio la medallita yo estaba loco de alegría. Le prometí que no se lo iba a contar a nadie y ella me dijo que la tuviera siempre para ayudarme.

Y ahora que me acuerdo de aquella noche agarro bien la medallita. Los vecinos vinieron corriendo. Dijeron que habían hecho la denuncia y que la policía había encontrado algo espantoso. En la calle gritaban cosas. Mamá me encerró en el baño porque yo quería salir y ahí, muerto de miedo, escuchaba las sirenas y las voces de la gente del asentamiento. Y yo solo, prendido a la medallita, miraba la luz chiquita que entraba por una rendija. Mi padre estaba serio cuando regresó. Mamá decía que “había que matarlos a todos”, que ya le habían dicho que “eran un peligro”. Me acostaron con evasivas y sonrisas que le quedaban como pintadas en la cara. Me dormí muy de madrugada y tuve una pesadilla en donde veía otra vez a Iracema llorando. De mañana mamá insistió en levarme a la escuela y, de lejos, vi que en la casa de Iracema había un policía parado en la puerta. Me dijeron que los padres de Iracema habían salido en los diarios, que estaban presos y que a ella se la habían llevado a un albergue muy lejos y que no la íbamos a ver nunca más

¡Mentiras, son todas mentiras! Yo sé que Iracema no está en el albergue. Todas las noches prendo las velas que ella me regalaba y le pido a la medalla para que venga a jugar conmigo. A veces mis padres aparecen por ahí o vienen a ver si estoy durmiendo y yo escondo todo y me quedo sin verla. Pero otras veces, cuando siento que están acostados, cuando papá cierra la puerta y pone la radio bien alto, entonces yo la veo en la pieza. Sale de la pared como un globo de abajo del agua y nos reímos juntos. Entonces me parece estar otra vez en la punta del árbol respirando un aire distinto y mirando a todos como un gigante bueno.

Hasta que el canto de un gallo perdido la borra del cuarto y yo me duermo pensando en ella.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")