HERIDA
ABSURDA
“..y es todo tan
fugaz..” .(“La última curda” Cátulo Castillo)
Escribo
para no enloquecer. Hace tiempo que los jinetes del apocalipsis se embriagan
junto la ventana de mi casa. No los he dejado entrar pero a veces vienen a
darme la serenata. En algunas oportunidades los oigo desafinar y la mayoría de
las noches cierro la persiana. Hay temporadas que se juntan todos, los pecados
capitales y las virtudes del monasterio. Intercambian opiniones y se van a
dormir la mona. Entonces aprovecho para descansar porque evito darle vueltas al
asunto. No sé de qué manera deshacerme de estas pesadillas inútiles. Aparte de
las siniestras cabalgaduras también hay un desfile de miserias menores que
pasan por la puerta. Las pequeñas hipocresías que matizan el horóscopo de la
vida. Las palabras que se callan. Aquellos deseos que se ocultan. Ese aferrarse
a la supervivencia miserable del desprecio. A veces, alguien explota. Vomita
sus odios. Pero casi siempre ocurre lo contrario. Hasta que la explosión ya no
importa. Hasta que no importa nada porque los recuerdos se han borrado y los
rostros se desvanecen en el pasado. Como si los desesperados advirtieran que
solo tienen que aguardar ese instante en que todo se diluye por el peso del
tiempo. No tiene nada que ver con la religión ni con la justicia. Es la lágrima
evaporada en segundos. Lo que dura una canción en la radio. No todos asumen ese
mojón inexorable. Algunos miran al cielo. O al infierno. Cierran los puños o
acarician. Besan, golpean, abrazan, odian y aman. Lo veo a cada rato. La
ciclotimia del alma. Entonces me lanzo de lleno a la escritura. Desesperado por
merodear los términos que se aproximen a esa incertidumbre. El desasosiego de
quedarnos sin excusas, de no tener dioses cómplices en la telaraña de los sucesos.
Esos acontecimientos menores, casi vacíos de sustancia, que nos desbordan a
pesar de su intrascendencia. Esas pequeñas miserias que se anestesian con
libros de autoayuda y prozac. Manuales de bienestar. Tome este pensamiento e
introdúzcalo en su estado de conducta. Luego agítelo y póngalo a funcionar. Si
no arranca de primera, vuelva a intentarlo pero agregue zoloft.
Lo
mío no es tan fácil porque los recuerdos se empeñan en sobrevivir. En mi
memoria aparecen ecos de historias lejanas que suenan remotísimas aunque puedan
acomodarse en una sola vida. Esa mezcla posmoderna de lugares comunes y
sublimes se entreveran en la coctelera de la evocación. Resurgen y vuelven a
desaparecer como una fotografía extraviada. Simplemente están ahí, aguardando
que pase revista y resucite emociones. Me llevan a todos lados como una manera
de corroborar la absurdidad de la existencia nuestra de cada día. De pronto
surge algún chispazo, a modo de tregua, y recuerdo los paseos que realizaba por
alguna playa desierta. Mi empuje hace que aparezcan retazos de dicha breve
deslumbrándome con la Puerta del Sol en Tiwanaku. Me temo, sin embargo, que la
pelea sea desigual pero no importa. También puedo prolongar secuencias no tan
intermitentes: el recorrido por los Jardines de Tívoli con sus arlequines
mágicos, la caminata que realizaba por el inmenso hotel de un alquimista
mientras hacía dormir a mi hijo o el aroma a tostadas de las mañanas
adolescentes. A veces, la simpleza del asunto puede parecer que la imagen es
banal, sin embargo posee una fuerza propia, sólida y avasallante. Todos tenemos
esas reminiscencias grabadas a fuego. El rito cotidiano de un pariente cebando
mate o golpes temibles como la primera vez que vimos sangre derramada (No hay
nada peor para un niño que ver como degüellan a un cerdito). Fotografías
tatuadas en el alma. Lo importante es librar batalla. Rastrear los escondites
luminosos de la vida. Cuando me di cuenta que no tenía mayor fortuna que la
insolencia advertí la imposibilidad de decir que de esa agua no bebería. Es
obvio, nunca se puede decir nunca. Ni siquiera un labio salvaje puede hacerlo.
Hay que saber desde el principio que a nadie le interesa si la emoción nos dio
una paliza o vimos pasar la muerte rumbo al cementerio. Todos hemos subido por
escaleras hechas con cartas marcadas o sufrido alguna zancadilla que nos hizo
rodar por la pendiente. ¿Quién no sido empujado al agua mientras miraba
distraídamente el mar? (A decir verdad, ya no me interesa la lluvia, ni las
piedras blancas ni los días jueves). Es raro este vivir de porfiado,
desenvainando palabras a tiza y hacha. Yo he llorado en la oscuridad como
cualquiera. ¿Quién no se ha mirado al espejo para descubrir un extraño
espiando? Observo mi cuarto con sus detalles más inocuos. Desde el celular hasta
un cubilete de cuero, la perforadora “Herdegen 830” y los tomos de las 1001
Noches donde se suele sentar el gato para paladear el sol. Quiero reconocerme
en esos pedazos y me cuesta hacerme la idea. El mundo parece diferente a cada
instante aunque, al final, somos los mismos extraños de siempre girando sin
reconocernos. Hace poco vi a una mujer mirando al vacío desde la ventanilla del
ómnibus. Perdida en sus recuerdos parecía un maniquí en un escaparate móvil. La
seguí con la mirada hasta que se perdió. Quedé dudando si la conocía o no. ¿Una
antigua compañera de estudios? ¿Una lejanísima amante? ¿Ella me reconocería o
yo también sería un remoto y fugaz deja vu de su historia personal? ¿Estoy
siendo cursi? ¿De qué manera se pueden desnudar los sentimientos sin caer en
zonas empalagosamente lacrimógenas? ¿Hablando en neutro? ¿Escribiendo en
tercera persona? Mierda. (La computadora me subraya la palabra mierda en rojo).
Me levanto de las cenizas todos los días. Hasta un ser querido me ha golpeado
en la habitación de un hotel. Estamos hechos de cicatrices como caminos. Ellas
nos alertan sobre el cachetazo que nos espera a la vuelta de la esquina. Sin
embargo, donde aparecen todos los miedos agazapados, también está el coraje de
sobrevivir. Volveré desde la nada cuando lean estas páginas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario