LA
PLAZA SIN NOMBRE
La
descubrí de casualidad. Estaba buscando la dirección de un comercio y me
encontré con una plaza que parecía perdida en el contexto. Un lugar que no
encajaba armónicamente con ese alrededor que la rodeaba impunemente y
manifestaba su decepción con la indiferencia de una señora disgustada por los
vecinos maleducados del barrio. Había un mármol con una inscripción lavada e
indescifrable erigido a modo de solitario monolito que a nadie le importaba. La
gente parecía evitarla y circulaban por la vereda sin atravesar senderos o
pisar el pasto impecablemente cortado. Era una plaza hermosa donde una brisa
leve venía desde lejos y se escuchaba el trino de algunos pájaros invisibles.
Casi en el medio destacaban algunas palmeras y un par de paraísos
trasplantados. Creí reconocer otras variedades que me impresionaron por su
apretada diversidad en el corazón de ese pequeño mundo verde. Me detuve a
contemplarla y fui cediendo a su encanto paso a paso. No había carteles ni
señalizaciones de ningún tipo. Solo una mujer gozaba de la tarde en uno de los
bancos sin más compañía que un libro. Me aproximé. Dudé en abordarla por si
malinterpretaba mis intenciones. En realidad quería preguntarle donde
estábamos. (Nunca me había percatado de la existencia de este espacio y
acostumbraba a pasar varias veces al mes por la zona). Al mismo tiempo me
asaltó el interés por la lectura que la mujer parecía devorar con entusiasmo.
Ensimismada en el texto, ni siquiera había levantado la vista para observarme y
quise espiar de reojo el título en la portada.
–No
tiene nombre– dije
La
mujer levantó la vista. Me miró distraídamente, sus ojos regresaron al libro y
luego volvieron a mí como si se hubiera perdido de algo. No sonrió ni manifestó
extrañeza. Apenas una curiosidad mínima por cohesionar las palabras que habían
salido de mi boca con el sentido extraviado que tardaba en descifrar.
–La
plaza. No tiene nombre. –aclaré– Disculpe, ¿Usted sabe…?
–En
realidad, no. – contestó.
–Bueno..
–Es
raro porque vengo seguido y nunca se me ocurrió preguntar. –continuó hablando
la mujer. Pero estas últimas palabras no estaban dirigidas a mi persona sino
que impresionaban como una reflexión en voz alta.
–Tampoco
está señalizada.– dije, intentando justificar el desconocimiento de mi interlocutora.
–Claro.
Pero uno debería interesarse por estas cosas. –expresó de manera suave y
contundente.
–¿Qué
está leyendo?– Pregunté casi descaradamente. Del nombre de la plaza continué
ahora intrigado por el texto como si se me hubiera concedido una licencia de
investigador privado.
–Algo
que me parece extraordinario– dijo.
–¿Qué
cosa?
–El
mayor amor imposible de toda la historia de la literatura. –señaló–
–No
comprendo– exclamé.
–El
personaje se enamora de una mujer que ya no existe, el registro de un científico
perverso en una isla desierta.
–Entiendo.–
La explicación alcanzaba para intuir la idea. Pero había algo raro en toda la
situación. Como si me percatara que el lugar en donde estábamos no era lo que
parecía. Una intuición subterránea de estar parado en ninguna parte. El eco
aislado de una vigilia que demoraba en apaciguarse. Insistí.
–Viene
seguido, entonces. A esta plaza, digo.
–Siempre.
Me gusta. Nunca hay nadie.
–¿Por
qué será? – pregunté
¿Por
qué será que nunca hay nadie? ¿No se da cuenta? Escuche.
Al
prestar oídos a lo supuestamente debía sintonizar, creí entender a qué se
refería. El silencio pesaba más que toda la polución sonora del contexto. Otra
vez el viento, las aves invisibles, el aroma del pasto recién cortado.
–Sígame,
le mostraré. –ordenó imperativa mientras se reincorporaba del banco. Caminó
decidida al lugar donde se producía una bifurcación con pequeñas florcitas
azuladas al costado de los caminitos.
–Me
gusta este lugar –apuntó– ¿Por dónde preferís seguir?
El
tuteo me desconcertó ligeramente. Un cambio de sintonía.
–No
sé– contesté. Sin embargo algo me decía que yo había manejado decisiones
similares. El sendero producía un efecto deja vu en mi conciencia. Al mismo
tiempo advertí que todavía no sabía el nombre de la mujer. Necesitaba
preguntar. En ese instante estaba parado en la vigilia del mundo, todo lo demás
había quedado fuera. Era difícil de explicar. Esas impresiones inefables que
las personas tienen sobre su vida, el paso del tiempo y el deseo. Pero
preguntarle el nombre también tenía algo de prohibido. Era como cancelar el
misterio.
–¿Por
qué sendero tomamos? –preguntó.
Entonces
me di cuenta.
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne; Editorial "Yaugurú")
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