EL
EXPERIMENTO
Cruzo
la calle con desgano. Mis pasos me llevan, sin demasiada convicción, hasta el
bar. Me arrimo al mostrador y pido una copa. Me sirven el trago con
indiferencia, casi sin molestarse en mirarme, como si el hecho de beber fuera
un acto solitario que no merece palabras. El hombre que me atiende no demora en
correrse hasta la otra punta. Allí sirve a nuevos parroquianos sin saber qué
tipo de ausencia estará anestesiando. Lo suyo es práctico y no merecería mayor
análisis. Sin embargo no puedo dejar de pensar en el reducido mundo que habita;
un desprolijo territorio de tránsito donde los vasos, la cafetera y las sillas
estropeadas cumplen funciones de referencia. Ni siquiera falta la foto
desteñida de un cuadro de barrio y un extraño banderín local. Todo aporta su
pequeño perfil. En la atmósfera del bar, hasta la radio proporciona un sello
identificatorio a través de cierto simulacro de orquesta que defiende, como
puede, a un cantante desafinado. Otro tipo de música no tendría sentido en el
entorno. Hay algo de disco rayado que se expande por el ambiente. Esa música
gastada sintoniza con el lugar. Como una especie de contagio que cobra forma en
las mesas, los pocillos y las manos arrugadas. Hay una armonía decadente que
prolonga el estado de las cosas y las lleva a su punto exacto. Este universo
cerrado se fusiona y retroalimenta; existe una compatibilidad que prosigue en
la ropa de los borrachos y sus historias ridículas. Nadie puede imaginar la
extraña misericordia que siento por estos infelices; son descartables como un
envase de plástico. Observo a uno con las mejillas encendidas por el alcohol y
una psoriasis que comienza a desbordarlo. Tiene las uñas sucias y bebe mucho.
Me molesta pero no estoy seguro de poder integrarlo al experimento. Freno el
impulso y bebo otro trago
Empiezo
a sentirme contaminado por una suerte de polución ambiental. El hedor del baño
y las toses de los fumadores parecen conformar la verdadera esencia del ámbito.
Todos los detalles se acomodan: desde un tubo lux mugriento hasta la vitrina
que encierra un par de bizcochos, forman parte de la postal. El tufo avinagrado
de la resignación es verdaderamente sofocante y comienzo a dudar de algún
resultado posible. La suerte parece no ayudarme en esta ocasión a pesar de
sentir la adrenalina. Estoy al acecho, bebo un pequeño sorbo y me recorre un
chispazo. Todavía no alcanzo a sentir mayor efecto y, sin embargo, me apresuro
a ingresar al cuarto de baño. Tengo preparado algo que puede entusiasmarme. Me
encierro y orino. Luego saco el polvo que coloco al costado de la mano, entre
el pulgar y el índice. Lo aspiro con rabia por estar perdiendo la noche en este
basurero humano y me refresco inmediatamente. Vuelvo a repetir la operación y
sigo cargando baterías. Salgo del baño y retomo contacto visual con el
individuo de las uñas sucias. Me resulta más insoportable que antes y pienso en
abandonar. Todavía puedo estar a tiempo. Al cruzar el bar tropiezo con un
borracho y lo empujo levemente, como quitándome una pelusa del saco, para continuar
caminando hacia la puerta.
Subo
al auto luego de desconectar la alarma, pongo el aire acondicionado y siento
que todo funciona como una coraza que me protege del exterior. Al arrancar, ese
afuera sucio y triste queda lejos. Conecto la frecuencia modulada y la música
acapara el espacio con un sonido pleno de cuerdas y percusiones.
Entonces
recuerdo a las prostitutas. Eso me produce una sensación de bienestar que me
recorre el pecho como un relámpago dulce. Puedo continuar el experimento por
avenidas y ramblas, transitando calles donde las mujeres se ofrecen en las
esquinas como maniquíes alertas. Sin embargo decido torcer el rumbo y enfilar a
un pub con música y bebidas para gente solitaria. Llego rápido, estaciono e
ingreso en otro universo de realidades. Al poco rato ya estoy frente a la barra
y pido un trago. Bebo la copa muy despacio dejando circular el líquido
lentamente por el paladar. Noto su trayectoria en mi cuerpo como un río
secreto. Una mujer a mi costado bosteza y le sonrío. Lleva un vestido oscuro y
ajustado y sus ojos denotan una energía especial. Empiezo a dialogar con ella
aunque, en realidad, habla poco. Yo dejo rondar la música mientras
intercambiamos frases breves porque el verdadero discurso corre por las miradas
y el experimento sigue en marcha. En algún momento pienso que su intensidad
puede sofocarme pero gradualmente la batalla se hace pareja y ella nota la
pérdida de terreno. Ese descubrimiento comienza a debilitarla mientras yo
fabrico mis pausas para incorporar demoras, recorrer su cabello como
desordenándolo y sonreír apretadamente en el límite de un tiempo muerto.
La
noche está de mi lado como un as en la manga. Ante un gesto mío –sutil, casi
inexistente–, el mozo vuelve a llenar los vasos. La bebida, sin embargo, no la
embota. En realidad parece despertarle sensaciones un poco desmanteladas que
van reorganizándose con nueva fuerza. Comentamos gustos musicales. Noto una
aureola, un punto luminoso que marca su condición de conocedora de las reglas
del juego. Me impresiona como una luz amarilla que se enciende en mi cerebro.
Falsa alarma, por suerte. Comienzo, entonces, a llevar las palabras en una
dirección premeditada y, por momentos, ella me da vuelta la historia y vuelve a
colocar las piezas como venían. El retorno al cauce supone un juego de
aceptaciones sobre aviso. Por lo visto, calibra sus cartas y aguarda mis
movimientos. Si yo doy un paso en falso, el juego concluye. No hay lugar para
insinuaciones torpes. Estamos en el territorio de la metáfora suprema, todo un
intercambio de eufemismos que deben condimentarse con pequeñas dosis de
traviesa insolencia. Este era el ritmo de la velada; algo parecido al sonido de
un saxofón lánguido que se mezcla con las nebulosas azuladas de los cigarrillos
y las conversaciones. Sin atropellos, esquivando el lugar común, mis palabras
buscan el punto exacto de la detonación subterránea; es una mezcla de ternura y
belicosidad que deja paso a ironías juguetonas.
Al
rato advierto que las piezas vuelven a juntarse para dar lugar al experimento.
Luego del efímero remolino de ocultamientos todo vuelve a aparecer sugerido en
cada paso. Cuando salimos del escenario comienzan a quebrarse los últimos
cristales helados del simulacro. Mientras caminamos hacia el auto pienso que
existe un grado de complicidad en la estrategia lúdica. No sonríe
descaradamente ni otorga un tono particular a sus palabras. La mujer se deja
llevar como una extraña fiera que tiene conciencia de su fuerza y cree poder
liberarse del cazador a su antojo. No comprende. Al principio no visualicé una
imagen clara sino espejos que se superponían y multiplicaban nuestros ademanes,
pasos y gestos. Sentí que paseaba al filo del abismo. Al encenderse el motor
del coche, sin embargo, el resto del mundo quedó en una dimensión aparte. Había
algo de fatalidad simple y sin reproches. Yo sigo apegado a las estrictas
reglas del experimento. Ya falta poco.
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")