TERCERA
NOCHE
La
camioneta frena. ¡Es acá, por ese camino! El móvil se aleja de la carretera.
¿Estás seguro que las llaves sirven?, pregunta Raúl. Por supuesto, esta es la
llave del portón y esta otra la de la puerta principal. No hay ningún problema,
dice Joaquín. ¿Y le dijiste a tu tío que veníamos? El motor delata un viraje
forzado. Sí, el fin de semana. Ya sabe. Inmensa, la casona espera con su techo
a dos aguas y las paredes sólidas. El jardín ocupa considerable espacio. Hay
sauces llorones y algún estanque sin peces. Al fondo, se presiente un bosque.
¡Qué pocas casas por la zona!, dice Daniel con cara de preocupación. No pasa
nada, dice Joaquín. Claro, dice Alfredo. Los bolsos, agarren los bolsos, dice
Raúl. Adentro mi tío tiene una escopeta de caño recortado, dice Joaquín. La
puerta se abre. Esperen un poco, voy a ajustar los tapones. Los pasos de
Joaquín se pierden. Al rato, la luz. La sala de estar es amplia y está
alfombrada. Hay varias sillas, algunas rotas. La mesa tiene un florero horrible
y la chimenea exhibe los bordes renegridos. Hay cuadros con imágenes de barcos
y toreros. Vengan por acá, así dejamos las cosas. ¿Dónde está el baño?,
pregunta Daniel.
Alfredo
acomoda el asado. El tiraje anda bien. ¿Falta mucho?, pregunta Raúl. Ya va a
estar, contesta Daniel. La noche es calurosa y el resplandor del fuego pinta de
rojo los rostros de Joaquín y Alfredo. Los cuatro jóvenes beben cerveza y
prenden los cigarros con trozos de brasas. Uno de ellos orina las plantas. Mas
tarde, algunas tiras agonizan en la parrilla. Un hilo de humo se pierde en la
oscuridad. Hay dos o tres envases desparramados por el suelo. Una taza de café
aparece repleta de colillas y cáscaras de naranja. Alfredo escupe semillas.
¿Jugamos a las cartas?, propone luego de eructar. Daniel va hasta la puerta del
dormitorio y busca entre las mochilas. El que pierde lava los platos, dice
Joaquín. ¿No queda más cerveza? Se sientan y reparten los naipes. El juego dura
muy poco. Pierden Alfredo y Joaquín pero rehúsan limpiar las cosas. Hicieron
trampa, argumenta Alfredo. ¡A lavar!, ordena Raúl. ¡Mierda, no lavo nada! Las
risas aumentan y Joaquín se enfurece. Que mal perdedor, dice Daniel. Queda todo
a la intemperie. Las moscas copan la escena mientras la luz del fuego se apaga.
Entran al dormitorio, chico y rústico. Las camas marineras intentan disimular
la falta de espacio. ¡La cama de arriba para mí! ¡Los que perdieron duermen
abajo! Alfredo comienza a tirar los bolsos al piso. ¡Carajo, la ropa!, dice
Raúl. Una almohada vuela hasta la cabeza de Daniel. Joaquín saca las sábanas de
las cuchetas y las tira al pasillo. Yo voy al suelo pero ustedes duermen sin
sábanas, dice mientras bebe cerveza del pico de la botella. Alfredo se pone a
golpear una lata. Alguien prende la radio a todo volumen. ¡Puta madre! Raúl no
consigue que se callen. Armamos un baile acá, dice Alfredo. No porque después
Daniel se pone mimoso, dice Joaquín. ¡Daniel, tengo un negocio entre manos para
vos!, dice Alfredo apretándose los testículos.
Joaquín
queda durmiendo bajo la ventana del dormitorio, en el suelo. Alfredo y Raúl
están en las camas de arriba. Daniel se cepilla los dientes en el baño del
pasillo. Al terminar da un rodeo y sale fuera de la casa. En el fondo hay un
balde y la canilla aparece al costado de una planta destrozada por las
hormigas. Logra abrir el grifo y llena silenciosamente el recipiente. Al rato
nadie sabe bien qué pasa. Primero un chasquido y una explosión blanda. Después
las puteadas de Joaquín y unas carcajadas que se ahogan en el patio. ¿Qué es
esto?, pregunta Raúl. ¡Me empaparon!, ¿Quién anda ahí?, pregunta furioso
Joaquín. Luego agarra un vaso y lo tira por la ventana pero se rompe muy lejos
de Daniel. Mala puntería, dice Daniel. Joaquín sale corriendo por el pasillo.
Alfredo grita algo mientras tira una mochila sobre Raúl. Este lo esquiva y sale
del dormitorio en busca de Joaquín pero algo zumba por encima de su cabeza y se
estrella contra la pared. Alfredo toma unas naranjas y continúa el fuego. Raúl
atina a correr hasta el baño. ¡Hoy no duerme nadie!, grita Joaquín. Alfredo
corre por el pasillo y casi inmediatamente se apaga la luz de la cocina. Los
tapones, aflojaron los tapones, piensa Raúl. La luna ilumina débilmente a
través de la ventana. Una pequeña escalera conduce al altillo. Raúl corre hacia
allí pero tropieza con un banco. Al caer escucha las risotadas de Alfredo.
¿Adónde vas? Raúl siente una puntada fuerte en la rodilla, logra agarrar una
naranja ya machucada por algún impacto y la tira en dirección a la voz, sin
acertar. Luego retoma la huida hacia la escalera. Hay un silencio total. Todo
el mundo queda agazapado en su escondite. Raúl siente su corazón y teme que
alguien pueda escuchar sus latidos. En ese instante Alfredo y Joaquín atrapan a
Daniel. Han doblado revistas como garrotes y le pegan en la cabeza. Daniel
grita desesperado. Lo tiran al suelo y le ponen las rodillas sobre la espalda.
Uno de ellos juego a bajarle los pantalones mientras Daniel patalea histérico.
Raúl corre hacia ellos y los atropella. Del golpe, Joaquín y Alfredo salen
despedidos y chocan contra unas sillas. Tanteando como los ciegos, Daniel y
Raúl llegan al borde de la escalera mientras los otros han desaparecido por el
pasillo. ¡Tranquilo, Daniel!, grita Raúl. Pero Daniel no se controla. Abraza a
Raúl y este lo elude torpemente. ¡Por favor, no me dejes solo!, pide Daniel. Raúl
consigue zafarse y empuja blandamente a Daniel hacia un costado. Siente que sus
perseguidores se acercan riendo a carcajadas. Daniel tiembla aterrorizado. Nos
separamos en la puerta para confundirlos, dice Raúl. Pero Daniel niega con la
cabeza. Raúl lo sacude. ¡No quiero, me van a seguir a mí! ¡Pero Daniel, no se
ve nada! Raúl siente que el pánico comienza a envenenarlo como si absorbiera la
mirada aterrada de Daniel. Vamos, ordena. Corren hacia la puerta, la atraviesan
sin detenerse y dividen su trayectoria. Raúl toma hacia la izquierda. Alfredo y
Joaquín apenas llegan con algunos impactos de ceniceros y otros objetos que
pegan en su espalda o dan contra la pared. Pero no le persiguen, toman el mismo
camino que Daniel. Raúl logra ocultarse detrás de un sillón sucio de grasa.
Escucha ruidos que parecen venir de todas partes. En el dormitorio se oye
claramente la puerta del armario y alguien sale corriendo en esa dirección.
¡Daniel se escondió en el armario, vamos! Alfredo y Joaquín atrapan a Daniel
que intentaba huir del refugio. Lo golpean, lo encierran y le pasan llave.
Daniel pega patadas pero el gigantesco mueble es compacto como la casona. El
olor del antipolillas lo marea, se siente enterrado en vida, un horror
claustrofóbico comienza a enloquecerlo. ¿Dónde está Raúl?, pregunta Alfredo.
Raúl siente que el pulso se le acelera, la adrenalina lo inunda. No sabe bien
donde está, un golpe de humedad y encierro se le cuela por la nariz. Paquetes,
cañas de pescar, bidones. No acierta a moverse sin tropezar con algo. Se
encuentra confundido, intenta revivir en su mente la estructura de la casona
pero fracasa. Al sentirse solo se incorpora, choca con algún mueble derribado y
tantea con los brazos extendidos sin encontrar una salida. A lo lejos se
escuchan los alaridos de Daniel. Luego de algunos minutos que el miedo ha
dilatado, Raúl siente una brisa fresca que golpea en su cuerpo sudoroso. Una
ventana abierta. Afuera la luna parece flotar en el cielo triste, las cortinas
inflamadas por el viento son brazos que llaman. Raúl se arrastra, saca la
cabeza por la ventana y la noche lo recibe como un visitante querido. Salta al
exterior. Fuera de la casona, la noche es acogedora. Raúl sale de esa otra
noche de pesadilla para internarse en la sombra protectora que lo estimula. Ve
la camioneta a un costado, el estanque desnudo, los sauces y, a lo lejos, la
carretera. Se detiene titubeando. Su mente ha retenido la imagen de Daniel y
sus lágrimas. Todo esto le produce una sensación vaga, confusa. Escucha nuevos
gritos que lo estremecen. Se detiene. Su corazón todavía golpea pero se siente
solidario. Se considera fraternalmente necesario y regresa, esta vez, por la
puerta. Siente ruido de cristales que se rompen y carcajadas perdidas que
retumban en la oscuridad. Sigue sin detenerse y corre hacia el dormitorio.
Nadie lo alcanza. Llega a la pieza y entra.
Abre
la puerta del armario y alcanza a ver el rostro lloroso de Daniel, sus ojos
enloquecidos y una escopeta negra, inmensa, rematada en dos agujeros profundos.
La detonación parece eterna, se mezcla con el grito salvaje y de sorpresa que
lanza Daniel mirándolo sin comprender. Raúl tampoco comprende, la luz que ha
salido de los caños le ha trepado por el pecho, se ha internado en su cuerpo y
lo sumerge en un remolino. Ha regresado para internarse, ahora sí, en la
tercera noche, definitiva y última.