jueves, 23 de marzo de 2017

Plaza sin nombre



 

LA PLAZA SIN NOMBRE

La descubrí de casualidad. Estaba buscando la dirección de un comercio y me encontré con una plaza que parecía perdida en el contexto. Un lugar que no encajaba armónicamente con ese alrededor que la rodeaba impunemente y manifestaba su decepción con la indiferencia de una señora disgustada por los vecinos maleducados del barrio. Había un mármol con una inscripción lavada e indescifrable erigido a modo de solitario monolito que a nadie le importaba. La gente parecía evitarla y circulaban por la vereda sin atravesar senderos o pisar el pasto impecablemente cortado. Era una plaza hermosa donde una brisa leve venía desde lejos y se escuchaba el trino de algunos pájaros invisibles. Casi en el medio destacaban algunas palmeras y un par de paraísos trasplantados. Creí reconocer otras variedades que me impresionaron por su apretada diversidad en el corazón de ese pequeño mundo verde. Me detuve a contemplarla y fui cediendo a su encanto paso a paso. No había carteles ni señalizaciones de ningún tipo. Solo una mujer gozaba de la tarde en uno de los bancos sin más compañía que un libro. Me aproximé. Dudé en abordarla por si malinterpretaba mis intenciones. En realidad quería preguntarle donde estábamos. (Nunca me había percatado de la existencia de este espacio y acostumbraba a pasar varias veces al mes por la zona). Al mismo tiempo me asaltó el interés por la lectura que la mujer parecía devorar con entusiasmo. Ensimismada en el texto, ni siquiera había levantado la vista para observarme y quise espiar de reojo el título en la portada.

–No tiene nombre– dije

La mujer levantó la vista. Me miró distraídamente, sus ojos regresaron al libro y luego volvieron a mí como si se hubiera perdido de algo. No sonrió ni manifestó extrañeza. Apenas una curiosidad mínima por cohesionar las palabras que habían salido de mi boca con el sentido extraviado que tardaba en descifrar.

–La plaza. No tiene nombre. –aclaré– Disculpe, ¿Usted sabe…?

–En realidad, no. – contestó.

–Bueno..

–Es raro porque vengo seguido y nunca se me ocurrió preguntar. –continuó hablando la mujer. Pero estas últimas palabras no estaban dirigidas a mi persona sino que impresionaban como una reflexión en voz alta.

–Tampoco está señalizada.– dije, intentando justificar el desconocimiento de mi interlocutora.

–Claro. Pero uno debería interesarse por estas cosas. –expresó de manera suave y contundente.

–¿Qué está leyendo?– Pregunté casi descaradamente. Del nombre de la plaza continué ahora intrigado por el texto como si se me hubiera concedido una licencia de investigador privado.

–Algo que me parece extraordinario– dijo.

–¿Qué cosa?

–El mayor amor imposible de toda la historia de la literatura. –señaló–

–No comprendo– exclamé.

–El personaje se enamora de una mujer que ya no existe, el registro de un científico perverso en una isla desierta.

–Entiendo.– La explicación alcanzaba para intuir la idea. Pero había algo raro en toda la situación. Como si me percatara que el lugar en donde estábamos no era lo que parecía. Una intuición subterránea de estar parado en ninguna parte. El eco aislado de una vigilia que demoraba en apaciguarse. Insistí.

–Viene seguido, entonces. A esta plaza, digo.

–Siempre. Me gusta. Nunca hay nadie.

–¿Por qué será? – pregunté

¿Por qué será que nunca hay nadie? ¿No se da cuenta? Escuche.

Al prestar oídos a lo supuestamente debía sintonizar, creí entender a qué se refería. El silencio pesaba más que toda la polución sonora del contexto. Otra vez el viento, las aves invisibles, el aroma del pasto recién cortado.

–Sígame, le mostraré. –ordenó imperativa mientras se reincorporaba del banco. Caminó decidida al lugar donde se producía una bifurcación con pequeñas florcitas azuladas al costado de los caminitos.

–Me gusta este lugar –apuntó– ¿Por dónde preferís seguir?

El tuteo me desconcertó ligeramente. Un cambio de sintonía.

–No sé– contesté. Sin embargo algo me decía que yo había manejado decisiones similares. El sendero producía un efecto deja vu en mi conciencia. Al mismo tiempo advertí que todavía no sabía el nombre de la mujer. Necesitaba preguntar. En ese instante estaba parado en la vigilia del mundo, todo lo demás había quedado fuera. Era difícil de explicar. Esas impresiones inefables que las personas tienen sobre su vida, el paso del tiempo y el deseo. Pero preguntarle el nombre también tenía algo de prohibido. Era como cancelar el misterio.

–¿Por qué sendero tomamos? –preguntó.

Entonces me di cuenta.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne; Editorial "Yaugurú")

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