jueves, 8 de junio de 2017

El que mantiene a la familia



EL QUE MANTIENE A LA FAMILIA

La verdad es que siempre le tuve asco. Recuerdo cuando mis padres me obligaban a sacarlo de paseo, cómo iba sintiendo todas las miradas que nos buscaban y los comentarios que realizaban en voz baja. Yo me apuraba, dejándolo atrás para perderlo, para ahuyentarlo de mi vida. Pero siempre estaba detrás de mí. Envenenándome.
Llegué a odiar. Además, a mi padre. Ese aliento de vino que inundaba nuestra pieza cuando aparecía de noche para ver si estaba todo bien. Algunas veces, cuando mi hermano hacía sus necesidades en la cama, el viejo lo golpeaba. Yo me tapaba los oídos pero igual escuchaba los bufidos del infeliz y la voz quebrada y borracha que gritaba puteadas. Mi madre venía a llevárselo para que no lo matara a golpes. Luego sacaba las sábanas y lo lavaba en medio de largos chillidos.
Y así pasaba el tiempo entre los lamentos de mi madre y los escándalos del viejo que cada día tomaba más. Hasta aquella noche que quedó muerto en la puerta de casa tratando de embocar la cerradura. La muerte de mi padre fue algo muy importante. Nunca más tuve que sacar a mi hermano a la calle. Ya nadie me amenazaba como antes. Es que las cosas cuando tienen que suceder, suceden. Sólo hay que desearlas con fuerza. Hay que tener fe, como dice la vieja. Al principio no teníamos ni para comer así que yo me conseguí trabajo en una carpintería donde, de vez en cuando, me adelantaban algún vale.
No recuerdo exactamente cuánto tiempo pasó antes que una tía del interior nos mandara a Marta. Eran muchos allá y en casa podría ayudar ya que mi madre estaba cada vez más sorda. Prácticamente no cosía ni realizaba ningún tipo de trabajo. Salía muy poco –a la feria o a cobrar la pensión– y pasaba casi todo el día encerrada en la pieza. Al principio me molestaba la presencia de un extraño que veía todo. Que sabía la verdad. En la calle yo podía aparentar que no conocía a esa sombra que me perseguía. Pero en el rancho era diferente. Ella nos veía todos los días en la misma pieza –no había más que dos y mi madre hacía dormir a Marta en la sala– y le arreglaba la cama a él, sonriéndole. Muchas veces me hacía el dormido cuando venía de madrugada a arroparlo y la espiaba. Entraba descalza y en camisón. Después que se marchaba yo imaginaba cosas. Me revolvía entre las sábanas pensando en ella.
Marta tampoco salía mucho de la casa. Se había traído una maleta del campo y dos muñecas que tenía sobre el colchón. Yo pensaba que era una imbécil coleccionando esas muñecas. Una tarde pisé una de ellas y Marta, entre enojada y sonriente, me lo recriminó. Le contesté que a ella también la tiraba. Comenzamos a forcejear y empujarnos y ella se reía cada vez más fuerte. El juego se interrumpió cuando mi madre empezó a gritar porque había visto ratas en la cocina.
Esa misma noche mi hermano comenzó a llamar a Marta. Hacía calor. Ella llegó y se puso a acariciarlo para que se aplacara. Tenía puesto el camisón pero se le veía la ropa interior. Cuando mi hermano se durmió la llamé y le dije que no tenía sueño. Que quería que me acariciara como a él así me hacía dormir. Marta se puso a reír. Yo le chistaba para que se callara. Comenzó a rascarme la cabeza y fui guiando su mano lentamente. Permanecí estático y sudando hasta que acabé. Inmediatamente después me dormí. Ni siquiera sé lo que ella hizo luego de ese instante.
El trabajo en la carpintería era siempre el mismo. Al volver a mi casa tardaba más de una hora en limpiarme el aserrín pero siempre me quedaba algo en el pelo o las alpargatas. Un día hasta pensé en sustituir el pan rallado por aserrín para hacer una milanesa y dársela de comer a mi hermano. Antes ya le había puesto talco en un alfajor pero no sintió la diferencia. Escupió un poco y se lo tragó como si nada. Marta –a veces– lo sacaba a la vereda o lo dejaba sentado en el portón bajo el limonero. Los del asentamiento le tiraban frutas en mal estado o le gritaban cosas al pasar. Una vez llegó a comerse una manzana podrida que le arrojaron.
Ella seguía viniendo de noche. Cuando mi hermano terminaba de dormirse yo le decía que no tenía sueño y Marta se acercaba y me acariciaba. Yo le tocaba los senos y la entrepierna y ella se reía como si le diera cosquillas. Cierta vez mi hermano se despertó y nos quedó mirando con sus ojos de perro bien abierto y en silencio. Yo, en la excitación, trataba de olvidarme que existía. Que estaba allí delante nuestro.
Al tiempo uno de mis compañeros de trabajo se cortó un dedo en la sierra. El aserrín absorbió la sangre como si fuera una esponja mientras el desgraciado gritaba y pataleaba en el suelo. Fue toda una confusión. Lo subieron a una camioneta y el patrón lo llevó al hospital. Yo aproveché la oportunidad para irme a casa. Cuando llegué, mi madre no estaba. Entonces vi apuntada la fecha de cobro en el almanaque. Y también advertí una de las muñecas de Marta hecha pedazos por todo el piso. No sé que fue exactamente lo que pensé en ese momento. Pero corrí hasta la pieza y abrí la puerta tan bruscamente que se golpeó contra la pared. Marta estaba arreglando las camas y me miró sorprendida. No había nadie más en el cuarto. Sin decir palabra la tomé de la cintura. Forcejeando la tiré sobre mi cama y me sumergí en su cuerpo. Ella apenas se movió. Al terminar, la voz apagada de mi hermano sonó desde el cuarto de baño y Marta salió corriendo. Mi cama estaba sucia de aserrín y un poco de sangre que era absorbida como en la carpintería.
Cuando le dije a la vieja que mi hermano debía ser internado se puso a llorar. Insistí con todos los argumentos posibles. Le dije que no contábamos con los medios necesarios para mantenerlo. Que debíamos estar pendientes de él. Hasta le conté lo de la muñeca rota que, a lo mejor, le vendrían ataques de furia más seguido. Todo fue inútil. Mi madre se negó y no hubo forma de convencerla.

La gente del barrio sintió más la muerte de mi hermano que la de mi propio padre. Será porque repetidas veces le vieron golpearle estando borracho. Pobrecito –dicen– es mejor así, que descanse en paz. Hasta mi patrón se portó bien. Nos ayudó con algo para el entierro y le dijo a mi vieja que yo era muy hábil en el trabajo y que me iba a dar unos pesos más. Yo, prácticamente, no he pisado donde lo están velando para no verle la cara de muerto. No siento remordimientos. Dentro de algunas horas se lo habrán llevado y ya no lo veré nunca, nunca más. Diría que me siento alegre aunque tenga que estar serio. Si hasta me dan ganas de reír cuando pienso cómo se tragaba el veneno para ratas que le puse en la comida. Ni siquiera escupió esta vez como con el talco. Usé tanto que llené el frasco con un poco de aserrín para que no se note que falta.
Ahora sé que todo va a cambiar en esta casa. Mañana mismo le digo a mi madre que Marta se viene a dormir conmigo en la pieza. Después de todo dentro de poco voy a cumplir diecisiete años y soy el que mantiene a la familia.
 
"La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú"

 

 

 

 

martes, 6 de junio de 2017

Diario de viaje



DIARIO DE VIAJE

Siempre que regreso a mi infancia lo primero que recuerdo es un balde lleno de agua que se desborda. La canilla sigue abierta en el fondo de casa y yo –que tengo alrededor de cuatro años– corro a cerrarla. Ese desbordarse, una simpleza inofensiva al fin de cuentas, aparece en mi mente infantil como algo grave que debo anular inmediatamente. Una empleada me avisa a los gritos y yo cierro apresuradamente el grifo. Altero una realidad desenfrenada que no alcanzo a comprender del todo. ¿Por qué ese desfasaje me parece tan importante? ¿Por qué debo restaurar la mesura y el orden de ese pequeño universo que parece verter un agua infinita en la limitada capacidad del recipiente? Cierro la canilla y sonrío. Inauguro una nueva etapa de orden; anulo una dimensión desequilibrada con el simple rigor de manipular una llave de paso.

Parecería que tuviera todo el tiempo del mundo para seleccionar otros recuerdos que también poseen su cuota de prioridad. En particular me llama la atención un momento donde me veo acunado por mi madre. Lo curioso del caso es que no percibo la imagen con el rostro materno dominando la escena como en un contrapicado. Lejos de lo que podría suponerse, registro toda la situación desde lo alto, como si fuera un testigo ocular ajeno a las circunstancias. Existe la posibilidad de que sea una ilusión atesorada como recuerdo propio. Sería una manera de nivelar ciertas zonas del pasado; dejar que la fantasía invada las parcelas del ayer. No se trata de idealizar lo que ya ha sido. Es un poco más complejo. Se trata de recordar algo incierto. Un sueño bonito que pasa a formar parte del álbum familiar como una fotografía utópica e inalterable.

Con esta jerarquización de los recuerdos no se puede realizar un ordenamiento coherente. Resulta inevitable que ciertos puntos tomen un atajo para recalar en mi zona de evocaciones. Por eso puedo excusar que sean ellos, los pantallazos del pasado, los que me lleven en este viaje hacia adentro, hacia mí mismo, mientras bebo y observo la marea. En otros momentos me acuerdo de las piernas de la cocinera. Tienen su peso propio como forma de esos primeros vestigios de una sexualidad ciega que me llevaba a chantajear a la mujer para que se levantara la pollera con tal de que la dejara ver la telenovela. Otras veces rememoro mi primera comunión con el excesivo entusiasmo que poseía en aquellos momentos. El temor de tragarme a dios en aquella pequeña lámina circular y no ser merecedor de su presencia en mi alma. El dedo acusador del sacerdote que nos señalaba para luego indicar el cielo y mover de manera isócrona su brazo mientras nos hablaba del acto sagrado y los pecados mortales. Y aquel que se salva, sabe, –decía – y el que no, no sabe nada. Porque el demonio existe y está esperando que ustedes caigan en la tentación para arrastrarlos al fuego eterno del infierno. Y ustedes ya saben cómo es la eternidad. Como si nuestro planeta fuese una enorme bola de acero y cada cien mil años pasara un ave y la rozara con sus alas. Una y otra vez, cada cien mil años el pájaro seguirá friccionando la esfera hasta que la empezará a gastar. Algún día, después de tantos roces, el mundo se disipará. Pero en esa oportunidad, hijos míos, la eternidad recién comienza.

Hasta que llegaba el día de la ceremonia y yo sudaba a chorros deseando encontrarme en cualquier parte menos en esa iglesia donde un sacerdote decrépito me ponía la hostia casi en la punta de la nariz. Escuchaba sus palabras en latín y abría mi boca desmesuradamente para tragar el manjar divino que mordía horrorizado como si cometiera un acto de canibalismo.

Es curioso como este tipo de evocación religiosa se entremezcla con la imagen de las piernas de aquella muchacha. Más curioso resulta pensar cómo ha evolucionado dios en mis pensamientos. Aunque no me interesa demasiado especular sobre el asunto; en realidad prefiero recordar aquella hembra y sus glúteos o retornar a las calurosas tardes en casa de mis primos donde daba rienda suelta a una depravada precocidad. Sin embargo, los pasajes más interesantes de mis primeras épocas se concentran en la soledad de mi cuarto devorando libros o los esporádicos viajes que realizaba a la estancia de mi tío. Ahí la servidumbre me trataba con recelo y tenía un peón dedicado a ensillarme el caballo. De vez en cuando me escapaba de su custodia y recorría el campo de manera salvaje. Dentro de la casona, en cambio, todo era indagar ese mundo extraño que olía a botas de cuero y fertilizantes. Subir escaleras y revisar cuartos, juguetear con un revólver cargado que había descubierto en un cajón deseando practicar el tiro al blanco con las gallinas que picoteaban en el patio. También aparecen los recuerdos de la casona del Prado y aquella hija adoptiva utilizada como empleada doméstica por otro pariente lejano. Rememoro su cuerpo en medio de fugaces imágenes que me confunden con otros cuerpos y otros rostros. En algún momento, todos parecen ser la misma figura aunque las partes del rostro se mezclan y no llegan a formar una cara definida. Quiero recordar cada uno de los momentos de mi vida pero el rugir de las olas me confunde. A diferencia del tango, no bebo para olvidar. Ahora la espuma lame mis pies, el mar me llama.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne Editorial "Yaugurú")