martes, 14 de marzo de 2017

Herida absurda


HERIDA ABSURDA

“..y es todo tan fugaz..” .(“La última curda” Cátulo Castillo)

Escribo para no enloquecer. Hace tiempo que los jinetes del apocalipsis se embriagan junto la ventana de mi casa. No los he dejado entrar pero a veces vienen a darme la serenata. En algunas oportunidades los oigo desafinar y la mayoría de las noches cierro la persiana. Hay temporadas que se juntan todos, los pecados capitales y las virtudes del monasterio. Intercambian opiniones y se van a dormir la mona. Entonces aprovecho para descansar porque evito darle vueltas al asunto. No sé de qué manera deshacerme de estas pesadillas inútiles. Aparte de las siniestras cabalgaduras también hay un desfile de miserias menores que pasan por la puerta. Las pequeñas hipocresías que matizan el horóscopo de la vida. Las palabras que se callan. Aquellos deseos que se ocultan. Ese aferrarse a la supervivencia miserable del desprecio. A veces, alguien explota. Vomita sus odios. Pero casi siempre ocurre lo contrario. Hasta que la explosión ya no importa. Hasta que no importa nada porque los recuerdos se han borrado y los rostros se desvanecen en el pasado. Como si los desesperados advirtieran que solo tienen que aguardar ese instante en que todo se diluye por el peso del tiempo. No tiene nada que ver con la religión ni con la justicia. Es la lágrima evaporada en segundos. Lo que dura una canción en la radio. No todos asumen ese mojón inexorable. Algunos miran al cielo. O al infierno. Cierran los puños o acarician. Besan, golpean, abrazan, odian y aman. Lo veo a cada rato. La ciclotimia del alma. Entonces me lanzo de lleno a la escritura. Desesperado por merodear los términos que se aproximen a esa incertidumbre. El desasosiego de quedarnos sin excusas, de no tener dioses cómplices en la telaraña de los sucesos. Esos acontecimientos menores, casi vacíos de sustancia, que nos desbordan a pesar de su intrascendencia. Esas pequeñas miserias que se anestesian con libros de autoayuda y prozac. Manuales de bienestar. Tome este pensamiento e introdúzcalo en su estado de conducta. Luego agítelo y póngalo a funcionar. Si no arranca de primera, vuelva a intentarlo pero agregue zoloft.

Lo mío no es tan fácil porque los recuerdos se empeñan en sobrevivir. En mi memoria aparecen ecos de historias lejanas que suenan remotísimas aunque puedan acomodarse en una sola vida. Esa mezcla posmoderna de lugares comunes y sublimes se entreveran en la coctelera de la evocación. Resurgen y vuelven a desaparecer como una fotografía extraviada. Simplemente están ahí, aguardando que pase revista y resucite emociones. Me llevan a todos lados como una manera de corroborar la absurdidad de la existencia nuestra de cada día. De pronto surge algún chispazo, a modo de tregua, y recuerdo los paseos que realizaba por alguna playa desierta. Mi empuje hace que aparezcan retazos de dicha breve deslumbrándome con la Puerta del Sol en Tiwanaku. Me temo, sin embargo, que la pelea sea desigual pero no importa. También puedo prolongar secuencias no tan intermitentes: el recorrido por los Jardines de Tívoli con sus arlequines mágicos, la caminata que realizaba por el inmenso hotel de un alquimista mientras hacía dormir a mi hijo o el aroma a tostadas de las mañanas adolescentes. A veces, la simpleza del asunto puede parecer que la imagen es banal, sin embargo posee una fuerza propia, sólida y avasallante. Todos tenemos esas reminiscencias grabadas a fuego. El rito cotidiano de un pariente cebando mate o golpes temibles como la primera vez que vimos sangre derramada (No hay nada peor para un niño que ver como degüellan a un cerdito). Fotografías tatuadas en el alma. Lo importante es librar batalla. Rastrear los escondites luminosos de la vida. Cuando me di cuenta que no tenía mayor fortuna que la insolencia advertí la imposibilidad de decir que de esa agua no bebería. Es obvio, nunca se puede decir nunca. Ni siquiera un labio salvaje puede hacerlo. Hay que saber desde el principio que a nadie le interesa si la emoción nos dio una paliza o vimos pasar la muerte rumbo al cementerio. Todos hemos subido por escaleras hechas con cartas marcadas o sufrido alguna zancadilla que nos hizo rodar por la pendiente. ¿Quién no sido empujado al agua mientras miraba distraídamente el mar? (A decir verdad, ya no me interesa la lluvia, ni las piedras blancas ni los días jueves). Es raro este vivir de porfiado, desenvainando palabras a tiza y hacha. Yo he llorado en la oscuridad como cualquiera. ¿Quién no se ha mirado al espejo para descubrir un extraño espiando? Observo mi cuarto con sus detalles más inocuos. Desde el celular hasta un cubilete de cuero, la perforadora “Herdegen 830” y los tomos de las 1001 Noches donde se suele sentar el gato para paladear el sol. Quiero reconocerme en esos pedazos y me cuesta hacerme la idea. El mundo parece diferente a cada instante aunque, al final, somos los mismos extraños de siempre girando sin reconocernos. Hace poco vi a una mujer mirando al vacío desde la ventanilla del ómnibus. Perdida en sus recuerdos parecía un maniquí en un escaparate móvil. La seguí con la mirada hasta que se perdió. Quedé dudando si la conocía o no. ¿Una antigua compañera de estudios? ¿Una lejanísima amante? ¿Ella me reconocería o yo también sería un remoto y fugaz deja vu de su historia personal? ¿Estoy siendo cursi? ¿De qué manera se pueden desnudar los sentimientos sin caer en zonas empalagosamente lacrimógenas? ¿Hablando en neutro? ¿Escribiendo en tercera persona? Mierda. (La computadora me subraya la palabra mierda en rojo). Me levanto de las cenizas todos los días. Hasta un ser querido me ha golpeado en la habitación de un hotel. Estamos hechos de cicatrices como caminos. Ellas nos alertan sobre el cachetazo que nos espera a la vuelta de la esquina. Sin embargo, donde aparecen todos los miedos agazapados, también está el coraje de sobrevivir. Volveré desde la nada cuando lean estas páginas.
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne; Editorial "Yaugurú")

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