martes, 16 de mayo de 2017

Tercera noche


TERCERA NOCHE

La camioneta frena. ¡Es acá, por ese camino! El móvil se aleja de la carretera. ¿Estás seguro que las llaves sirven?, pregunta Raúl. Por supuesto, esta es la llave del portón y esta otra la de la puerta principal. No hay ningún problema, dice Joaquín. ¿Y le dijiste a tu tío que veníamos? El motor delata un viraje forzado. Sí, el fin de semana. Ya sabe. Inmensa, la casona espera con su techo a dos aguas y las paredes sólidas. El jardín ocupa considerable espacio. Hay sauces llorones y algún estanque sin peces. Al fondo, se presiente un bosque. ¡Qué pocas casas por la zona!, dice Daniel con cara de preocupación. No pasa nada, dice Joaquín. Claro, dice Alfredo. Los bolsos, agarren los bolsos, dice Raúl. Adentro mi tío tiene una escopeta de caño recortado, dice Joaquín. La puerta se abre. Esperen un poco, voy a ajustar los tapones. Los pasos de Joaquín se pierden. Al rato, la luz. La sala de estar es amplia y está alfombrada. Hay varias sillas, algunas rotas. La mesa tiene un florero horrible y la chimenea exhibe los bordes renegridos. Hay cuadros con imágenes de barcos y toreros. Vengan por acá, así dejamos las cosas. ¿Dónde está el baño?, pregunta Daniel.

Alfredo acomoda el asado. El tiraje anda bien. ¿Falta mucho?, pregunta Raúl. Ya va a estar, contesta Daniel. La noche es calurosa y el resplandor del fuego pinta de rojo los rostros de Joaquín y Alfredo. Los cuatro jóvenes beben cerveza y prenden los cigarros con trozos de brasas. Uno de ellos orina las plantas. Mas tarde, algunas tiras agonizan en la parrilla. Un hilo de humo se pierde en la oscuridad. Hay dos o tres envases desparramados por el suelo. Una taza de café aparece repleta de colillas y cáscaras de naranja. Alfredo escupe semillas. ¿Jugamos a las cartas?, propone luego de eructar. Daniel va hasta la puerta del dormitorio y busca entre las mochilas. El que pierde lava los platos, dice Joaquín. ¿No queda más cerveza? Se sientan y reparten los naipes. El juego dura muy poco. Pierden Alfredo y Joaquín pero rehúsan limpiar las cosas. Hicieron trampa, argumenta Alfredo. ¡A lavar!, ordena Raúl. ¡Mierda, no lavo nada! Las risas aumentan y Joaquín se enfurece. Que mal perdedor, dice Daniel. Queda todo a la intemperie. Las moscas copan la escena mientras la luz del fuego se apaga. Entran al dormitorio, chico y rústico. Las camas marineras intentan disimular la falta de espacio. ¡La cama de arriba para mí! ¡Los que perdieron duermen abajo! Alfredo comienza a tirar los bolsos al piso. ¡Carajo, la ropa!, dice Raúl. Una almohada vuela hasta la cabeza de Daniel. Joaquín saca las sábanas de las cuchetas y las tira al pasillo. Yo voy al suelo pero ustedes duermen sin sábanas, dice mientras bebe cerveza del pico de la botella. Alfredo se pone a golpear una lata. Alguien prende la radio a todo volumen. ¡Puta madre! Raúl no consigue que se callen. Armamos un baile acá, dice Alfredo. No porque después Daniel se pone mimoso, dice Joaquín. ¡Daniel, tengo un negocio entre manos para vos!, dice Alfredo apretándose los testículos.

Joaquín queda durmiendo bajo la ventana del dormitorio, en el suelo. Alfredo y Raúl están en las camas de arriba. Daniel se cepilla los dientes en el baño del pasillo. Al terminar da un rodeo y sale fuera de la casa. En el fondo hay un balde y la canilla aparece al costado de una planta destrozada por las hormigas. Logra abrir el grifo y llena silenciosamente el recipiente. Al rato nadie sabe bien qué pasa. Primero un chasquido y una explosión blanda. Después las puteadas de Joaquín y unas carcajadas que se ahogan en el patio. ¿Qué es esto?, pregunta Raúl. ¡Me empaparon!, ¿Quién anda ahí?, pregunta furioso Joaquín. Luego agarra un vaso y lo tira por la ventana pero se rompe muy lejos de Daniel. Mala puntería, dice Daniel. Joaquín sale corriendo por el pasillo. Alfredo grita algo mientras tira una mochila sobre Raúl. Este lo esquiva y sale del dormitorio en busca de Joaquín pero algo zumba por encima de su cabeza y se estrella contra la pared. Alfredo toma unas naranjas y continúa el fuego. Raúl atina a correr hasta el baño. ¡Hoy no duerme nadie!, grita Joaquín. Alfredo corre por el pasillo y casi inmediatamente se apaga la luz de la cocina. Los tapones, aflojaron los tapones, piensa Raúl. La luna ilumina débilmente a través de la ventana. Una pequeña escalera conduce al altillo. Raúl corre hacia allí pero tropieza con un banco. Al caer escucha las risotadas de Alfredo. ¿Adónde vas? Raúl siente una puntada fuerte en la rodilla, logra agarrar una naranja ya machucada por algún impacto y la tira en dirección a la voz, sin acertar. Luego retoma la huida hacia la escalera. Hay un silencio total. Todo el mundo queda agazapado en su escondite. Raúl siente su corazón y teme que alguien pueda escuchar sus latidos. En ese instante Alfredo y Joaquín atrapan a Daniel. Han doblado revistas como garrotes y le pegan en la cabeza. Daniel grita desesperado. Lo tiran al suelo y le ponen las rodillas sobre la espalda. Uno de ellos juego a bajarle los pantalones mientras Daniel patalea histérico. Raúl corre hacia ellos y los atropella. Del golpe, Joaquín y Alfredo salen despedidos y chocan contra unas sillas. Tanteando como los ciegos, Daniel y Raúl llegan al borde de la escalera mientras los otros han desaparecido por el pasillo. ¡Tranquilo, Daniel!, grita Raúl. Pero Daniel no se controla. Abraza a Raúl y este lo elude torpemente. ¡Por favor, no me dejes solo!, pide Daniel. Raúl consigue zafarse y empuja blandamente a Daniel hacia un costado. Siente que sus perseguidores se acercan riendo a carcajadas. Daniel tiembla aterrorizado. Nos separamos en la puerta para confundirlos, dice Raúl. Pero Daniel niega con la cabeza. Raúl lo sacude. ¡No quiero, me van a seguir a mí! ¡Pero Daniel, no se ve nada! Raúl siente que el pánico comienza a envenenarlo como si absorbiera la mirada aterrada de Daniel. Vamos, ordena. Corren hacia la puerta, la atraviesan sin detenerse y dividen su trayectoria. Raúl toma hacia la izquierda. Alfredo y Joaquín apenas llegan con algunos impactos de ceniceros y otros objetos que pegan en su espalda o dan contra la pared. Pero no le persiguen, toman el mismo camino que Daniel. Raúl logra ocultarse detrás de un sillón sucio de grasa. Escucha ruidos que parecen venir de todas partes. En el dormitorio se oye claramente la puerta del armario y alguien sale corriendo en esa dirección. ¡Daniel se escondió en el armario, vamos! Alfredo y Joaquín atrapan a Daniel que intentaba huir del refugio. Lo golpean, lo encierran y le pasan llave. Daniel pega patadas pero el gigantesco mueble es compacto como la casona. El olor del antipolillas lo marea, se siente enterrado en vida, un horror claustrofóbico comienza a enloquecerlo. ¿Dónde está Raúl?, pregunta Alfredo. Raúl siente que el pulso se le acelera, la adrenalina lo inunda. No sabe bien donde está, un golpe de humedad y encierro se le cuela por la nariz. Paquetes, cañas de pescar, bidones. No acierta a moverse sin tropezar con algo. Se encuentra confundido, intenta revivir en su mente la estructura de la casona pero fracasa. Al sentirse solo se incorpora, choca con algún mueble derribado y tantea con los brazos extendidos sin encontrar una salida. A lo lejos se escuchan los alaridos de Daniel. Luego de algunos minutos que el miedo ha dilatado, Raúl siente una brisa fresca que golpea en su cuerpo sudoroso. Una ventana abierta. Afuera la luna parece flotar en el cielo triste, las cortinas inflamadas por el viento son brazos que llaman. Raúl se arrastra, saca la cabeza por la ventana y la noche lo recibe como un visitante querido. Salta al exterior. Fuera de la casona, la noche es acogedora. Raúl sale de esa otra noche de pesadilla para internarse en la sombra protectora que lo estimula. Ve la camioneta a un costado, el estanque desnudo, los sauces y, a lo lejos, la carretera. Se detiene titubeando. Su mente ha retenido la imagen de Daniel y sus lágrimas. Todo esto le produce una sensación vaga, confusa. Escucha nuevos gritos que lo estremecen. Se detiene. Su corazón todavía golpea pero se siente solidario. Se considera fraternalmente necesario y regresa, esta vez, por la puerta. Siente ruido de cristales que se rompen y carcajadas perdidas que retumban en la oscuridad. Sigue sin detenerse y corre hacia el dormitorio. Nadie lo alcanza. Llega a la pieza y entra.

Abre la puerta del armario y alcanza a ver el rostro lloroso de Daniel, sus ojos enloquecidos y una escopeta negra, inmensa, rematada en dos agujeros profundos. La detonación parece eterna, se mezcla con el grito salvaje y de sorpresa que lanza Daniel mirándolo sin comprender. Raúl tampoco comprende, la luz que ha salido de los caños le ha trepado por el pecho, se ha internado en su cuerpo y lo sumerge en un remolino. Ha regresado para internarse, ahora sí, en la tercera noche, definitiva y última.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú"


 

 

 

 

 

martes, 9 de mayo de 2017

Ángel de la guarda


ÁNGEL DE LA GUARDA

No tiene alas ni tampoco se ata el pelo en colita como el de la película de Wenders, es de estatura normal y usa un sombrero parecido al de Carlos Gardel. Se ve que era de esa época. Me olvidé de decir que aparece y desaparece cuando le viene en gana. O sea, no estoy seguro si me acompaña para cuidarme o de puro aburrido nomás. Tampoco lo he visto levitar. En realidad, no flota ni un poquito y eso no deja de ser algo desmoralizador. Yo preferiría que viniera volando de alguna nube y aterrizara cerca de donde me encuentro. Pero lo que en realidad hace el muy sinvergüenza es doblar una esquina en el momento menos pensado o cosas por el estilo. A veces giro sobre mis espaldas y lo pesco mirando de reojo a una chica con minifalda. (En situaciones como ésta es donde me pregunto si de verdad me está acompañando o sale para recordar viejos tiempos). Habla poco, aunque yo tampoco le doy mucha bolilla. Lo que sí he percibido es que parece asombrarse con algunas cosas que ve por la calle, como si descubriera algún cambio notable o se topara con un rostro apenas reconocible por el paso de los años. Yo le he preguntado si por allá arriba no se ve el proceso de lo que ocurre acá abajo pero nunca me queda claro lo que me explica. Me habla sobre “la errónea concepción que se hace el imaginario colectivo sobre estos temas” y no sale de esa ambigüedad. De todas maneras, no importa demasiado. En el fondo me agrada y, si lo que quiere es pasear, que disfrute.

Entre las cosas que le llaman la atención, están los celulares y parece un gato curioso escuchando las musiquitas de los teléfonos y las conversaciones de los usuarios. Yo creo que escucha hasta lo que hablan del otro lado y me parece que se da cuenta que van a llamar antes que suene el aparatito. El resto de la gente no lo ve, obviamente. Solo yo me doy cuenta de su presencia y me causa gracia porque, a veces, está más transparente que otros días o camina pisándose los cordones sueltos de los zapatos sin darse por enterado. Lo que no entiendo es el grado de vigilancia y la calidad del servicio que me dedica. A veces me susurra que tenga cuidado al cruzar la calle pero la verdad es que yo esperaba consejos más solemnes de un ángel de la guarda. Eso me lo puede recomendar cualquier persona, al fin y al cabo. Se lo he dicho. Su respuesta, como siempre, ha sido de lectura abierta: “Nunca se sabe lo que puede pasar”. Otra cosa que debo confesar es que he intentado sacarle fotos, lo que no deja de ser ingenuamente ridículo por varios motivos. Primero: porque se supone que es invisible. Segundo: porque quedo bastante en off side sacando fotografías a una pared, de improvisto, por Dieciocho de Julio. Tercero: porque en algunas oportunidades parece que le estoy sacando la foto a una chiquilina o a un matrimonio que no me conoce y me miran con cara de pocos amigos. Cuarto: porque antes gastaba plata en revelar imágenes absolutamente desenfocadas y parecía que hasta los de la casa de fotografía tenían lástima por cobrarme. Ahora simplemente las borro de la cámara digital.

Otra cosa que he advertido es que hay ciertas transformaciones que le resultan inexplicables. (Una vez pasamos por lo que había sido el diario “El Día” y se quedó mirando las lucecitas de colores un rato largo). En contrapartida, me da la impresión que hay lugares en los que se siente más cómodo, como en el Parque Rodó, por ejemplo. Lo he visto sonreír con el Gusano Loco y con ganas de entrar en el Tren Fantasma como si fuera un niño.

También me he dado cuenta que, últimamente, cada vez lo veo menos. Será que me estoy portando bien y aprendí a cuidarme yo solo. Me da lástima porque no quiero dejarlo sin trabajo y tampoco me gustaría que saliera a custodiar a otro así nomás. Eso de tener un ángel protector te sube la autoestima. Estoy pensando en mandarme alguna macana a ver si decide darse una vuelta más seguido, aunque no me gustaría que me rezongara. Qué dilema.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")