EL
QUE MANTIENE A LA FAMILIA
La
verdad es que siempre le tuve asco. Recuerdo cuando mis padres me obligaban a
sacarlo de paseo, cómo iba sintiendo todas las miradas que nos buscaban y los
comentarios que realizaban en voz baja. Yo me apuraba, dejándolo atrás para
perderlo, para ahuyentarlo de mi vida. Pero siempre estaba detrás de mí.
Envenenándome.
Llegué
a odiar. Además, a mi padre. Ese aliento de vino que inundaba nuestra pieza
cuando aparecía de noche para ver si estaba todo bien. Algunas veces, cuando mi
hermano hacía sus necesidades en la cama, el viejo lo golpeaba. Yo me tapaba
los oídos pero igual escuchaba los bufidos del infeliz y la voz quebrada y
borracha que gritaba puteadas. Mi madre venía a llevárselo para que no lo
matara a golpes. Luego sacaba las sábanas y lo lavaba en medio de largos
chillidos.
Y
así pasaba el tiempo entre los lamentos de mi madre y los escándalos del viejo
que cada día tomaba más. Hasta aquella noche que quedó muerto en la puerta de
casa tratando de embocar la cerradura. La muerte de mi padre fue algo muy
importante. Nunca más tuve que sacar a mi hermano a la calle. Ya nadie me
amenazaba como antes. Es que las cosas cuando tienen que suceder, suceden. Sólo
hay que desearlas con fuerza. Hay que tener fe, como dice la vieja. Al
principio no teníamos ni para comer así que yo me conseguí trabajo en una
carpintería donde, de vez en cuando, me adelantaban algún vale.
No
recuerdo exactamente cuánto tiempo pasó antes que una tía del interior nos
mandara a Marta. Eran muchos allá y en casa podría ayudar ya que mi madre
estaba cada vez más sorda. Prácticamente no cosía ni realizaba ningún tipo de
trabajo. Salía muy poco –a la feria o a cobrar la pensión– y pasaba casi todo
el día encerrada en la pieza. Al principio me molestaba la presencia de un
extraño que veía todo. Que sabía la verdad. En la calle yo podía aparentar que
no conocía a esa sombra que me perseguía. Pero en el rancho era diferente. Ella
nos veía todos los días en la misma pieza –no había más que dos y mi madre
hacía dormir a Marta en la sala– y le arreglaba la cama a él, sonriéndole.
Muchas veces me hacía el dormido cuando venía de madrugada a arroparlo y la
espiaba. Entraba descalza y en camisón. Después que se marchaba yo imaginaba
cosas. Me revolvía entre las sábanas pensando en ella.
Marta
tampoco salía mucho de la casa. Se había traído una maleta del campo y dos
muñecas que tenía sobre el colchón. Yo pensaba que era una imbécil
coleccionando esas muñecas. Una tarde pisé una de ellas y Marta, entre enojada
y sonriente, me lo recriminó. Le contesté que a ella también la tiraba.
Comenzamos a forcejear y empujarnos y ella se reía cada vez más fuerte. El
juego se interrumpió cuando mi madre empezó a gritar porque había visto ratas
en la cocina.
Esa
misma noche mi hermano comenzó a llamar a Marta. Hacía calor. Ella llegó y se
puso a acariciarlo para que se aplacara. Tenía puesto el camisón pero se le
veía la ropa interior. Cuando mi hermano se durmió la llamé y le dije que no
tenía sueño. Que quería que me acariciara como a él así me hacía dormir. Marta
se puso a reír. Yo le chistaba para que se callara. Comenzó a rascarme la
cabeza y fui guiando su mano lentamente. Permanecí estático y sudando hasta que
acabé. Inmediatamente después me dormí. Ni siquiera sé lo que ella hizo luego
de ese instante.
El
trabajo en la carpintería era siempre el mismo. Al volver a mi casa tardaba más
de una hora en limpiarme el aserrín pero siempre me quedaba algo en el pelo o
las alpargatas. Un día hasta pensé en sustituir el pan rallado por aserrín para
hacer una milanesa y dársela de comer a mi hermano. Antes ya le había puesto
talco en un alfajor pero no sintió la diferencia. Escupió un poco y se lo tragó
como si nada. Marta –a veces– lo sacaba a la vereda o lo dejaba sentado en el
portón bajo el limonero. Los del asentamiento le tiraban frutas en mal estado o
le gritaban cosas al pasar. Una vez llegó a comerse una manzana podrida que le
arrojaron.
Ella
seguía viniendo de noche. Cuando mi hermano terminaba de dormirse yo le decía
que no tenía sueño y Marta se acercaba y me acariciaba. Yo le tocaba los senos
y la entrepierna y ella se reía como si le diera cosquillas. Cierta vez mi
hermano se despertó y nos quedó mirando con sus ojos de perro bien abierto y en
silencio. Yo, en la excitación, trataba de olvidarme que existía. Que estaba
allí delante nuestro.
Al
tiempo uno de mis compañeros de trabajo se cortó un dedo en la sierra. El
aserrín absorbió la sangre como si fuera una esponja mientras el desgraciado
gritaba y pataleaba en el suelo. Fue toda una confusión. Lo subieron a una
camioneta y el patrón lo llevó al hospital. Yo aproveché la oportunidad para
irme a casa. Cuando llegué, mi madre no estaba. Entonces vi apuntada la fecha
de cobro en el almanaque. Y también advertí una de las muñecas de Marta hecha
pedazos por todo el piso. No sé que fue exactamente lo que pensé en ese
momento. Pero corrí hasta la pieza y abrí la puerta tan bruscamente que se
golpeó contra la pared. Marta estaba arreglando las camas y me miró
sorprendida. No había nadie más en el cuarto. Sin decir palabra la tomé de la
cintura. Forcejeando la tiré sobre mi cama y me sumergí en su cuerpo. Ella
apenas se movió. Al terminar, la voz apagada de mi hermano sonó desde el cuarto
de baño y Marta salió corriendo. Mi cama estaba sucia de aserrín y un poco de
sangre que era absorbida como en la carpintería.
Cuando
le dije a la vieja que mi hermano debía ser internado se puso a llorar. Insistí
con todos los argumentos posibles. Le dije que no contábamos con los medios
necesarios para mantenerlo. Que debíamos estar pendientes de él. Hasta le conté
lo de la muñeca rota que, a lo mejor, le vendrían ataques de furia más seguido.
Todo fue inútil. Mi madre se negó y no hubo forma de convencerla.
La
gente del barrio sintió más la muerte de mi hermano que la de mi propio padre.
Será porque repetidas veces le vieron golpearle estando borracho. Pobrecito
–dicen– es mejor así, que descanse en paz. Hasta mi patrón se portó bien. Nos
ayudó con algo para el entierro y le dijo a mi vieja que yo era muy hábil en el
trabajo y que me iba a dar unos pesos más. Yo, prácticamente, no he pisado
donde lo están velando para no verle la cara de muerto. No siento
remordimientos. Dentro de algunas horas se lo habrán llevado y ya no lo veré
nunca, nunca más. Diría que me siento alegre aunque tenga que estar serio. Si
hasta me dan ganas de reír cuando pienso cómo se tragaba el veneno para ratas
que le puse en la comida. Ni siquiera escupió esta vez como con el talco. Usé
tanto que llené el frasco con un poco de aserrín para que no se note que falta.
Ahora
sé que todo va a cambiar en esta casa. Mañana mismo le digo a mi madre que
Marta se viene a dormir conmigo en la pieza. Después de todo dentro de poco voy
a cumplir diecisiete años y soy el que mantiene a la familia.
"La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú"