jueves, 23 de marzo de 2017

Plaza sin nombre



 

LA PLAZA SIN NOMBRE

La descubrí de casualidad. Estaba buscando la dirección de un comercio y me encontré con una plaza que parecía perdida en el contexto. Un lugar que no encajaba armónicamente con ese alrededor que la rodeaba impunemente y manifestaba su decepción con la indiferencia de una señora disgustada por los vecinos maleducados del barrio. Había un mármol con una inscripción lavada e indescifrable erigido a modo de solitario monolito que a nadie le importaba. La gente parecía evitarla y circulaban por la vereda sin atravesar senderos o pisar el pasto impecablemente cortado. Era una plaza hermosa donde una brisa leve venía desde lejos y se escuchaba el trino de algunos pájaros invisibles. Casi en el medio destacaban algunas palmeras y un par de paraísos trasplantados. Creí reconocer otras variedades que me impresionaron por su apretada diversidad en el corazón de ese pequeño mundo verde. Me detuve a contemplarla y fui cediendo a su encanto paso a paso. No había carteles ni señalizaciones de ningún tipo. Solo una mujer gozaba de la tarde en uno de los bancos sin más compañía que un libro. Me aproximé. Dudé en abordarla por si malinterpretaba mis intenciones. En realidad quería preguntarle donde estábamos. (Nunca me había percatado de la existencia de este espacio y acostumbraba a pasar varias veces al mes por la zona). Al mismo tiempo me asaltó el interés por la lectura que la mujer parecía devorar con entusiasmo. Ensimismada en el texto, ni siquiera había levantado la vista para observarme y quise espiar de reojo el título en la portada.

–No tiene nombre– dije

La mujer levantó la vista. Me miró distraídamente, sus ojos regresaron al libro y luego volvieron a mí como si se hubiera perdido de algo. No sonrió ni manifestó extrañeza. Apenas una curiosidad mínima por cohesionar las palabras que habían salido de mi boca con el sentido extraviado que tardaba en descifrar.

–La plaza. No tiene nombre. –aclaré– Disculpe, ¿Usted sabe…?

–En realidad, no. – contestó.

–Bueno..

–Es raro porque vengo seguido y nunca se me ocurrió preguntar. –continuó hablando la mujer. Pero estas últimas palabras no estaban dirigidas a mi persona sino que impresionaban como una reflexión en voz alta.

–Tampoco está señalizada.– dije, intentando justificar el desconocimiento de mi interlocutora.

–Claro. Pero uno debería interesarse por estas cosas. –expresó de manera suave y contundente.

–¿Qué está leyendo?– Pregunté casi descaradamente. Del nombre de la plaza continué ahora intrigado por el texto como si se me hubiera concedido una licencia de investigador privado.

–Algo que me parece extraordinario– dijo.

–¿Qué cosa?

–El mayor amor imposible de toda la historia de la literatura. –señaló–

–No comprendo– exclamé.

–El personaje se enamora de una mujer que ya no existe, el registro de un científico perverso en una isla desierta.

–Entiendo.– La explicación alcanzaba para intuir la idea. Pero había algo raro en toda la situación. Como si me percatara que el lugar en donde estábamos no era lo que parecía. Una intuición subterránea de estar parado en ninguna parte. El eco aislado de una vigilia que demoraba en apaciguarse. Insistí.

–Viene seguido, entonces. A esta plaza, digo.

–Siempre. Me gusta. Nunca hay nadie.

–¿Por qué será? – pregunté

¿Por qué será que nunca hay nadie? ¿No se da cuenta? Escuche.

Al prestar oídos a lo supuestamente debía sintonizar, creí entender a qué se refería. El silencio pesaba más que toda la polución sonora del contexto. Otra vez el viento, las aves invisibles, el aroma del pasto recién cortado.

–Sígame, le mostraré. –ordenó imperativa mientras se reincorporaba del banco. Caminó decidida al lugar donde se producía una bifurcación con pequeñas florcitas azuladas al costado de los caminitos.

–Me gusta este lugar –apuntó– ¿Por dónde preferís seguir?

El tuteo me desconcertó ligeramente. Un cambio de sintonía.

–No sé– contesté. Sin embargo algo me decía que yo había manejado decisiones similares. El sendero producía un efecto deja vu en mi conciencia. Al mismo tiempo advertí que todavía no sabía el nombre de la mujer. Necesitaba preguntar. En ese instante estaba parado en la vigilia del mundo, todo lo demás había quedado fuera. Era difícil de explicar. Esas impresiones inefables que las personas tienen sobre su vida, el paso del tiempo y el deseo. Pero preguntarle el nombre también tenía algo de prohibido. Era como cancelar el misterio.

–¿Por qué sendero tomamos? –preguntó.

Entonces me di cuenta.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne; Editorial "Yaugurú")

domingo, 19 de marzo de 2017

La vida



Líber decía que la vida era como un trompo.

Es cierto. Gira ruidosa, alza vuelo,

cae en picada, transita, galopa

camina, corre como un atleta de olimpíada.

La vida es de un tono claroscuro

camino sinuoso donde no se respetan

las señales. La vida es bipolar.
 
G.I.

sábado, 18 de marzo de 2017

martes, 14 de marzo de 2017

Herida absurda


HERIDA ABSURDA

“..y es todo tan fugaz..” .(“La última curda” Cátulo Castillo)

Escribo para no enloquecer. Hace tiempo que los jinetes del apocalipsis se embriagan junto la ventana de mi casa. No los he dejado entrar pero a veces vienen a darme la serenata. En algunas oportunidades los oigo desafinar y la mayoría de las noches cierro la persiana. Hay temporadas que se juntan todos, los pecados capitales y las virtudes del monasterio. Intercambian opiniones y se van a dormir la mona. Entonces aprovecho para descansar porque evito darle vueltas al asunto. No sé de qué manera deshacerme de estas pesadillas inútiles. Aparte de las siniestras cabalgaduras también hay un desfile de miserias menores que pasan por la puerta. Las pequeñas hipocresías que matizan el horóscopo de la vida. Las palabras que se callan. Aquellos deseos que se ocultan. Ese aferrarse a la supervivencia miserable del desprecio. A veces, alguien explota. Vomita sus odios. Pero casi siempre ocurre lo contrario. Hasta que la explosión ya no importa. Hasta que no importa nada porque los recuerdos se han borrado y los rostros se desvanecen en el pasado. Como si los desesperados advirtieran que solo tienen que aguardar ese instante en que todo se diluye por el peso del tiempo. No tiene nada que ver con la religión ni con la justicia. Es la lágrima evaporada en segundos. Lo que dura una canción en la radio. No todos asumen ese mojón inexorable. Algunos miran al cielo. O al infierno. Cierran los puños o acarician. Besan, golpean, abrazan, odian y aman. Lo veo a cada rato. La ciclotimia del alma. Entonces me lanzo de lleno a la escritura. Desesperado por merodear los términos que se aproximen a esa incertidumbre. El desasosiego de quedarnos sin excusas, de no tener dioses cómplices en la telaraña de los sucesos. Esos acontecimientos menores, casi vacíos de sustancia, que nos desbordan a pesar de su intrascendencia. Esas pequeñas miserias que se anestesian con libros de autoayuda y prozac. Manuales de bienestar. Tome este pensamiento e introdúzcalo en su estado de conducta. Luego agítelo y póngalo a funcionar. Si no arranca de primera, vuelva a intentarlo pero agregue zoloft.

Lo mío no es tan fácil porque los recuerdos se empeñan en sobrevivir. En mi memoria aparecen ecos de historias lejanas que suenan remotísimas aunque puedan acomodarse en una sola vida. Esa mezcla posmoderna de lugares comunes y sublimes se entreveran en la coctelera de la evocación. Resurgen y vuelven a desaparecer como una fotografía extraviada. Simplemente están ahí, aguardando que pase revista y resucite emociones. Me llevan a todos lados como una manera de corroborar la absurdidad de la existencia nuestra de cada día. De pronto surge algún chispazo, a modo de tregua, y recuerdo los paseos que realizaba por alguna playa desierta. Mi empuje hace que aparezcan retazos de dicha breve deslumbrándome con la Puerta del Sol en Tiwanaku. Me temo, sin embargo, que la pelea sea desigual pero no importa. También puedo prolongar secuencias no tan intermitentes: el recorrido por los Jardines de Tívoli con sus arlequines mágicos, la caminata que realizaba por el inmenso hotel de un alquimista mientras hacía dormir a mi hijo o el aroma a tostadas de las mañanas adolescentes. A veces, la simpleza del asunto puede parecer que la imagen es banal, sin embargo posee una fuerza propia, sólida y avasallante. Todos tenemos esas reminiscencias grabadas a fuego. El rito cotidiano de un pariente cebando mate o golpes temibles como la primera vez que vimos sangre derramada (No hay nada peor para un niño que ver como degüellan a un cerdito). Fotografías tatuadas en el alma. Lo importante es librar batalla. Rastrear los escondites luminosos de la vida. Cuando me di cuenta que no tenía mayor fortuna que la insolencia advertí la imposibilidad de decir que de esa agua no bebería. Es obvio, nunca se puede decir nunca. Ni siquiera un labio salvaje puede hacerlo. Hay que saber desde el principio que a nadie le interesa si la emoción nos dio una paliza o vimos pasar la muerte rumbo al cementerio. Todos hemos subido por escaleras hechas con cartas marcadas o sufrido alguna zancadilla que nos hizo rodar por la pendiente. ¿Quién no sido empujado al agua mientras miraba distraídamente el mar? (A decir verdad, ya no me interesa la lluvia, ni las piedras blancas ni los días jueves). Es raro este vivir de porfiado, desenvainando palabras a tiza y hacha. Yo he llorado en la oscuridad como cualquiera. ¿Quién no se ha mirado al espejo para descubrir un extraño espiando? Observo mi cuarto con sus detalles más inocuos. Desde el celular hasta un cubilete de cuero, la perforadora “Herdegen 830” y los tomos de las 1001 Noches donde se suele sentar el gato para paladear el sol. Quiero reconocerme en esos pedazos y me cuesta hacerme la idea. El mundo parece diferente a cada instante aunque, al final, somos los mismos extraños de siempre girando sin reconocernos. Hace poco vi a una mujer mirando al vacío desde la ventanilla del ómnibus. Perdida en sus recuerdos parecía un maniquí en un escaparate móvil. La seguí con la mirada hasta que se perdió. Quedé dudando si la conocía o no. ¿Una antigua compañera de estudios? ¿Una lejanísima amante? ¿Ella me reconocería o yo también sería un remoto y fugaz deja vu de su historia personal? ¿Estoy siendo cursi? ¿De qué manera se pueden desnudar los sentimientos sin caer en zonas empalagosamente lacrimógenas? ¿Hablando en neutro? ¿Escribiendo en tercera persona? Mierda. (La computadora me subraya la palabra mierda en rojo). Me levanto de las cenizas todos los días. Hasta un ser querido me ha golpeado en la habitación de un hotel. Estamos hechos de cicatrices como caminos. Ellas nos alertan sobre el cachetazo que nos espera a la vuelta de la esquina. Sin embargo, donde aparecen todos los miedos agazapados, también está el coraje de sobrevivir. Volveré desde la nada cuando lean estas páginas.
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne; Editorial "Yaugurú")


DIARIO DE VIAJE II.

EL SUEÑO DE OOSTENDE

En Oostende las horas parecen estancadas. A mi alrededor hay gente murmurando en varios idiomas mientras comen barras de chocolate o leen algún diario británico. Algunos fuman en silencio y bostezan. De vez en cuando ciertas carcajadas rompen la zumbona monotonía de la sala. Hay latas de cerveza y mochilas multicolores, esparcidas por el suelo, que sirven de apoyo a jóvenes dormidos. Rutina de viajero. Esperar que el tiempo se descuelgue por un cuentagotas en tanto llega la embarcación. Matar el aburrimiento observando un techo poblado de tubo-luxes y descubrir algunas grietas. Programa del día: Oostende - Folkstone - Londres. Barco y ferrocarril. Atrás quedaron las callejuelas estrechas de Segovia, la Catedral de Santa Eulalia donde, por unas monedas se encendían los reflectores del panteón, el Palacio de Río Frío y el sonido de una flauta dulce que nos guiaba por las esquinas de Barcelona. También quedó atrás Kerkira, una isla de griegos que se dedican al turismo, la pesca y las aceitunas. Recuerdo que mi vista descansaba sobre ellos mientras comían shishkebab y jugueteaban con sus diminutos collares (yo sabía que eran más auténticos que esos condottieris de buzos rayados y sombreros de paja que vendían el verso de la ciudad irrecuperable desde el puente Cannaregio). En medio de esta transitada Babilonia, el sentimiento de pérdida era intenso.

No pude dormir bien en el vuelo que me llevó a esos lugares. Durante la noche la azafata indicó por el altoparlante que nos ajustáramos los cinturones de seguridad. Sin embargo nada sucedió a no ser que se haya estrellado el avión y todo el resto sea un sueño. Nunca supe el motivo de esa orden a contramano en medio de la madrugada aérea. Descartando la posibilidad de una turbulencia pasajera y a pesar de mis dudas, no dejo de suponer otra cosa que no sea una pesadilla liviana (¿aquella? ¿esta?). De todos modos las pastillas me adormecieron y de mañana estuve lo suficientemente fresco como para desayunar frugalmente. La escala inicial la hice en la Gran Canaria y la primera impresión resultó negativa; una isla de origen volcánico donde predominaban colores tristones como el gris y el marrón. La aridez era el tono profundo del territorio. Más tarde, mientras deambulaba por la Playa del Inglés con una lata de cerveza, pude comprobar que esos caminos desolados parecían continuarse en las arrugas de los pobladores. El calor era sofocante y amenazaba el sucio Sirocco, un viento africano que reparte polvo entre estos peñascos situados a cuatro grados del Trópico de Cáncer. Parecía una colonia alemana con toques exóticos de hindúes, mexicanos, multitudes abúlicas en las discotecas y varios noruegos desnudos y borrachos en la piscina del hotel de la Avenida Tirajana. Rescato, eso sí, con especial nostalgia, el balneario Puerto Rico donde descansaban los restos de tiburones destrozados por pescadores furtivos. Nunca había visto el cuerpo de un tiburón muerto, colgado bajo el tenue menguante de una luna insular. Tenía su poesía en medio del pequeño puerto, el azul atlántico y la noche caliente del Trópico.

De golpe la noche cae suavemente sobre otro lugar. Salpicado de estrellas, el cielo impresiona con intermitencias plateadas. Casi no sopla viento, apenas una brisa cargada de pinos húmedos que refresca el ambiente. Hay un hombre –es posible que sea yo– sentado en una hamaca. Fuma un cigarro y observa a la mujer que riega el pasto. Sus ojos –¿los míos?– la siguen mientras se desplaza entre las hortensias evitando atascos.

En el otro sueño yo aparezco en una playa desierta pero sé que estoy soñando, aunque no puedo precisar cuál de las fronteras es el mundo real. Posiblemente me gusta imaginar que la realidad está del otro lado, clausurada para siempre. De pronto surge otra mujer y arroja pequeñas amatistas al vacío, que brillan como luciérnagas. La brisa del mar recibe el presente y la luz se involucra en sus entrañas de cristal produciendo destellos arcoirisados. El rostro de esa mujer parecida a la noche, como diría Homero, se oculta de a ratos por los estallidos de su cabello. Solo quedan sus ojos alertas como dos fuegos verdes. En el sueño comienzo a correr y veo que las amatistas nunca terminan de aterrizar porque todo funciona en cámara lenta. Al final la mujer sonríe mientras una franja blanquísima aparece en sus labios y la primera piedra toma contacto con la arena. En ese instante despierto rodeado por un poderoso perfume de primavera. Al volver, el avión continúa zumbando en mi cabeza y me golpea una brisa húmeda de pinos remotos. Sigo en la estación de Oostende pero dudo del Sirocco, de los tiburones muertos, las hortensias y las amatistas. No sé por cuál sueño tomar partido, incluyendo éste.
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")

lunes, 13 de marzo de 2017

Bajón Nocturno


BAJÓN NOCTURNO

La playa está desierta y recoge los últimos ecos de la distancia. A lo lejos, la espuma languidece como un sauce mientras las olas reparten furiosamente un dolor extraño entre bramidos. Miro alrededor. Todo sigue casi igual pero la soledad del paraje me produce una sensación de desasosiego. Me oprime el pecho. El mundo se ha ido, un desastre lo ha hecho desaparecer y solo queda este vestigio de orilla, la marea torpe que nos ha tocado vivir y una enorme luna de plata. Está oscureciendo. Regreso al asfalto despaciosamente, sin mirar atrás. El planeta se transforma. La noche despierta con sus miles de sonidos y cae pesadamente sobre los hombres. Las luces de neón hacen guiñadas cómplices a los transeúntes mientras un viento temible y helado enfrenta las ventanas. El suburbio se inflama con las luciérnagas de la publicidad. Las prostitutas chistan a los marineros coreanos que pasan mirando de reojo. En la metamorfosis nocturna, la ciudad se eriza de misterios. Calles como venas que recogen los colores del mercurio, surcos que enredan una ciudad abrazada de playas. Aromas mezclados de salitre y humo. Las estrellas alumbran el trago compartido de los amantes mientras algunos borrachos comprenden el infierno. (Ese dolor que desmenuza sus furias les advierte que el verdadero tormento puede ser esta acrobacia inútil de la vida; una suerte de pena tartamuda y sin anestesia). En los rincones de la noche se escucha un tango gris sintonizado en la piel como una bebida fuerte. De pronto, la mordedura de un relámpago envenenado golpea profundo y nuestra sangre repasa la tristeza de lo efímero. Se apagaron las mejores luces y estamos solos en medio de la tormenta. Ahora, esa soledad se percibe como un animal que muestra los dientes. Parece que uno quedara acorralado. Apenas quedan algunos amuletos descorazonados que postergaron su magia escandalosa en la lluvia. Como si todas las fantasías se dieran de cabeza contra el callejón, se borronea la vida. ¿Qué ha quedado? ¿Un lejano cine de barrio? ¿Aquella muchacha de quince años y un delicado camafeo? ¿La borrachera compartida en Salamanca? ¿El castillo de arena de Tally? ¿Las manitas de mis hijos detrás del escenario de títeres? ¿Seré como el replicante de Blade Runner que, al morir, sabe que todos sus recuerdos se perderán como lágrimas en la lluvia? Solo queda hacer de tripas corazón y seguir camino.
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne; Editorial "Yaugurú")

domingo, 12 de marzo de 2017

Lewis Carroll Fundacional


LEWIS CARROLL y ALICIA LIDELL: UNA FUNDACIÓN INVOLUNTARIA  DEL SURREALISMO

Punto uno: la autoría “compartida”
En el entendido de marcar una relación de literatura fundacional como apertura de nuevas corrientes, Lewis Carroll ya ha sido visualizado a modo de precursor notable de las tendencias surrealistas. Una especie de pionero que incluso se anticipó al dadaísmo en su transgresión y desacomodo de las “estructuras lógicas” del discurso literario. Ya en Carroll aparece una libertad expresiva donde el aparente sinsentido y el humor se instalan de manera atípica. Por supuesto: no hay manifiestos ni se explicita el delirio de las asociaciones libres, el carácter onírico de sus imágenes o la alucinada creatividad como pasaje a otras dimensiones no racionales del goce estético. Sin embargo, todo eso está presente en la obra de Lewis Carroll. Para decirlo de otra manera: sucede de forma (in)voluntaria a partir de un contexto y situaciones puntuales que el creador experimenta frente a un público especial. En este caso, la pretensión de esta ponencia intenta aproximarse a esas posibilidades que surgen  de la relación con su musa infantil como factor clave para la ruptura que permitió trasgredir límites de la literatura convencional, mas allá de un breve comentario sobre algunos pasajes de los textos.  En apretada síntesis podríamos acotar el nacimiento de la obra en una coyuntura puntual Un auditorio predispuesto que Carroll señala expresamente en el poema-prólogo de “Alicia en el País de las Maravillas”: “En plena tarde dorada / muy lentamente nos deslizamos / porque nuestros remos, con poca habilidad / son manejados por pequeños brazos / mientras pequeñas manos en vano  pretenden / guiar nuestro derrotero”..

Dicho texto evoca una excursión fluvial realizada por las tres hijas del Dr. Lidell junto a Charles Dogson y el Reverendo Robinson Duckworth el día 4 de Julio de 1862 (1) por el Támesis. Las niñas tenían entre trece y ocho años y una de ellas era Alice Lidell, la pequeña gran musa inspiradora: “Ah, las tres crueles! A semejante hora,/  bajo este cielo propicio al ensueño/, pedir un cuento…” El texto anota una voz imperativa: “Empiézala”, alguien más agrega “Será una historia absurda”. Y la fantasía comienza a fluir. Dice el poema prólogo: “Pronto, entregadas a súbito silencio/, en la imaginación ellas persiguen/ a la niña del sueño, a través de un país/ de nuevas y disparatadas maravillas…”. La interacción ofrece treguas pero, frente a las vacilaciones del narrador, el auditorio arremete enfáticamente: “Y siempre, cuando la historia agota / las fuentes de la imaginación/ y débilmente intenta el narrador cansado/ postergar el asunto: / El resto la próxima vez ¡Esta es la próxima vez! (“It is the next time)”, las voces felices exclaman”.

Desde un primer momento se advierte esa situación especial  en donde creador y oyente funcionaron casi en simultánea retroalimentación a la hora de la creación artística. Era un mensaje dirigido a un público cautivado de antemano por la fantasía de una historia imposible. En este proceso de narración oral -además-  el giro del relato se ve alterado por el interés que demuestra su auditorio infantil. El propio reverendo Duckworth, acompañante del paseo, recuerda en una carta que, interrogando a Carroll sobre el carácter improvisado (o no) de su historia, el autor le confesó que “la iba inventando en el momento”. Cabe señalar que la propia Alicia pidió a Carroll que transcribiese esa historia, una fábula que experimentó algunos cambios a la hora de la producción escrita  pero mantuvo intacta la esencia fantástica.  (Otras historias  jamás fueron transcriptas y el recuerdo de sus oyentes se diluye en imágenes aisladas, memorias evocadas de forma epistolar por mujeres que, en su niñez, tuvieron la oportunidad de escuchar las narraciones orales de Carroll). La gestación “compartida” de este universo -por ejemplo- se subraya en una carta  de Annie Chataway  que Carroll dibujó y fotografió cuando niña. De adulta, Chataway señala:“Una cosa que hacía sus cuentos particularmente encantadores era que muy a menudo los hacía nacer de las propias observaciones del niño; cualquier pregunta desencadenaba todo un ejército de ideas, de modo que una sentía que había ayudado a crear la historia y ésta se convertía en una posesión personal”.

Aquí podríamos arriesgar una forzada vuelta de tuerca (que, en este caso, desatiende las distancias del proceso histórico entre horizonte de expectativa y horizonte de experiencia) con la Estética de la Recepción, donde se señala  una instancia mediante la cual “el proceso de la recepción pasiva del lector (u oyente, en este caso) se transforma en recepción activa y nueva producción de autor”. En esta cita se advierte claramente  el nivel empático entre narrador y oyente en el acto de recepción. El texto, (la narración oral) interrelaciona la actividad cognitiva y emocional del auditorio que escucha. Aquí surgen componentes de identificación y proyección  personal donde el público resulta activo y receptivo en el mismo instante, generándose una interrelación en la que emisor y receptor se complementan mutuamente. Resultaría una explícita actividad del “oyente cómplice” ya que  la narración apelativa se reformula por iniciativa del escucha. El auditorio cómplice deja de ser receptor pasivo y  genera experiencias múltiples en simultáneo: Recepciona, produce sentido y aporta componentes creativos. Un acto que elimina la pasividad receptora tradicional instalando -en este caso-  un público escucha creador que multiplica su goce estético en la creación compartida. Recordemos lo subrayado por la pedagoga argentina Graciela Montes: “La lectura nunca es pasiva. No somos receptáculos del arte de otro: somos el lugar donde el arte del otro se actualiza”. (Alguna vez se ha señalado, metafóricamente, que “el poeta nos plagia”).

 Punto Dos: El Paracosmos
Con “Alicia en el País de las Maravillas” y “A través del espejo”, Carroll marcó un discurso literario que anticipó (o proyectó) al surrealismo en el marco de una construcción registrada inicialmente  como pasatiempo infantil. Desde el principio Dogson/Carroll tomó contacto directo y fluido con el  ahora denominado Paracosmos, un concepto surgido de la psicología infantil: Concretamente de los psicólogos infantiles Robert Silvey, Stephen A. Mackeith y David Cohen,  señalado en los libros: “Paracosmos, una forma especial de fantasía” y “El desarrollo de la imaginación: los mundos privados de la niñez”. Estos profesionales   abrieron el juego a partir de una perspectiva que tomó en cuenta el desarrollo de la imaginería   y esos “mundos privados de la infancia” donde la actividad lúdica de la niñez (sus juguetes, fabulaciones, roles que inventan y se auto-adjudican, etc.) supone una función creativa. El paracosmos sería un constructo que se interrelaciona entre el imaginario colectivo, literario y folclórico. Una “forma de fantasía infantil estructurada que luego se relaciona con géneros literarios específicos” y establece un mundo integral modélico, completo  y abierto. “En su investigación, Silvey, Cohen y Mackeith estudiaron cerca de una centenar de casos sobre lo que ellos llamaron paracosmos, es decir, narraciones documentadas sobre islas, países inventados, compañeros imaginarios o aventuras de toda clase realizadas por niños. (Hubo casos en que los niños inventaban hasta lenguajes propios). Hoy por hoy, en un afán de clasificar lo inclasificable, se ha manejado un panorama re-categorizador de estos “nuevos mundos”  enunciando una terminología que incluye componentes dispares como “mundos imaginarios, lugares imaginarios, geografía mítica o fantasías infantiles”, entre otros. (2) Lo que todo esto puede tener en común -definitivamente- es una intención totalizadora. No está de más recordar que en el libro de “Lógica Simbólica” publicado por  Dogson  en 1892 señala, literalmente, que “el universo consta de cosas que pueden ordenarse por clases y que una de éstas es la clase de cosas imposibles”.

 Otro psicólogo infantil, Bruno Bettelheim, subrayó la construcción simbólica del niño a partir de dos herramientas básicas: el cuento y el juego. Pero no sólo por diversión, sino porque tiene “una predisposición natural e inconsciente de poner en orden el caos interior y afectivo”, exteriorizando fobias, conflictos y adquiriendo patrones que le ayudan a comprender la serie de obligaciones a la que lo someten  los adultos. Estos espacios lúdicos son réplicas alegóricas del mundo cotidiano, siendo la reinterpretación fantasiosa, lo que le permite enfrentarse a problemas muy reales. En estos mundos imaginarios el niño “se inspira en los cuentos que han permanecido en su propio  subconsciente”, mezclando su propio ideal y a la vez uniéndose  con el imaginario popular o folclórico, “creando un nuevo cosmos en el que interactúa con un rol determinado”.

El niño -según Piaget- tiene una “tendencia animista”, como si la naturaleza y objetos tuvieran una “vida propia personal, inteligente y con voluntad autónoma”, una línea  que, en los textos de Carroll, surge  notoriamente. El autor se adecuó perfectamente a ese mundo “paralelo” creado por la imaginación del niño en búsqueda de aventuras, que interpreta como juegos de acción. En este caso la protagonista se fuga “metafóricamente” mediante una ensoñación (3) que le permite pasar el límite entre la realidad/ficción. Este pasaje por la frontera, simboliza la transformación que va realizar el personaje cuya identidad, intuida como real, sufrirá una metamorfosis. (Un cambio psico/físico que siempre aterroriza al pre-adolescente ó niño-joven). De alguna manera, Carroll  también absorbió y recicló el material “virgen”  que demandaba su audiencia como Charles Perrault -en otro orden de cosas-  reconvirtió los cuentos orales con una finalidad didáctica/aleccionadora. (Carácter moralizante que Carroll rechazaba enfáticamente en sus relatos).

Punto tres: Dogson versus Carroll
¿Por qué Carroll supo vehiculizar a la perfección toda esa imaginería propia de la niñez? Quizás pueda hablarse de un principio de identificación con la vulnerabilidad infantil. Frente a la rigidez victoriana de su contexto histórico, la propuesta de Carroll presenta una nueva dimensión transgredida por la inquietante “razón de la sinrazón”. El propio André Breton dijo que  la literatura de Carroll era “la solución vital a una profunda contradicción entre la aceptación del destino y el ejercicio de la razón”. Charles Dogson enfrentó, desde el vamos, un mundo a contramano que posiblemente lo consternaba a pesar de las apariencias. La era Victoriana  supuso un apogeo político y económico, Revolución Industrial mediante. Hubo expansionismo, apertura de mercado y un obsceno enriquecimiento  de Inglaterra. Fue un período extremadamente  utilitario  que estableció rígidas normas de conducta y una fachada de solemne compostura  pseudo-puritana detrás de la que -quizás- se ocultaba el hedonismo ocioso. Aquí, la felicidad era “lo normal”; una aparente normalidad colectiva que no debía ser desenfocada. De todos modos, esa “era ideal” también ha sido revisitada socio-culturalmente y guarda relación con una polémica faceta de Dogson/Carroll, sus amistades infantiles y su extravagante costumbre de fotografiar niñas: Esta denominada “pasión por las niñas” no constituye un estado de conducta atípico exclusivo de Carroll sino que surge de una posible visión idealizada del preadolescente en el Siglo XIX. Algunos ensayos lo califican como el “Siglo del Niño” en Occidente. Un espacio fascinado por los desnudos infantiles artísticos que, dentro de nuevas lecturas psicoanalíticas, podrían estar maquillando recónditas obsesiones sexuales detrás de los enaltecimientos románticos. Carroll  resultó el fotógrafo más “reconocido” en este territorio pero no fue el único dentro de una  corriente pictórica  conocida como la “Hermandad Prerrafaelista” -extendida a la fotografía- donde el frágil cuerpo de las niñas generaba admiración y goce estético. Los pre-púberes concitaban atracción por su sexualidad incipiente antes que por el desarrollo pleno del cuerpo adulto, en lo que hoy podríamos considerar como una manifiesta represión de la sociedad victoriana masculina. Las niñas corporizaban ideales de pureza, ingenuidad e inocencia en su absoluta vulnerabilidad e indefensión. En coincidencia con lo señalado, Morton Cohen, uno de los biógrafos más reconocidos de Carroll  subraya -en permanente actitud defensiva-  que para el autor, “las niñas encarnaban la esencia de lo romántico, admiraba su belleza natural (…) y estimaba su inocencia sin límites”. Sin embargo, la polémica figura de Dogson/Carroll sigue generando suspicacias habida cuenta de nuevos datos que informan sobre documentación en poder de familiares herederos que nunca fue socializada, páginas arrancadas del diario personal y centenares de fotos destruidas (4) . Desde mediados del siglo XX hasta nuestros días, la figura de Lewis Carroll ha experimentado un cruento revisionismo sobre su presunta homosexualidad reprimida y/o pedofilia, acusaciones que el biógrafo Morton Cohen ha rechazado argumentando que esas “oscuras interpretaciones” responden a una sombría lectura contemporánea “contaminada” por el psicoanálisis y totalmente descontextualizada del espacio victoriano. (5) De todos modos, nunca un seudónimo (6) reveló tan exactamente la doble naturaleza de una persona  como en este caso, un concepto que toma fuerza al saber que muchas veces Dogson negaba rotundamente ser el autor de “Alicia en el País de las maravillas”. ¿Quién fue -realmente- Dogson/Carroll? Su biografía entrelaza diversas facetas como la de escritor, fotógrafo, matemático, dibujante, pastor anglicano, coleccionista obsesivo, personaje insomne que utilizó drogas psicoactivas (7) para aliviar su artritis y -quizás- un ser atormentado que supo canalizar/neutralizar sus demonios mediante el arte. Es probable -entonces- que, desde su literatura, buscara violentar la realidad que lo sofocó apagadamente. Tanto en “A través del espejo” como en Wonderland, la lógica del mundo se detiene e, incluso, se rechaza ya que Carroll parece haber remado contra la corriente desde siempre. (Era sordo de un oído y se dice que, al ser zurdo, sus padres lo obligaron compulsivamente a escribir y manejarse con la mano derecha; una imposición que derivó en trauma y posterior tartamudez, entre otras posibles consecuencias).

Punto cuatro: Wonderland
Intentar ir al corazón del texto e ingresar en Wonderland es -como diría Césare Segre-  “poner un pie en un mundo posible, distinto al de la experiencia”. En este sentido, “Wonderland” bien puede ser catalogado como  zona limítrofe entre  lógica y gran desacomodo; Un territorio disparatado como espacio alternativo del conocimiento. En su  hibridación de “narrador/ lógico/ matemático”, muchas veces Carroll  llega al delirio mediante una secuenciación de acontecimientos y tópicos pseudo-razonables  que pueden gozar de una relativa (in)exactitud y enfrentan  al lector  a la paradoja. Una contradicción sospechosamente racional -estimulante y desacomodadora- donde el sentido lógico parece mantener una mínima coherencia en su discurso. Es parte del juego, obviamente. Warren Weaver, fanático incondicional de Carroll y autor de la denominada “Teoría matemática de la Comunicación” aseguró que dicho autor fue “de manera exasperante, un lógico excelente” pero que “logró mostrar su sutileza y profundidad en las obras de ficción” cuando su imaginación pudo liberarse de posibles convenciones ortodoxas en los textos académicos. De manera tajante, Warren concluye  que “para medir realmente su estatura como lógico debemos acudir al País de las Maravillas”. En el texto,  las paradojas y adivinanzas involucran componentes  que van desde el sentido común en estado puro hasta la posible guiñada literaria.

En el Capítulo VII (“Una merienda de locos”), la Liebre de Marzo convida a Alicia: -“Toma un poco más de té” y la respuesta de la protagonista no se hace esperar: -No he tomado nada hasta ahora – replicó la niña con expresión ofendida- de modo que es imposible que tome más. –“Querrás decir que es imposible  que tomes menos –dijo el Sombrerero. Es muy fácil tomar más que nada.” (O sea, lo improbable es tomar menos que nada). En el mismo capítulo, el Sombrerero Loco dispara a boca de jarro la siguiente interrogante: “¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?”, un juego al que Sam loyd, célebre hacedor de pruebas de ingenio, responde libremente: “En que Edgard Allan Poe escribió sobre ambos”. (8)

En su rol “lógico-matemático”, Dogson determinó literalmente: “Dominen el mecanismo de la Lógica Simbólica que (…) les proporcionará claridad de pensamiento, capacidad para encontrar el camino a través de un problema, (…) disponer sus ideas en forma ordenada y -lo más valioso de todo- detectar falacias y hacer pedazos los endebles argumentos ilógicos que tan continuamente encontrarán en libros, periódicos y hasta en sermones…”. Afirmación que podría considerarse como   presunta  crítica subterránea de supuestos dobles discursos de una época y un contexto. En principio, “Wonderland” funciona como microuniverso desquiciado e intento de ruptura frente al orden agobiante del “mundo adulto”. Posee una funcionalidad expresiva sugerente y se sustenta de manera autónoma. Pero el tema, posiblemente resulte más complejo ya que, en la elaboración de un espacio imaginario,  ese alrededor que envuelve a los personajes forma parte sustantiva de lo creado con los signos del lenguaje. La escritura, como artificio verosímil, consolida un “lugar” que forma parte de esa experiencia creadora. Ese “lugar”, en Carroll, toma bien en cuenta el uso que los niños dan al mundo fantástico para reflejar su estado anímico y diferentes etapas en el desarrollo de su personalidad. Wonderland es -precisamente- un espacio en donde todo puede ocurrir, un territorio ajeno a las reglas convencionales  donde el niño se siente libre de límites. El país de las maravillas traduce deseos infantiles y una expresión figurada del desorden que necesita el niño para rearmar su propio “yo”.

Consideraciones previas antes de caer por la madriguera
Resulta una obvia advertencia pero cabe señalar que nos detendremos sumariamente en dos o tres puntos que juzgamos interesantes a partir de fragmentos del País de las Maravillas y “A través del espejo”. Imposible simplificar el universo carrolliano en una charla: ese mundo lúdico que convierte a Alicia en una pieza de ajedrez es inabarcable. Uno, apenas, puede subrayar  titulares como el del mismísimo conejo blanco de reloj y chaleco que despierta la inmediata curiosidad del lector/oyente al comienzo de la obra. De todos modos, algunos de estos ejemplos puntuales pueden manejarse como indicadores del nuevo mundo que abrió Carroll con su imaginación.

A modo de ilustración: Cada cual que atienda su juego.
Wonderland no tiene un orden aparente; el periplo singular de Alicia la lleva de un mar de lágrimas al bosque, la mesa del té (donde el tiempo se ha detenido en un  eterno festejo de “no-cumpleaños”) y el juego del croquet con flamencos,  erizos y soldados–carta, entre otras extravagancias disparatadas que incluyen un gato invisible.

Aquí, el componente lúdico  tiene un altísimo valor de libertad creativa en la obra de Carroll. En su ensayo “Lógica del sentido”, Guilles Deleuze dice que, en nuestra realidad convencional, los juegos “responden a cierto número de principios no contradictorios”. Sin embargo, citando el pasaje de la partida de croquet (Capítulo VIII), Deleuze califica el acto como  “juego ideal” donde “a primera vista es difícil encontrar un sentido”. En esta instancia no aparecen mayores reglas categóricas pre-existentes como tampoco surgen victoriosos o perdedores. La (des)organización pauta una actividad caótica; una situación donde predomina el nonsense azaroso sin reglas fijas: la libertad absoluta de la creación artística  plasmada en una partida  donde cada “pieza” entra y sale de cuadro mientras los jugadores son desbordados por un estrafalario happening. Para Deleuze, este pasaje representa el juego supremo donde el azar no es domesticado para apostar a ganadores y “no tiene otro resultado sino la obra de arte”, una obra que trastorna la supuesta realidad tal cual la entendemos.

Para Lewis Carroll, el Arte es el juego mayor que puede realizar el hombre en su propósito creacionista. La imaginación lúdica al poder. (Que Alicia en “A través del espejo” deba recorrer una especie de región cuadriculada como casilleros nos recuerda   que todos podemos formar parte de un gran juego desconocido en donde  somos naipes dentro de un mazo o piezas diseminadas en el tablero. –“Es una inmensa partida de ajedrez que se está jugando…sobre el mundo entero…si es que esto es el mundo” – señala el personaje.

La “lógica” y el caos
Con respecto al felino invisible, podríamos señalar que, si bien Carroll en principio se aleja de una maligna visión ancestral de los gatos, el inquietante gatito de Chesire (9) es un personaje bastante singular. Habida cuenta que Carroll supervisó obsesivamente los dibujos de Tenniel (10) hasta lograr la imagen que deseaba, la ilustración definitiva no deja de resultar algo perturbadora.  Como es sabido -además- Carroll no concebía un libro para niños sin ilustraciones sino que, por el contrario, las consideraba “imprescindibles”. La propia Alicia Lidell, ya mayor, recuerda que el autor “mientras inventaba esas fantásticas historias, iba dibujando todo el tiempo en una gran hoja de papel

Este peculiar gato también  tira alguna que otra reflexión pseudo-filosófica pero de estricta y lógica racionalidad. Nos remitimos al siguiente diálogo en el final del Capítulo VI de Wonderland donde Alicia entabla una charla de aparente -e ingenua- sencillez. “-¿Podría decirme, por favor qué camino he de seguir desde aquí? Preguntó Alicia  -Eso depende, en buena medida, del lugar adonde quieras llegar. Dijo el Gato -No me importa mucho adónde. Dijo Alicia –Entonces no importa por donde vayas. –Respondió el Gato”. Esto ya de por sí podría producir rebuscadas lecturas  de filosofía zen (11) pero el remate está dado cuando Alicia insiste, intentando corregir su difusa pregunta, agregando…”Siempre y cuando llegue a algún lado, a lo que el gato responde: “-Oh, puedes estar segura que a algún lado vas a llegar…”.

Otro tópico importante que se desliza en este pasaje tiene que ver con la anormalidad del contexto: “Todos estamos locos aquí. – dijo el Gato – Yo estoy loco. Tú estás loca”. “¿Cómo sabe que estoy loca? -dijo Alicia- Tienes que estarlo –dijo el Gato-, o no habrías venido aquí”. Categórico anuncio de la inutilidad de la cordura y el raciocinio en el desfasado territorio de las maravillas. Una región imposible que Alicia intentará acotar con el pensamiento lógico estableciendo una permanente colisión con la absurdidad. Sin embargo muchos elementos -aparentemente caprichosos- que surgen de la lectura cumplen una  marcada función sugerente: Hacen a otro tipo de lógica quizás estrafalaria pero que deposita un peculiar sentido común en su discurso.

Ejemplo: En el Capítulo II de “Wonderland” Alicia entabla diálogo con un ratón:

 –“Oh, perdóneme – dice Alicia (después de haber pronunciado la palabra gato en francés frente al ratoncito

–Olvidé por completo que a Usted no le gustan los gatos!

-¿Qué no me gustan los gatos! Gritó el ratón con voz aguda y colérica- ¿¡Te gustarían a ti si fueras yo?”

Siguiendo en compañía de este ratoncito, el capítulo siguiente (Capítulo III; “Una carrera de comité y una larga historia”) presenta uno de esos momentos que podríamos calificar de fundamentales por la fuerza que despliega el contenido. Un pasaje de tono kafkiano donde la historia se ilustra de manera similar a los poemas gráficos o caligramas de Apollinaire ya que Alicia confunde el término “tale” (cuento) con “tail” (cola; la del ratón, obviamente) en un juego idiomático que se diluye en la traducción. La prosa se estructura -precisamente- como una cola que se va afinando al final del texto. Se trata del juicio sumario de la Furia realizado al ratón: “Furia le dijo a un ratón que encontró en la casa: Vamos a ir los dos a juicio. Yo te juzgaré a ti. Vamos, no acepto excusas. Debemos tener un proceso porque realmente esta mañana no tengo nada que hacer. Le dijo el ratón al perro: Semejante proceso, querido señor, sin jurado, ni juez, sería perder el tiempo. Seré juez, seré jurado, dijo sutil el viejo Furia. Examinaré toda la causa y te condenaré a muerte”.

Ciclo inapelable donde el poder absoluto funciona como juez, jurado y verdugo. Una sentencia anticipada a la defensa, como también sucede en el Capítulo XII donde la reina exige imperativamente -y de manera literal- que “la sentencia vaya primero y el veredicto después”. De más está decir que esta variable perturbadora impresiona como una realidad subterránea que  delata el autoritarismo, los caprichos del Poder y la  utópica igualdad de todos los ciudadanos frente a una justicia degradada. El relato del ratón es fiel dibujo de la irracionalidad inquisidora del despotismo. Una mínima fábula tan perversa como inquietante donde el reo es condenado de antemano y se ejecutan inocentes en una alucinada cacería de brujas. Este breve “proceso” -en definitiva- marca toda la atrocidad del terrorismo de estado, de la injusticia dictatorial emanada desde la soberbia del poder. Y Carroll lo sintetiza de manera admirable.

El país adulto
Detrás del aparente sinsentido, de la delirante incoherencia lúdica, la crítica ha señalado que esas reglas incomprensibles para Alicia en este país maravilloso no son otra cosa que una representación emblemática del contradictorio mundo adulto frente a la ingenuidad del niño. Un tránsito que la enfrenta  a una jurisdicción caótica pero - a la vez - fascinante para sus ojos. La pequeña heroína intenta comprender esa galaxia no-racional quizás  para adaptarse simbólicamente al futuro de adultez que le aguarda. Muchas veces su discurso delata un nivel  equilibrado en contraposición al disparate que enfrenta en este territorio fantástico. Su punto de vista apuesta a una lógica infantil en estado puro y colisiona con una absurdidad aparentemente hermética. La decodificación de este choque -obviamente- nos compromete como lectores ya que, de alguna manera, somos Alicia  explorando la dimensión desconocida y buscamos, como ella, un grado de accesibilidad significante frente al desborde. Esta exploración que realiza el personaje, en realidad, también puede ser un viaje hacia sí mismo, esa pulsión del crecimiento sofocante (la bebida que la agiganta)  con todos los miedos e interrogantes que suponen los cambios físicos, las experiencias de vida y la pérdida de la inocencia. Como dato al margen, cabe señalar que, al final del libro, la hermana de Alicia cierra el discurso narrativo con una reflexión que avalaría esta lectura sobre esas etapas en la vida del niño hacia su adultez. Lo curioso del cierre es el pasaje de una ensoñación a otra donde el personaje de la hermana sueña “a su manera” el sueño de Alicia “de modo que ella, sentada con los ojos cerrados, casi se creía en el País de las Maravillas..”. Un mundo doblemente onírico y -a la vez- extravagante ruptura del discurso literario convencional que, hoy por hoy, sigue vigente e inagotable en sus posibilidades analíticas. Muy parecido a lo que ocurre en el País del espejo donde Alicia descubre un territorio reflejo similar pero diferente al real en donde las coordenadas de tiempo y  distancia han sido abolidas.  El cambio -por cierto- es sustantivo. En este lugar uno puede recordar lo que va a ocurrir tiempo después o vivir en el pasado y el futuro, salteándose el presente inmediato por lo que  una sentencia se ejecuta antes que se cometa el crimen, como aclara la Reina Blanca en el Capítulo V. Una fantasía demencial  que, más adelante,  el escritor de ciencia ficción Philip K. Dick potenciaría  en alguno de sus relatos.

La palabra final.
Para finalizar esta acotadísima aproximación a Carroll, vale la pena subrayar la importancia del discurso narrativo porque, en este país insólito, la palabra también tiene una presencia mayúscula y su significado estaría a la orden del que la pronuncia ya que lo importante -según Humpty Dumpty (Capítulo VI de “A través del espejo”)- es “quién manda”. “Cuando yo uso una palabra –dice el personaje- esa palabra significa exactamente lo que yo decidí que signifique…”Aquí Humpty Dumty asume un carácter imperativo sobre la arbitrariedad del signo pero no se trata de una manipulación sofista que pretende argumentar en el vacío o incomunicar al receptor con el tema de la impenetrabilidad. Las pretensiones de Humpty Dumpty pueden estar buscando el discurso absoluto, el sentido total. La palabra como herramienta de la voluntad. No nos referimos al sentido que le adjudica la comunidad para hacer inteligible lo enunciado porque no se trata de apelar al diccionario. La búsqueda del personaje hace a lo literario como acontecimiento especial del lenguaje que  expresa lo inefable y dice lo que el idioma convencional no dice. Nótese aquí  la intencionalidad del creador, ese merodeador de palabras que “ordena” -en el doble sentido del término- lo que su discurso quiere decir. El valor de la palabra en su dimensión más abarcadora. Humpty Dumpty  aparece como el gran poeta. Esto tiene que ver con la creación total. La imaginación creadora que sueña al universo y acrecienta el valor del “yo” hacedor que a través de la palabra -como en el Génesis- funda una divinidad que, a su vez, nos separa del caos e inventa el universo. El escritor crea al Creador. En definitiva, la palabra crea al universo. Lo que no tiene nombre, no existe. Para Heráclito, la palabra es el principio que rige al universo, es el origen de todo. La palabra es Dios. La palabra de dios es sagrada. La palabra es sagrada. Es la palabra divina, fundadora del mito; la palabra que “nos habita” según Paul Valery. La palabra calificada como “trascendental” por Sartre, ya que solo a través del lenguaje “se descubre el mundo”. Toda creación nace de la palabra mágica en una tarea que el hombre continúa para ponerle nombre a las cosas en la función adánica. Es la palabra milagrosa que  permite que los discípulos de Jesús sean comprendidos por todas las lenguas en su proceso de evangelización. La palabra fundacional que ya aparecía en el antiguo Egipto con la divinidad que crea todo lo que existe solo con pronunciarlo. Una vez enunciada, la palabra construye la realidad. Esa es la función abarcadora  que Dumpty asigna al término: la palabra que alude y elude es la poesía misma. Por último -entonces-  considero también oportuno recordar a Nicanor Parra que en su poema “Cambios de nombre” nos recuerda, al igual que Humpty Dumpty, que “El poeta no cumple su palabra/ si no cambia los nombres de las cosas  y agrega “Todo poeta que se estime a sí mismo/ debe tener su propio diccionario. / Y antes que me olvide/ al propio dios hay que cambiarle el nombre/ Que cada cual lo llame como quiera: / ese es un problema personal”.


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Bibliografía

Bettelheim, B. Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Barcelona, España: Grijalbo.

Borges, Jorge Luis. “El sueño de Lewis Carroll”, Ed. El País, Madrid, 19 de febrero 1986.

Campbell, Joseph. “El héroe de las mil caras, psicoanálisis del mito”, Editorial F.C.E., México, 1997.

Cohen, David y Mackeith. “El desarrollo de la imaginación. Los mundos privados de la infancia” y “Paracosmos, una forma especial de fantasía”. Ed.Paidós

Cohen, Morton N. “Lewis Carroll”. Barcelona: Anagrama, 1998. 
Deleuze, Guilles. “Lógica del sentido” (Edición electrónica de Escuela de Filosofía; Universidad de ARSIS)

García Rivera, G. (2004) “Paracosmos: las regiones de la imaginación”. Primeras noticias. Revista de Literatura Nº 207

Jauss, H. R. (1986). Experiencia estética y hermenéutica literaria. Madrid: Taurus

Rodríguez Bello, Luisa. “Alicia en el país de las Maravillas”. De la metafísica y la lógica a la estética. (Revista Electrónica de Investigación CREDI; 2003)

Stilman, Eduardo. “Los libros de Alicia” (Traducción anotada; Ediciones de  La Flor, 2008)

Notas

(1) Más de sesenta años antes del Primer Manifiesto Surrealista. Otro dato: En 1862 Sigmund Freud tenía apenas  seis años. (Hubiera sido un interesado espectador si Carroll lo hubiese incluido en su auditorio). Testigos de esos momentos señalan que Carroll “encantaba” a los niños con sus narraciones y, como punto anecdótico, cabría considerar el “detalle” de  la tartamudez de Carroll, superada con el tiempo. En realidad, según correspondencia de la época, el defecto de Dogson era una especie de habla vacilante  que generaba espacios de silencio incómodos en sus intercambios orales Sin embargo -al parecer- ese problema desaparecía absolutamente cuando Dogson se transformaba en Carroll y contaba sus fábulas frente a ese público menudo. (Otra anécdota: “Alice’s Adventures in Wonderland” se publicó por primera vez el 4 de julio de 1865, aniversario de la famosa excursión en barca de 1862).

 (2) Resulta casi inevitable señalar algunos tópicos puntuales como el de mundo maravilloso, un espacio asombroso y homogéneo por donde  el héroe realiza su periplo (según la teoría del monomito de Joseph Campbell); la denominación de mundo utópico, concebida para designar un contexto comunitario idealizado o el concepto de mundo fantástico donde lo sobrenatural se cuela por alguna rendija de la cotidianeidad. Lo inclasificable también podría surgir  en esa jerarquización de mitos como los que narran el nacimiento de los dioses (Teogónicos); los Fundacionales (Rómulo y Remo) o los Antropogónicos que relatan creación del ser humano, entre otros.  

(3)  Dante, en la “Divina Comedia”, utiliza el sueño como metáfora de una tendencia inconsciente que lo hizo ingresar a “la selva del pecado”: “Io non so ben ridir comm`io v`entrai /  tant`era pieno di sonno a quel punto / che la verace via abbandonai.” Al inicio de “Wonderland”, Alicia -por su parte- se sentía “muy somnolienta y atontada” por una jornada calurosa. El  mismo autor, antes de la publicación del libro, explicita en una carta dirigida a un conocido que “todo es un sueño pero no quiero revelarlo hasta el final”. En el capítulo IV de “A través del espejo” Tweedledee le dice a Alicia que el Rey Rojo está soñando con ella. Al respecto,  Borges señala: “Alicia sueña con el Rey Rojo, que está soñándola y alguien le advierte que si el rey se despierta ella se apagará como una vela, porque no es más que un sueño el rey que ella está soñando, los dos sueños de Alicia bordean la pesadilla (...) A primera vista, las aventuras de Alicia parecen irresponsables o casi arbitrarias; luego comprobamos que encierran el secreto rigor del ajedrez y de la baraja, el más inolvidable es el adiós del caballero blanco, quizá el caballo está conmovido, porque no ignora que él también es un sueño de Alicia, como Alicia fue el sueño del rey rojo, que está a punto de esfumarse. El caballero es el propio Carroll que se despierta de los queridos sueños que poblaron su soledad”. Al final del texto, la hermana mayor sueña el sueño de Alicia en una doble asociación onírica.

 (4) En la actualidad se conservan únicamente cinco retratos de desnudos, ya que muchos de ellos fueron destruidos por el propio autor. Aparentemente, Carroll abandonó la fotografía al ocasionarle algunos problemas con las familias de sus modelos. Entre los desnudos que se conservan se encuentra el de la joven Evelyn Hatch, en el que aparece recostada sobre la hierba. Fue  encontrado, en un sobre con un rótulo que decía: “para quemar sin abrir”. Hasta mediados del siglo XX, se desconocía la actividad fotográfica  de Lewis Carroll. Fue el historiógrafo  Helmunt Gernsheim,  quién en 1949, identificó a Lewis Carroll como el autor de un álbum de  un fotógrafo victoriano amateur. Se especula que sólo se conoce 1/3 de las aproximadamente tres mil fotos que sacó en su vida.

 (5) ¿Qué podemos imaginar hoy de una persona que lleva consigo un portafolio repleto de juguetes para congraciarse con las niñas, entablar relación con ellas y  fotografiarlas desnudas? Aparentemente, Dogson habría fotografiado a más de un centenar de niñas desnudas o semidesnudas aunque apenas se han rescatado un par de dichas fotografías. (Para sus sesiones fotográficas, había construido un estudio sobre el tejado de su vivienda buscando aprovechar al máximo la luz solar).

(6) Su nombre es “latinizado” y de Charles Lutwidge pasa a ser  Carolus Ludovicus, que -reciclado de nuevo al inglés-  se traduce como Lewis Carroll. 

 (7) Al respecto los biógrafos especulan con la probabilidad del uso de láudano (derivado del opio). Sin embargo, no existiría evidencia sobre el consumo abusivo de dichas sustancia aunque cierta crítica ha insistido en la posible relación de las “alucinaciones” de Alicia como indicador de la influencia de  drogas psicodélicas en su obra. Un ejemplo señalado es el de la Amanita Muscaria (un hongo)  que produce macropsia y micropsia, ( desorden en la percepción visual que hace ver las cosas más grandes y/o pequeñas de lo que son en realidad) estableciéndose una relativa analogía con las variaciones de tamaño que experimenta el personaje al probar determinada ingesta.

(8) Lo cierto es que Carroll confesó, en principio, no tener una respuesta precisa y jugó con los términos  never/reven (En inglés “cuervo” -pero mal escrito- para argumentar que “nunca” se pone con lo de atrás adelante). 

 (9) Gato de Chesire: Al parecer, la extraña imagen del gato risueño era clásica del condado de Chesire donde se vendía un queso con cara de felino sonriente para “espantar a los ratones”.

(10) Ya que mencionamos las ilustraciones de Tenniel, vale la pena señalar -como dato al margen- que los dibujos  que representan a Alicia no se basan en la pequeña Lidell sino en otra niña (Mary Hilton Badcock) que posó para Carroll/Dogson.

 

(11) En la filosofía zen, “la meta es el camino” ya que “viajar es estar vivo”. Enunciado similar al dictaminado en la arenga atribuida a Pompeyo donde se afirmaba la célebre frase “Navigare necesse est, vivere non necesse”. (Navegar es necesario, vivir no lo es). Un paradigma retomado -si se quiere- por Antonio Machado (“Caminante, no hay camino / se hace camino al andar…”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 8 de marzo de 2017

Los mundos imaginarios de la Literatura

“Los mundos imaginarios de la Literatura. De Liliputh a Macondo”Gustavo Iribarne
gusiribarne@yahoo.com
 
La Literatura supone un “fenómeno especial del lenguaje” y - a la vez -configura mundos imaginarios por medio de palabras. Es un discurso lingüísticamente codificado que “inventa” universos artificiales a través de la escritura. Un discurso que transforma estructuras lingüísticas en espacios ficticios.
Como creación, la Literatura establece la génesis de territorios virtuales con sus propios códigos (que, por momentos, parecen parcialmente ocultos y complejos y otras veces están estrechamente relacionados con el personaje y los acontecimientos, como en el “Horror de Dunwich” de Lovecraft). Esta fundación imaginaria supone un periplo a recorrer como parte de la experiencia cómplice del lector.
Como obra de arte, la Literatura no tiene límites en la elaboración de un imaginario y, muchas veces,  ese alrededor que envuelve a los personajes forma parte sustantiva de lo creado con los signos del lenguaje. Es que la escritura no solo “enuncia individuos” dentro del esquema de Benveniste sino que también, como artificio verosímil, consolida un “lugar” que forma parte de esa experiencia creadora. Al transformar la estructura lingüística, elabora un nuevo mundo imaginario en su totalidad.
Liliputh
En este sentido, la teoría crítica ha señalado que “el mundo ficticio instalado en el texto se nutre de objetos, personajes, lugares, tiempos, eventos y leyes que rigen las relaciones entre ellos. Estas marcas no existen sino sólo verbalmente, o sea que en cuanto son construcciones verbales, pueden ser consideradas ficciones o viceversa”. Por lo tanto, como dicen Ducrot y Todorov, “investigar la  verdad de un texto literario es operación no pertinente y equivale a leerlo como un texto no literario”.
La Literatura supone un “fenómeno especial del lenguaje” y - a la vez -configura mundos imaginarios por medio de palabras. Es un discurso lingüísticamente codificado que “inventa” universos artificiales a través de la escritura. Un discurso que transforma estructuras lingüísticas en espacios ficticios.
Como creación, la Literatura establece la génesis de territorios virtuales con sus propios códigos (que, por momentos, parecen parcialmente ocultos y complejos y otras veces están estrechamente relacionados con el personaje y los acontecimientos, como en el “Horror de Dunwich” de Lovecraft). Esta fundación imaginaria supone un periplo a recorrer como parte de la experiencia cómplice del lector.
Como obra de arte, la Literatura no tiene límites en la elaboración de un imaginario y, muchas veces,  ese alrededor que envuelve a los personajes forma parte sustantiva de lo creado con los signos del lenguaje. Es que la escritura no solo “enuncia individuos” dentro del esquema de Benveniste sino que también, como artificio verosímil, consolida un “lugar” que forma parte de esa experiencia creadora. Al transformar la estructura lingüística, elabora un nuevo mundo imaginario en su totalidad.
En este sentido, la teoría crítica ha señalado que “el mundo ficticio instalado en el texto se nutre de objetos, personajes, lugares, tiempos, eventos y leyes que rigen las relaciones entre ellos. Estas marcas no existen sino sólo verbalmente, o sea que en cuanto son construcciones verbales, pueden ser consideradas ficciones o viceversa”. Por lo tanto, como dicen Ducrot y Todorov, “investigar la  verdad de un texto literario es operación no pertinente y equivale a leerlo como un texto no literario”.
Intentando un panorama caleidoscópico,  quedaremos relativamente fuera de la discusión crítica   que pretende  una visión más centrada, recategorizando  una terminología que incluye posibles componentes dispares - con necesidad de acotación - como “mundos imaginarios, lugares imaginarios, geografía mítica, fantasías infantiles, ultramundo, realidad virtual, mitogénesis, etc”. 
Igualmente resulta casi inevitable señalar algunos tópicos como el de mundo maravilloso, un espacio asombroso y homogéneo por donde  el héroe realiza su periplo según la teoría del monomito de Joseph Campbell (Partida, cruce del umbral, iniciación, las pruebas, recompensa, resurrección y regreso); la denominación de mundo utópico, concebida para designar un contexto comunitario idealizado o – finalmente – el concepto de mundo fantástico donde lo sobrenatural se cuela por alguna rendija de la cotidianeidad como en el caso de  “La noche boca arriba”.
La idea es – como diría Césare Segre – “poner un pie en un mundo posible, distinto al de la experiencia” sin establecer un orden riguroso, a pesar de respetar esa mirada crítica que genera un patrón de  mundo alternativo, definido como paracosmo. (Un término acuñado por los psicólogos infantiles Silvey y Mackeith). 
La fusión de la literatura fantástica con el folclore, la imaginería infantil y las leyendas populares genera mundos imaginarios a través de representaciones icónico – verbales que algunos teóricos denominan paracosmos. El paracosmos sería un constructo que se interrelaciona entre el imaginario colectivo, literario y folclórico. Una “forma de fantasía infantil estructurada que luego se relaciona con géneros literarios específicos”. El paracosmos resulta un modelo de mundo integral que configura un universo completo en cuanto a las leyes que rigen la ficción y los personajes, aunque abierto en su desarrollo.
En este sentido, las lecturas no dejan de ser múltiples: A nivel teórico, un antropólogo - por ejemplo -  podrá advertir estereotipos de una iconografía recurrente, mientras que un sociólogo especulará con algunos  componentes del imaginario colectivo y un psicoanalista subrayará la plasmación de los miedos y fantasías  infantiles, entre otras cosas.
Asumiendo que un texto considerado sagrado por diversas religiones también integra la categoría de discurso literario, objeto de conocimiento y fuente de placer estético[1] bien podemos comenzar el recorrido por el denominado Paraíso Terrenal o Edén bíblico como sinónimo de territorio fantástico. Aquí estaríamos entrando precisamente,  en una categoría específica que algunos teóricos denominan como “mundos míticos o mitológicos”.
Un espacio que marca el dominio del hombre dentro de su ámbito, amo y señor de un lugar fértil, con alimentos en abundancia y dominando a una fauna absolutamente dócil en su interacción con el humano.  (Cabe recordar que la creación de este universo respetaría una escala clasificada ascendente o de lógica secuenciación, de la obscuridad a la luz; la separación de tierra y agua; de lo inorgánico a lo orgánico, etc.).
Un jardín ideal por donde fluye un río que parece consolidar la seguridad eterna de básicos abastecimientos. (Un mundo, en definitiva, posiblemente soñado por comunidades resilientes que sufrieron todo tipo de carencias, hambre y  sed en medio de desiertos inhóspitos, en situación de riesgo y vulnerables a fieras carnívoras y otros peligros.
Es, de todos modos, un lugar (im) perfecto que posibilita la presencia del mal y la tentación. (Una tentación ambigua que, aparentemente lleva al conocimiento del bien y del mal y/o la sabiduría). Sin embargo, este particular asunto  parece no empañar la virtualidad de un mundo que, para alcanzar la supuesta perfección, es más sugerido que detallado.
Porque...¿cómo era ese paraíso perdido?. En el Génesis no abundan mayores datos y los teólogos ni siquiera se han puesto de acuerdo en el tipo de árbol o árboles que representaban la vida o la ciencia del bien y del mal (conjeturando hipótesis que van desde palmeras a higueras en donde – además – el denominado “árbol de la vida” hasta podría ser un bananero). Cabe señalar que, con el tiempo, John Milton en el Siglo XVI, abundaría en detalles con respecto a la visión de este lugar alejado para el ser humano. “El paraíso perdido” de Milton es, sensorialmente, muy ilustrativo.
Otro dato interesante surge de su posible etimología (del griego paradeisos que derivaría de un término persa que traduce la idea de “terreno cerrado”. (¿Prohibición, aislamiento, jaula de oro o lugar privilegiado? No debemos olvidar que “edén” en hebreo significa “delicia”). Un  paraíso perdido que, ahora, vendría a ser el símbolo de la plenitud a recuperar en la otra vida.
Obviamente, con las variantes del caso, todas las culturas tuvieron (y tienen) su lugar idílico. Del Olimpo, habitáculo de los dioses griegos hasta el paraíso sumerio llamado Dilmún, pasando por los Campos Elíseos de Homero, estos “mundos” resultan ajenos a la idea de vejez, enfermedad y muerte. (Aunque también aquí pueda caber la presencia del mal -celos, odios, soberbia, etcétera- en medio de tanta “pureza”. Una pureza donde lo material (las piedras preciosas -diamantes, esmeraldas- que aparecen en el jardín mágico del Poema de Gilgamesh),  también nos habla de valores muy terrenales a la hora de representar la espiritualidad.
El Corán tampoco es ajeno a esta representación bastante materialista y patriarcal del más allá visto como un espacio destinado a “los respetuosos de la divinidad que disfrutarán de un vergel con abundantes fuentes, recostados en divanes, mientras bellas vírgenes les sirven sus alimentos en bandeja de plata”. En esencia, todas las culturas parecen tener su lugar ultraterreno de privilegio como también aparece en la mitología escandinava con el denominado Walhalla, el “palacio de los caídos” reservado para los guerreros que mueren en el campo de batalla. Una morada de 500 puertas y reino de Odín que recibe los “bienaventurados héroes” nórdicos. Algo similar a la Ínsula Pomorum (o Isla de los manzanos) de la mitología celta,  “un lugar eternamente verde sin granizo, ni lluvia ni nieve”  donde los caídos en batalla van a gozar de su inmortalidad.
De estas influencias judeocristianas y grecolatinas (y otras) surge el estructuradísimo mundo de ultratumba concebido por Dante. Ese universo espiritual materializado donde dios y el diablo se reparten territorio en una macro - representación psicocósmica. Un más allá de límites precisos y códigos inalterables solo transgredidos, a modo de excepción,  por la presencia del poeta. Un mundo donde tortura y beatitud colisionan en forma radical a modo de ejemplo aleccionante. Un laberinto sin salida, un ascenso sacrificado y un paraíso celestial conforman el friso que Dante resignifica en su obra. Quizás sea la obra más detallada que describe al mundo de los muertos, las almas en pena y los benditos. Tanto arquitectónicamente, como en su geografía, cataclismos naturales y fauna, la Divina Comedia se presenta como el compendio más acabado del otro mundo. (Mundo mítico)
Como vemos, los ejemplos son múltiples y, dentro de dichas variables e influencias también cabe recodar las improbables crónicas de muchos “viajeros” que con imaginación, exageración -o mera creación ficticia- intercalaron una mirada paralela al universo que nos rodea. Baste recordar a Luciano de Samosata que, en Siglo II de nuestra era, se anticipó bastante a H. G. Wells en su viaje a la luna, registrando la existencia de los selenitas, tecnológicamente más adelantados que nosotros. Una luna muy visitada donde Ariosto, en el Siglo XVI, encuentra “todo lo que se pierde en la tierra los suspiros de los amantes, los proyectos inútiles y los no realizados” y - posteriormente - Cyrano de Bergerac, que en su paseo lunar encontrará el paraíso perdido y a unos gigantes que lo encierran en el zoológico.
Además de estos primitivos viajes espaciales, también hubo un proceso en la imaginería de los cronistas y/o viajeros por el planeta. No es lo mismo la experiencia del viaje en el antiguo mundo, donde el imaginario medieval y la tradición cristiana imponían sus códigos o la expansión europea dada a partir del Siglo XV con el descubrimiento de América.  A partir del S. XVIII, la concepción de la racionalidad también cambió y se generaron nuevas utopías. Subsiste, sin embargo, la necesidad imperiosa de transformar esos espacios lejanos, pseudo-reales o ficticios en palabras, en una representación literaria que -a su vez- reinventa ese mundo.
Oscilando entre la leyenda, el presunto hecho histórico y la mera fantasía, los ejemplos pueden ir desde el éxodo del pueblo judío hacia la tierra prometida, las crónicas (¿hiperbólicas?) de Marco Polo o la expedición de Jasón y los argonautas. También tenemos ejemplos más cercanos como los “Nau las crónicas pretenden ser realistas, no dejan de deslumbrarse frente a la novedad de lo desconocido, exagerando el acontecimiento y lo que se describe. Incluso el propio Luciano de Samosata bromeó irónicamente con los supuestas crónicas “objetivas” en sus “Relatos verídicos” con visiones de tierras imposibles como la Isla de Dionisos donde habitan mujeres árboles o Cabalusa cuyos residentes suponen ser otras féminas caníbales y antropozoomórficas.
Es la fascinación del viaje como un descubrimiento en sí mismo, el desplazamiento: dejar la orilla y atreverse a surcar el horizonte. Una inquietud heredada de las antiguas gestas que nos puede llevar de la Odisea de Homero hasta “La vuelta al mundo en 80 días” de Julio Verne, pasando por múltiples ejemplos que incluirían al propio Quijote en su camino a la gloria del caballero andante. (Un trayecto que lo enfrenta a molinos, lo introduce en la Cueva de Montesinos y lo lleva junto a Sancho a la ínsula de Barataria, original por estar rodeada  por tierra en vez de mar).
Además, lo que no es contado se pierde en el olvido: frente a la acción del viaje, el verdadero poder de trascendencia reside en la palabra ya que, sin la misma, dicha acción se desvanece en el tiempo. La palabra, en definitiva, también reinventa el pasado. (La “historia” de nuestra región hasta fines del Siglo XIX estuvo prácticamente contada por viajeros y, al hacerse relato, ingresa en los histórico literario. Desde Juan Díaz de Solís hasta el propio Hernandarias hicieron una primitiva literatura a partir de nuestra realidad).
Ahora, la creación literaria de viajes fantásticos genera muchos mundos imaginarios tan  increíbles como sugerentes. Los viajes de Gulliver, (O “Viajes a varios lugares remotos del planeta”) de Jonathan Swift, injustamente relegados durante bastante tiempo al territorio de la literatura infantil, gozan de esa capacidad simbólica. Baste recordar la isla flotante de Laputa[2] que se sostiene en el aire encima de otra isla. Un espacio alegórico del imperialismo y la explotación, donde el rey acopia el agua de las lluvias y puede privar de la luz del sol a los súbditos de otras ciudades que se nieguen a pagar tributo y hasta destruirlos totalmente lanzándoles enormes piedras. (En su contexto histórico, Swift establecía la relación alegórica entre Inglaterra e Irlanda pero, hoy por hoy, su valor referencial adquiere un perfil universalista). Pero en Laputa no solo aparece la lectura política sino también una crítica al racionalismo exacerbado que se atribuye la capacidad de explicar a la naturaleza y el universo. A manera de sarcasmo, fragios y comentarios” de Álvar Núñez Cabeza de Vaca o las Jornadas de Omagua y El Dorado de Francisco Vásquez. Incluso cuando las crónicas pretenden ser realistas, no dejan de deslumbrarse frente a la novedad de lo desconocido, exagerando el acontecimiento y lo que se describe. Incluso el propio Luciano de Samosata bromeó irónicamente con los supuestas crónicas “objetivas” en sus “Relatos verídicos” con visiones de tierras imposibles como la Isla de Dionisos donde habitan mujeres árboles o Cabalusa cuyos residentes suponen ser otras féminas caníbales y antropozoomórficas.
Es la fascinación del viaje como un descubrimiento en sí mismo, el desplazamiento: dejar la orilla y atreverse a surcar el horizonte. Una inquietud heredada de las antiguas gestas que nos puede llevar de la Odisea de Homero hasta “La vuelta al mundo en 80 días” de Julio Verne, pasando por múltiples ejemplos que incluirían al propio Quijote en su camino a la gloria del caballero andante. (Un trayecto que lo enfrenta a molinos, lo introduce en la Cueva de Montesinos y lo lleva junto a Sancho a la ínsula de Barataria, original por estar rodeada  por tierra en vez de mar).
Además, lo que no es contado se pierde en el olvido: frente a la acción del viaje, el verdadero poder de trascendencia reside en la palabra ya que, sin la misma, dicha acción se desvanece en el tiempo. La palabra, en definitiva, también reinventa el pasado. (La “historia” de nuestra región hasta fines del Siglo XIX estuvo prácticamente contada por viajeros y, al hacerse relato, ingresa en los histórico literario. Desde Juan Díaz de Solís hasta el propio Hernandarias hicieron una primitiva literatura a partir de nuestra realidad).
Ahora, la creación literaria de viajes fantásticos genera muchos mundos imaginarios tan  increíbles como sugerentes. Los viajes de Gulliver, (O “Viajes a varios lugares remotos del planeta”) de Jonathan Swift, injustamente relegados durante bastante tiempo al territorio de la literatura infantil, gozan de esa capacidad simbólica. Baste recordar la isla flotante de Laputa (No está de más recordar que, en un principio, algunas traducciones cambiaron el nombre por Lupata, entre otras censuras a todo tipo de referencias sexuales y/o escatológicas de las primeras ediciones), que se sostiene en el aire encima de otra isla. Un espacio alegórico del imperialismo y la explotación, donde el rey acopia el agua de las lluvias y puede privar de la luz del sol a los súbditos de otras ciudades que se nieguen a pagar tributo y hasta destruirlos totalmente lanzándoles enormes piedras. (En su contexto histórico, Swift establecía la relación alegórica entre Inglaterra e Irlanda pero, hoy por hoy, su valor referencial adquiere un perfil universalista). Pero en Laputa no solo aparece la lectura política sino también una crítica al racionalismo exacerbado que se atribuye la capacidad de explicar a la naturaleza y el universo. A manera de sarcasmo,
Swift imagina a los laputanos como seres abstraídos en disquisiciones perezosas e inútiles que, lejos de optimizar el intelecto, degradan la facultad racional del hombre en absurdas especulaciones.
A su vez, Liliput, donde sus habitantes no exceden los quince centímetros de estatura,  también deja su huella reflexiva. Resulta muy interesante, por ejemplo, la manera en que el rey elige a los destinados a ocupar un cargo vacante de relevancia política: Los aspirantes deben divertir al monarca bailando sobre una cuerda a treinta centímetros del suelo. El que logra saltar más alto y hacer piruetas sin caerse, obtiene el cargo. Resulta obvio recordar el nivel de mordacidad y sarcasmo que circulan por las páginas de Swift. Toda la obra puede concebirse, en realidad, como una crítica ácida contra la hipocresía, la banalidad cortesana y, en definitiva, una amarga reflexión sobre la naturaleza humana en general. (Por algo su obra plasma una república de caballos sabios en la isla de Houyhnhms, estableciendo un rechazo a la maldad humana frente a la ecuanimidad del reino animal).
Los liliputienses, por ejemplo,  son vanidosos y se autoproclaman como los seres más poderosos del planeta (una postura irónica que contrasta con la pequeñez física que les concede el autor. Dicha pequeñez – asimismo – se traduce en una pequeñez moral contaminada por el odio y la guerra: guerra que se desencadena por los motivos más absurdos e insignificantes).
En  contraste con lo señalado, se erige la isla de Utopía que se supone muy cercana a Sudamérica (aunque etimológicamente significa “ningún lugar”), conformando un enorme puerto natural al que – sin embargo – solo los utopianos pueden acceder. (Las primeras “noticias” de esta isla vendrían del mismísimo Américo Vespucio a comienzos del Siglo XVI, a partir de la descripción de una isla denominada Fernando de Noronha). Un espacio simbólico que parece mezclar la religiosidad con parámetros socialistas: Una administración aristocrático - democrática donde  no existe la propiedad privada y se ha erradicado la pobreza. Aquí, la riqueza material es vista como superflua y el trabajo comunitario es la base de su prosperidad. Estamos hablando, sin embargo, de una sociedad que no es estrictamente igualitaria ya que existe una gradación jerárquico piramidal e – incluso – la esclavitud. Esclavos a los que se trata con amabilidad y llevan grilletes de oro, aunque no dejan de ser esclavos. Es un mundo complejo que contempla la eutanasia; donde hay sacerdotes que pueden tener relaciones sexuales y que celebra festivamente la muerte de un ser querido al pensar en su felicidad eterna.
La visión clásica de Utopía está, por lo que vemos, algo alejada de estos significativos detalles. Una sociedad con muchos días feriados, y más preocupada por su  jardinería que por abolir la esclavitud es la concebida por Tomás Moro  y no la que predomina en el imaginario colectivo.  Además, existen otros ejemplos similares, como la Isla de Tamoe concebida por el Marqués de Sade, gobernada por el justo y sapiente Príncipe Zamé y ubicada – presuntamente – en el Océano Pacífico, Shan Gri La, el lugar de los Himalayas, plasmado en la novela “Horizontes perdidos” de James Hilton  (donde un monje bicentenario atesora el patrimonio cultural intangible de la humanidad) e – incluso – la misma Atlántida  reseñada por Platón, Julio Verne y hasta  Arthur Conan Doyle, continente sumergido en el Atlántico unos diez mil años antes de Cristo cuya capital estaba circundada por anillos concéntricos o la Nueva Atlántida , una suerte de propuesta filosófica imaginada por Francis Bacon en el Siglo XVII, la región de Hiperbórea donde, según Plinio, no existe la tristeza y ¿por qué no?, la imagen de El Dorado rastreada / concebida / imaginada por Walter Raleigh y Voltaire donde, si uno se pone a recoger el oro o las piedras preciosas esparcidas por el camino, recibe la mirada entre burlona y misericorde de los indígenas. No está de más recordar la Ciudad de las Columnas registrada en las 1001 Noches, otra removedora alegoría sobre la banalidad del ser humano y esa soberbia que le impide reconocer los valores auténticos  y hasta puede terminar destruyéndolo.
Nótese que la mayoría de los ejemplos citados corresponden a ubicaciones focalizadas en islas como si ese aislamiento limítrofe radical estableciera una distancia entre ficción y realidad. Lejanía que se acrecienta en el mar inconmensurable y que llevó a Hércules a transcribir su “Non terrae plus ultra” en las columnas del Estrecho de Gibraltar, último límite del mundo conocido en la antigüedad. La simbología de la isla como espacio es polivalente y compleja. En algunos casos, el aislamiento traduce soledad y muerte ya que muchas divinidades y/o monstruos que habitan en ellas asumen un carácter peligroso y nefasto. (Los ejemplos son múltiples y pueden ir desde la Isla del Ave Roc de las Mil y una Noches, pasando por la Isla de los Cíclopes que Homero propone en la Odisea de Ulises, hasta la Isla de Alcina donde una poderosa bruja transformaba a sus amantes en plantas según la imaginería de Ariosto en Orlando furioso) o el lugar en donde William Golding ubica al Señor de las Moscas para representar – fugazmente - el nacimiento de una civilización salvaje donde los valores se desmoronan en un abrir y cerrar de ojos.
Sin embargo, otras interpretaciones le adjudican el valor de sueño inalcanzable, paraíso ultraterreno o meta por alcanzar,  que también establece una suerte de “geografía mítica” con “imágenes guía” como las que advertimos  en la obra de Tolkien (“El señor de los anillos”) y hasta en el propio Robert Louis Stevenson en “La isla del tesoro”. Novelas como las Crónicas de Narnia del irlandés Clive S. Lewis vienen a ser una suerte de documentación oficial del paracosmos, un “modelo abierto” integrado en siete volúmenes donde las marcas textuales se suspenden priorizando la construcción del mito. De esta manera, esa mitología se desprende de la obra para conformar – como señala Genette – un “epitexto intermedial” donde precuelas y secuelas se confunden y la recepción hibrida otros componentes como la ya referida ficción cartográfica de Tolkien y Stevenson. (o la traslación audiovisual cinematográfica con ejemplos recientes).
Continuando con estas dimensiones separadas bien podemos incluir a la isla de Villings, el lugar imaginado por Bioy Casares donde  Morel genera ese tenebroso holograma que aniquila a la figura real. Un territorio con dos soles y dos lunas  que, además de la casona, incluye la capilla, un museo y una pileta de natación repleta de serpientes. Una isla aniquilada por la virtualidad, una invención que la ha despojado de su esencia para convertirla en reproducción y que - además - establece el mayor amor imposible de todos los tiempos. La repetición consume al ser real, lo fagocita en su mecánica de espejos y el personaje de la obra se enamora de una imagen: la imagen de  Faustine. La verdadera Faustine ya estaba muerta y jamás se entera de ese amor. (No hay mayor amor imposible que este en toda la literatura).  Esta isla, como reproducción virtual, adquiere un valor de signo. Es una multiplicación cíclica del mismo acontecimiento, un simulacro que atrapa al único protagonista “real” de la obra y lo enfrenta a la clonación masiva. Un obra inquietante y desacomodadora, de intensidad paranoica y cuya vigencia continua repiqueteando en el nuevo milenio. (Su amigo Jorge Luis Borges también creó lugares ficticios inquietantes como la Ciudad de los Inmortales, la Tierra de Brodie, las Ruinas circulares o la alucinante Biblioteca de Babel que oculta el Libro dentro del libro “El jardín de los senderos que se bifurcan”, una multiplicación alucinante).
Renglón aparte merece la consideración de Wonderland, el País de las maravillas imaginado por Lewis Carroll en los viajes de Alicia. Un territorio de una absurdidad desacomodadora que también, durante algún tiempo, quedó catalogado como literatura infantil pasatempista, rematando en la versión animada de Disney.
Frente a ese universo colorido y luminoso, la propuesta de Carroll presenta un microuniverso transgredido por una inquietante “razón de la sinrazón”. El propio André Breton dijo que  la literatura de Carroll era “la solución vital a una profunda contradicción entre la aceptación del destino y el ejercicio de la razón”. Tanto en “A través del espejo” como en Wonderland, la lógica del mundo se detiene e incluso se rechaza ya que
Carroll parece haber remado contra la corriente desde siempre[3]. Nunca un seudónimo reveló la doble naturaleza de una persona tan bien como en este caso: Un escritor de literatura ¿fantástica? / ¿surrealista? / ¿absurda? que también supo ser excelente matemático, fotógrafo, dibujante, pastor anglicano solterón y – probablemente – un pedófilo en potencia que supo canalizar su inclinación contando cuentos y sacando fotos a niñas semidesnudas. (Aunque los padres de Alicia Liddell, su pequeña musa, quemaron todas las cartas que el pastor le escribiera a su hija. Aparentemente, Carroll de 31 años de edad habría pedido la mano de la pequeña Alicia, de tan solo 11). Pero el mundo generado por Carroll no deja de ser – además – una crítica a la moral victoriana y al absolutismo monárquico. No olvidemos la crueldad de la reina que, frente a cualquier contrariedad, ordena que le corten la cabeza a alguien. (Una perversión típica de los cuentos “de hadas”).
Wonderland no tiene un orden aparente; el periplo singular de Alicia la lleva de un mar de lágrimas al bosque, la mesa del té (donde el tiempo se ha detenido en un eternum té o´clock) y el juego del croquet con flamencos, topos y soldados–carta, entre otras extravagancias disparatadas que incluyen un gato invisible. Detrás del aparente sinsentido, de la delirante incoherencia lúdica, surgen otras miradas posibles que generan ese principio de vacilación por parte del lector, según señala Todorov. Alguna crítica ha señalado que esas reglas incomprensibles para Alicia en este país maravilloso no son otra cosa que una representación emblemática del contradictorio mundo adulto frente a la ingenuidad del niño. Ese pasaje que lo enfrenta  a una jurisdicción caótica pero - a la vez - fascinante para sus ojos. En realidad, también puede ser un viaje hacia sí mismo, esa pulsión del crecimiento sofocante (la bebida que la agiganta)  con todos los miedos e interrogantes que suponen las experiencias de vida y la pérdida de la inocencia.  La hermana de Alicia cierra el texto con una reflexión que avalaría esa lectura sobre estas etapas en la vida del niño hacia su adultez. Pero, a pesar de lo señalado, este mundo no deja de ser una ruptura del discurso literario convencional – un antes y un después – que hoy por hoy sigue vigente e inagotable en sus posibilidades analíticas. Muy parecido a lo que ocurre en el País del espejo donde Alicia descubre un mundo reflejo similar pero diferente al real en donde las coordenadas de tiempo y  distancia han sido abolidas.  (En este sentido puede decirse que Michael Ende en “La historia sin fin”  retomó algunas ideas parecidas ya que en la Tierra de la Fantasía, ubica desiertos al lado de paisajes polares a la vez que difumina la geografía del contexto). El cambio – por cierto – es sustantivo. En este mundo onírico y perturbador de Carroll uno puede recordar lo que va a ocurrir tiempo después o vivir en el pasado y el futuro, salteándose el presente inmediato por lo que una torta se sirve primero y se corta después o una sentencia se ejecuta antes que se cometa el crimen, por poner algunos ejemplos. En este país insólito, la palabra también tiene una presencia mayúscula y su significado está a la orden del que la pronuncia porque lo importante, en realidad es “quién manda”. (A diferencia de la Ciudad de Galimatías de El mago de Oz de Lyman Frank Baum, donde los habitantes utilizan largos discursos para no decir nada). Sin embargo, lo más relevante, según dicen, es no despertar al Rey Rojo porque es quien nos está soñando a todos y si lo despertamos  nos apagaríamos “como una vela”. (A Borges le encantaba esta imagen junto con la del “Sueño de la mariposa” de Chiang Tzu (300 A.C.)
Los denominados cuentos de hadas son ricos en lugares mágicos y/o encantados (como bosques, montañas y castillos, por ejemplo). El término, acuñado a mediados del Siglo XVII, refiere en realidad a fábulas de tono moralizante que no estaban pensadas exclusivamente para niños y que, incluso, encierran perversiones y truculencias varias. Una tradición que se recicla hoy por hoy con el Bosque Prohibido - habitado por una heterogénea fauna de unicornios y hombres lobos - cercano a la escuela de magos imaginada por J.K. Rowling y que también supo recrear Lovecraft en alguno de sus textos o Clive S. Lewis con el Bosque entre los mundos (que permite transitar por diferentes dimensiones a través de los charcos) pero que ya aparecían en los relatos de Charles Perrault (Caperucita Roja, El gato con botas), los hermanos Grimm (Hansel y Gretel, Blancanieves) y Hans Crhistian Andersen que en “El jardín del paraíso” retomó la búsqueda del edén.
Más allá del posible tono patriarcal de algunos cuentos, existen componentes perturbadores: recordemos el texto de Hansel y Gretel (padres abandónicos, niños expuestos a morir de hambre y sed, bruja caníbal que intenta devorar a los pequeños pero  muere quemada viva a manos de dichos tiernos infantes y el  regreso triunfal a la casita de los viejos con las joyas que le robaron a la bruja). Por su parte, el texto original de Perrault sobre Caperucita tiene innegables connotaciones sexuales, algo que también aparece en Blancanieves  (de los Hnos. Grimm) donde la reina madre desea tener una hija “tan blanca como la nieve y tan roja como la sangre”. En este universo de seres terribles (ogros filicidas, monarcas tiránicos, brujas despiadadas, hechiceros, etcétera), el contexto también adquiere proporciones inquietantes. En el Castillo de la Bestia recreado por Marie Leprince de Beaumnont en 1757, se advierten extrañísimas estatuas que parecen casi humanas y son iluminadas por la luz mortecina que aportan unos candelabros sostenidos por brazos que salen de las paredes. Como el laberinto que encierra al minotauro, esta fortaleza también cobija un monstruo vengativo que condena a muerte a sus huéspedes. Además, un espejo que transporta visualmente a quien se ponga delante, se oculta en un lugar recóndito donde nunca le da el sol. El Castillo de la Bella Durmiente de los hermanos Grimm es un sitio maldito, donde toda la corte hiberna en estado de suspensión animada por toda la eternidad a causa de un hechizo. (Ni hablar del siniestro castillo imaginado por Bram Stoker o el Castillo del Príncipe Próspero donde Edgar Allan Poe hace ingresar a la Muerte Roja). Hasta en el País de Nunca Jamás elaborado por Sir James Matthew Barrie en Peter Pan se oculta un mundo truculento donde el eterno adolescente volador amputa la mano del Capitan Garfio para dársela de comer a un cocodrilo gigante (y finalmente es engullido por el mismo). Igual aspecto puede ubicarse en el seductor País de los juguetes que Collodi recrea en Pinocho, un permanente parque de diversiones donde los niños son metamorfoseados en burros de igual manera que  Circe transformaba a los hombres en cerdos. Como dato al margen podríamos recordar la Isla de Noble, el célebre territorio del Dr. Moreau - creado por H.G. Wells - quien realizaba un experimento radicalmente inverso a lo señalado. Los resultados, parcialmente exitosos, generaban una situación de riesgo extremo ya que las bestias volvían progresivamente a su estado primitivo original. En resumen, espejismos de felicidad (como las pérfidas sirenas) que encierran – cada uno – sus propias monstruosidades. El mago de Oz de Lyman Frank Baum podría ser el texto más inofensivo, desde este punto de vista, a pesar de la bruja del Oste, más ridícula que malvada, la Tierra de las Gárgolas  y  su Monte Fantástico que alberga serpientes de fuego reptando en medio de la lava. Baum también resultó pródigo en la creación de espacios fantásticos como Ondulandia, donde la tierra se mueve como si viajásemos en barco y marea a los forasteros. O la mismísima Ciudad Esmeralda, capital de Oz – con un imán en la entrada que hace que todo el que pase por debajo ame y sea amado – donde los árboles tienen hojas suaves como plumas de avestruz; las  calles son de mármol y esmeraldas y, en el centro, un palacio de características barrocas domina el panorama. (Obviamente las influencias utópicas resultan evidentes, sobre todo si recordamos su prisión sin llaves al considerar que los que cometen un crimen ya son desgraciados  de por sí al haber realizado una mala acción). Quizás el cuento “El jardín del gigante” de Oscar Wilde pueda calificarse como un texto “infantil” entre comillas que reúne el encanto pleno, tan tierno como poético – de una obra universal y simple, sin monstruosidades al acecho.
Retomados de viejos cuentos populares o leyendas rurales, dicha imaginería tiene notorios antecedentes clásicos como la denominada Región del Basilisco  que Plinio el Viejo imaginara en su Historia Natural del Siglo I D.C. y luego fuera retomada  por Flaubert en La tentación de San Antonio, llegando incluso hasta nuestra latitudes con la misma denominación para esa aterradora serpiente que mataba con la mirada. Algo similar a lo concebido por Apolonio de Rodas en El viaje de los argonautas (Siglo II) en la Tierra del Aojo donde unas temibles hechiceras también eran capaces de aniquilar al adversario con un simple vistazo.
Las ciudades imaginadas también tienen su presencia en la literatura; quizás el ejemplo más sobresaliente de los últimos tiempos sea el texto de “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino, un extenso muestrario (55 ciudades en total) de metrópolis ambiguas como Aglaura donde el viajero no alcanza a definir el carácter inefable de su arquitectura mutante. Son ciudades emblemáticas que parecen representar a los seres que las habitan. Como Despina, rodeada de desiertos y neblinas o la cambiante Ersilia cuya mudanza continua va dejando sus propias ruinas como rastro para encontrar las nuevas construcciones. Estas ciudades representan al mundo moderno (o posmoderno) y radiografían la psicología de masas a través de la conducta de sus habitantes. Alegoría contemporánea del mundo en que nos ha tocado vivir para bien o para mal; ciudades símbolos de esa aldea global que virtualiza las fronteras como hologramas indefinidos. Partiendo de esa presunta imaginería de Marco Polo frente a Kublai Khan, Calvino recicla dicha imaginación para establecer la paradoja del ser humano perdido en la urbe. El recorrido por estas ciudades no deja de ser – además – un recorrido interno, un viaje hacia nosotros mismos y un llamado de alerta sobre la soledad de las multitudes en la selva de cemento. Es algo parecido a la propuesta de Umberto Eco en  la Isla del día después, un lugar al que no se puede desembarcar y en donde cada viajero cree ver - de lejos - algo diferente a lo que observa su compañero de viaje.
Por Latinoamérica, el imaginario pueblito colombiano de Macondo, por su parte,  presenta una suerte de equidad simbólica en su distribución parcelaria, realizada por José Arcadio Buendía. Todas las casitas están a igual distancia del río para abastecerse de agua potable con similar esfuerzo. También reciben igual luminosidad por el trazado y ubicación de calles y viviendas. (Según Plutarco, en Esparta se había hecho algo similar pero equilibrando la calidad fértil  con la superficie de cada terreno otorgado. Más fértil: menos terreno y viceversa).
Macondo era […] una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. José Arcadio Buendía […] había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus trescientos habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.”
“El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo.” 
Como vemos, una era paradisíaca, incontaminada e inocente. El edén originario; la Arcadia - región montañosa de Grecia en el Peloponeso que terminó convirtiéndose en referente idílico de paz y armonía - de Arcadio (o la Aracataca del abuelo de García Márquez) donde no existen robos ni muerte. (El primer muerto de Macondo, en realidad, es el gitano Melquíades). Un territorio fraterno, de puertas abiertas donde el trino de los pájaros deviene en melodía natural del contexto. Más adelante, Macondo irá mutando emblemáticamente en una republiqueta bananera donde la depredación y la corruptela suponen una suerte de expulsión del paraíso terrenal. Una expulsión terrible que transforma la inocencia en desencanto y horror, donde “Macondo” se transforma en “un pavoroso remolino de polvos y escombro centrifugado por la cólera del huracán bíblico”; un espejismo donde “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra” Cabe señalar el hecho porque el territorio en cuestión es uno de los pocos espacios imaginarios que asumen un proceso de degradación -  no estático -     como en otros ejemplos.
Precisamente, otro aporte digno de tener en cuenta es la epidemia de insomnio que tuvo el pueblo, una extraña “enfermedad” que, con el tiempo, producía la pérdida de la memoria. Precisamente, esa memoria que todo pueblo debe retener para no cometer los mismos errores de antaño. Para remediar esta situación los habitantes decidieron marcar las cosas y animales por sus respectivos nombres en un cartel. Hasta el nombre de la ciudad y la existencia de dios eran recordadas en letreros especiales para combatir la peste de la desmemoria colectiva.
Obviamente, la un pueblo imaginario no es una originalidad creativa dentro de una contemporaneidad donde autores como Faulkner habían trazado la senda de Yoknapathawa, (“Ubicado” en el Missisipi: “agua que fluye por la pradera”) por ejemplo. En nuestra literatura, Santa María  de Onetti y el pueblo de Mosquitos de Mario Delgado Aparaín resultan verosímiles en cuanto referentes de un contexto perfectamente reconocible. Es parte de nuestra idionsincracia: que la ficción no se eleve a una estatura fantástica y, como señalaba Rodríguez medio condescendiente frente a las proezas del diablo, “Eso…es mágico”, apenas. De todos modos, cabe recordar  el mundo onírico de Mario Levrero en el laberíntico “El lugar” como una digna excepción de un autor que sigue creciendo después de muerto como buen adelantado que era. De todas maneras, nosotros también tenemos nuestros mundos imaginarios y – por cierto – resultan un justo referente emblemático de nuestra realidad.
Notas: 
[1] Recodemos a Borges que insinuaba la religión como posible derivado de la literatura fantástica.
[2] No está de más recordar que, en un principio, algunas traducciones cambiaron el nombre por Lupata, entre otras censuras a todo tipo de referencias sexuales y/o escatológicas de las primeras ediciones.
[3] Al ser zurdo, sus padres lo obligaban compulsivamente a escribir y manejarse con la mano derecha; una imposición que derivó en trauma y posterior tartamudez.