sábado, 4 de mayo de 2024

Reality

 

                                                              REALITY


Tengo una entrevista concertada y llego a la empresa con veinte minutos de antelación. El aire acondicionado del recibidor cerca el ambiente de zumbidos tibios. Cuando me presento la secretaria chequea en pantalla su agenda, a la vez que ordena papeles de manera casi automática.

-Tome asiento por favor -dice sin mirarme. Me acomodo en la recepción y otra asistente me sirve un café. Como un susurro, el teclado imprime su música electrónica junto al sonido dosificado que emerge de algunos celulares. Hay una cámara de circuito cerrado y guardias de seguridad recorriendo los pasillos. Hablan por intercomunicadores y, a la distancia, me parece escuchar retazos de sus conversaciones. Voces gruesas entrecortadas en la atmósfera. Mientras aguardo, ingresa más gente con carpetas y portafolios. Algunos siguen de largo y se pierden en la vuelta. Otros cumplen el ritual de la recepción y pasan a ubicarse en algún lado, esperando ser convocados. Un nuevo zumbido pone alerta a la chica detrás del escritorio. Por el gesto de la muchacha advierto el grado de prioridad que detectan algunos de esos chispazos. Responde con monosílabos y cuelga. Inmediatamente levanta la vista y me dirige la mirada.

-Hay una demora porque ahora están en reunión. -dice. Sus palabras suenan frías e impersonales. Como si hablara del aburrimiento que le produce ver llover un domingo por la tarde.

-Bueno. -respondo. Siento que quiero agregar algo más pero no me sale nada. Miro la cámara y a las otras personas que se han sentado, aguardando su turno. Rostros diversos enfocados en sus teléfonos. Los observo mientras continúan digitando sus pantallitas o escribiendo mensajes. Nadie habla. Otros asistentes van y vienen. Ingresan por varias puertas a lo largo del corredor y desaparecen al final de un pasillo que comunica con otro sector. A cada rato, nuevos zumbidos invaden el espacio. Sonidos tenues que recorren todo, correos electrónicos, llamadas por whatshapp, novedades de instagram. Anuncios, publicidad, chateos personales, mensajes, alarmas, recordatorios. Todo un sistema que domina la gestualidad corporal de los receptores. Sonríen, fruncen el ceño, responden instintivamente con un gesto específico. El de fastidio es el más común. Una mueca que incluye ojos medio cerrados y un resoplido casi invisible. Los miro detenidamente; no reconozco a nadie. Observo sus calzados, lustrados a último momento para lucir mejor.

Al rato, vuelve a sonar el teléfono. La secretaria responde y me hace señas. -Lo van a recibir ahora. -dice y señala una puerta al fondo. La asistente se levanta y me acompaña. Abre la puerta y me hace ingresar a un despacho aséptico, amplio e inmaculado. Ni una partícula de polvo en el estar y tan desinfectado como un quirófano. A modo de corolario, una pintura de Enrique Medina luce sus trazos geométricos acordes con la perfección del contexto. El señor que me recibe tiene un traje cortado a medida, de William Fioravanti, sin corbata y con sonrisa de caballo. Dientes grandes como las teclas de un piano que hacen juego con un afeitado riguroso y pelo entrecano. Me invita a pasar, saludo, le devuelvo la sonrisa y me dejo caer suavemente en una silla Aim de doscientos dólares. El hombre me dedica una breve mirada y, sin mayor preámbulo dice que me ha mandado llamar para realizar coberturas especiales.

- Usted dirá. -contesto y advierto que tiene todo mi material sobre la mesa. Mirando distraídamente mis papeles me señala que, según mi currículum, hace tiempo que vengo trabajando en lo mismo. Entonces le hablo del reality realizado en el Golfo Pérsico donde, hace muchos años, intercalaba bloopers. Mientras le explico, atiendo sus posibles y sutiles reacciones frente a mis palabras. El hombre aprueba con un gesto de cabeza y se limita a decir que ahora están enfocados en varios frentes.

- Nos interesa hacer un show con el narcotráfico, por ejemplo. Si se puede incluir algún ajuste de cuentas en vivo, mejor. -comenta. Le contesto que no hay problema y agrego que estuve filmando gente que se caía de la montaña Hua-Shan en China. Les hacía notas y pasaba solamente los reportajes de los que se mataban. El hombre recuerda haberlo visto en un canal de la competencia. Lo dice como un reproche simpático y me pregunta si he podido filmar alguna decapitación.

-Todavía no.- respondo y le aclaro que una vez perdí la oportunidad en el Congo. A la vez le señalo que con el Cartel de Sinaloa o los Zetas tendría posibilidades pero debería pedir exclusividad. Como respuesta hace un casi imperceptible ademán con la mano, como diciendo que no habría problemas al respecto. Me recuerda que hace tiempo están en el negocio. Hacían expediciones a volcanes en erupción o mandaban guías turísticos con un contador Geiger en la mano para visitar lo que había quedado de la estación Central de Chernobyl. Dejaron de trabajar con videos snuff porque el público desconfiaba de su veracidad. Luego de hacerme el breve itinerario de la empresa, repasa mi documentación y advierte que edité un video musical con la guerra civil de Sudán.

-Me cortaron unos minutos pero quedó bien. Hice algo parecido en Libia. -señalo. -Usé música étnica. Muy prolijo. También hice dos programas por el pasillo de la muerte, como le dicen. Ejecuciones con la inyección letal. Un poco lento. No hay mucha emoción porque el reo primero se duerme y después le viene un paro cardíaco-respiratorio. Pero funcionaron igual, dos dígitos de rating.

Cuando finalizo la explicación, me pregunta si logré grabar lapidaciones. Como respuesta, saco un pendrive de mi bolsillo y le señalo que tengo varias tomas de Afganistán. Aclaro que algunas grabaciones las pasamos en cámara rápida porque las mujeres tardaban en morirse. El hombre del escritorio vuelve a aprobar con un gesto afirmativo. Luego me pregunta sobre condiciones de trabajo y aspiraciones salariales. Detalles que se concretan en breves palabras como antesala del acuerdo. En medio del convenio le recuerdo que también tengo grabaciones de curas pedófilos sodomizando niños. Me dice que eso no. -Después de todo, somos cristianos- agrega.

viernes, 1 de marzo de 2024

Segunda vida

 

Yo estaba aguardando a una persona cuando el hombre se apoyó en la barra y, al rato, comenzamos a intercambiar lugares comunes de conversación. Terminó de tomar un whisky y, luego de hacer una introducción -en tono de confidencia- sobre las vueltas de la vida, comenzó a contarme un encuentro que había tenido con dos mujeres. Me resigné a escucharlo sin delatar mi posible aburrimiento. Dijo que las había observado cuando ya estaban acomodadas en una mesita bebiendo unos tragos. “Me aproximé” - dijo- “De repente me senté mientras saludaba de manera cortés y reaccionaron bien. Con una tibia curiosidad de atender mis palabras, calibrando un posible nivel de algo en el aire”, concluyó.

Me subrayó que, desde el principio había confesado su desventaja ante dos personas del sexo opuesto, como si las apuestas se multiplicaran en su contra. “De todas maneras, estuvo bueno”- dijo. Bebimos y reímos. Hubo sintonía. Las invité a ir a otro lugar a bailar. La noche es joven, se acostumbra decir. Aceptaron”. Me subrayó que fue solo en su auto. “Ellas me siguieron en el suyo sin problemas. Era cerca y el baile estaba animado. Ingresamos y pedimos otras bebidas. Luego salimos a bailar”. A partir de aquí, su tono confidencial se enfatizó: “Enfoqué mi mirada a la morocha” -dijo casi en un susurro-. “Tenía porte. Un amigo me preguntó sobre la otra compañera y le dije que estaba libre. Se arrimó a ella y comenzaron a beber. Funcionó”. Después se concentró en su experiencia: “Yo también bailé con mi pareja, en buena onda. Seguimos bebiendo con moderación. Intercambiamos teléfonos. Había una conexión interesante. Hablamos con soltura. Más tarde, salimos todos juntos y me despedí de las dos con las palabras de siempre. Saludos, estamos en contacto. Nos llamamos”.

En ese instante, hizo una pausa. Como si tomara una bocanada de aire para proseguir la historia: “Pasó un día. Llamé. Nos volvimos a ver y charlamos. Congeniábamos en lo básico e íbamos adelantando terreno. Un elegante intercambio de gustos. Todo normal”. Yo quise interrumpir pero, con un ademán, detuvo mi intención en seco. Volvió a pedir que llenaran mi vaso y continuó: “En uno de los encuentros advertí que siempre respondía a mis preguntas con otra pregunta. Se lo hice notar y sonrió”. Aquí el hombre se quedó callado, como intentando buscar las palabras adecuadas para decirme algo raro. Evidentemente, prefirió ir a lo concreto, sin eufemismos y, con una expresión entre risueña e incrédula de lo que me confesaba, dijo: “Luego, casi a boca de jarro me sugirió que me hiciera un examen de HIV. No sé porqué pero no me llamó la atención. Al contrario. Me pareció adecuado”. Al terminar de decir esto, se quedó pensando en la fría rareza de dicha situación. Como si hubiera descubierto -por primera vez- esa instancia como un recuerdo extraño.

Al otro día saqué hora para el médico y pedí un análisis completo. Salió todo normal y lo festejamos en un hotel de alta rotatividad”- terminó sintetizando la experiencia. Yo alcé mi vaso brindando por la salud y el sexo. Supuse que la historia terminaba ahí. Pero el hombre continuó hablando, con una sonrisa triste en los labios. “Muy buena delantera aunque acostumbrada a manejar el sexo de acuerdo a su preferencia y que le hicieran los gustos”, dijo. “Sin embargo, había algo. Una energía que cautivaba. Totalmente adictivo. Era una cuestión de adaptación que tuvo fricciones mínimas iniciales. Una leve molestia por la posible falta de comodidades en otro motel supuso el primer roce. Me fastidió. No llamé más. Volví a la cacería nocturna de siempre pero la noche con sus momentos de excesos prolijos comenzó a aburrirme. Encuentros casuales, charlas de ocasión, tragos compartidos. Eran momentos en donde el descontrol aparecía levemente amortiguado. La nocturnidad en su estado puro de hedonismo. Al tiempo, volvió a llamarme la morocha. Me agradó la atención. La visité nuevamente. Regresamos al sexo, los tragos y algo de vida loca. La pasamos bien y, con el tiempo, me fui quedando y llegué a quererla”.

Me quedé observando su rostro mientras decía estas últimas palabras. De cierto modo, despertó mi curiosidad esa manera de señalar que se había “ido quedando” como si se tratara de una costumbre, un hábito marcado por la inercia. El hombre advirtió que había acaparado mi atención y -luego de beber otra copa- me guiñó un ojo antes de proseguir: “Pasa sin que nos demos cuenta. Terminás enamorado” y pidió al barman que le volviera a llenar el vaso. Me invitó otra rueda pero rehusé amablemente.

Ahora descubrí que me engaña”, dijo de sopetón. “Hace poco. Pero ya no interesa porque el desencanto es algo que tiene que ver con lo temporal, aunque tendría que haberme dado cuenta antes. Por los síntomas”. Agregó. Lo quedé mirando extrañado. Quise decir algo pero guardé silencio. Al ver mi rostro algo desconcertado, el hombre se explayó en su explicación. “Los síntomas” repitió. “Detalles egoístas, si se quiere. Pero te das cuenta después”. Al decir esto, se fue levantando del taburete. “Por eso, necesariamente, hay que vivir una segunda vida”. -dijo, mientras se retiraba. “Hoy estoy filosófico. Pero después de experimentar el simulacro de los placeres, se necesita una nueva piel existencial para seguir viviendo” -dictaminó.

Finalmente, antes de irse del bar, dio media vuelta y me dijo: “Otra cosa. La mujer que estás esperando no va a venir. Eso, seguro”.