IRACEMA
En
mi barrio el único que no tiene miedo de subir hasta la punta del árbol soy yo.
Me gusta treparme hasta ahí porque se respira distinto. Parece que el olor de
las canaletas y la fábrica no llegara hasta arriba
Claro
que si ni madre me viera me daría una soberana paliza, como ella dice. Pero yo
no sé qué quiere decir “soberana” y además ella me pega muy poco. La vez que
rompí el único pantalón nuevo que tenía me dio con la zapatilla pero no me
dolió mucho.
Siempre
dice que le va a contar a papá, que ya no sabe qué hacer conmigo pero cuando
llega él y ella se pone a gritar, mi padre dice que está muy cansado, que no
tiene ganas de discutir y ahí se termina el problema. El hijo del almacenero
una vez se quiso hacer el guapo delante de Iracema y dijo que él también subía
al árbol. Pero a la mitad se asustó y se fue bajando despacito mientras yo me
reía bien fuerte para que Iracema se diera cuenta que el almacenero era un
maricón y un mentiroso. Mi madre siempre le comenta a mi padre que “los del
almacén son unos asaltantes” pero a mí me gustaba gritarle maricón porque así
se ponía todo colorado y era más cómico. Pero Iracema no se reía conmigo. Ella
era muy rara, casi nunca se reía pero a mí me gustaba igual aunque siempre
estuviera seria, no como las mellizas de la otra cuadra que se pasan riendo por
cualquier pavada. Una vez el pecoso le gritó “flaca tres cuartos de cogote”
pero yo le pegué flor de trompada y no la molestó más. Me acuerdo que ese día
ella me miró con ojos tristes y bajó la cabeza como si le diera vergüenza.
En
la escuela, a veces, me tiraban papelitos en donde escribían mi nombre y el de
ella con corazones y flechitas. O me gritaban cosas en el recreo y yo los
corría por todo el patio hasta que la maestra me ponía en penitencia. Cuando podía,
la acompañaba a la salida. Algunos me hacían burla pero yo no los miraba;
solamente sonreía, muerto de rabia y le contaba cosas a Iracema. Nunca pude
entrar en su casa. Siempre me quedaba en la reja cubierta de yuyos hasta que
ella desaparecía. Los padres eran muy malos. Hasta el día de hoy mi madre les
sigue teniendo miedo. Me acuerdo una vez que no podía dormir porque había mucho
ruido, que quería llamar a la policía y mi padre le dijo que “no se metiera en
líos por esos macumberos”. Al otro día yo le pregunté a mamá qué quería decir
“macumbero” y me dijo que no era cosa de chiquilines, que dónde había escuchado
eso y que no jugara más con Iracema porque me iba a dar una soberana paliza.
Yo
igual seguía jugando con ella aunque tampoco me gustaban los padres de Iracema,
siempre la venían a buscar temprano y cuando había visitas no la dejaban salir
en todo el día. Recuerdo aquella vez que el padre la esperaba a la salida de la
escuela; Iracema se puso a llorar y a mí me dio mucha rabia no ser grande y fuerte
para pegarle a ese señor que la llevaba del brazo. Iracema no lloraba fuerte.
Apenas le brotaban unas lágrimas que se tragaba despacito. Pero yo la vi y
ella, al darse cuenta que la miraba, se cubrió el rostro.
Cuando
ella faltaba a la escuela, siempre decían que estaba enferma. Yo tenía miedo
que se muriera pero no quería decírselo a nadie y apretaba bien fuerte una
medallita que ella me había regalado, pidiendo que no le pasara nada. Me
acuerdo siempre de una vez que apareció en la escuela más delgada que nunca. En
el comedor tragaba ligero y yo le di mi merienda. Ella no quería pero yo
insistí y, luego de aceptar, me dijo que cuando pudiera me iba a regalar algo
lindo. A veces ella traía velas de colores y cuando se derretían nos manchaban
los dedos de rojo y amarillo pero no servía como la plasticina de la escuela
porque se partía. Y cuando me dio la medallita yo estaba loco de alegría. Le
prometí que no se lo iba a contar a nadie y ella me dijo que la tuviera siempre
para ayudarme.
Y
ahora que me acuerdo de aquella noche agarro bien la medallita. Los vecinos
vinieron corriendo. Dijeron que habían hecho la denuncia y que la policía había
encontrado algo espantoso. En la calle gritaban cosas. Mamá me encerró en el
baño porque yo quería salir y ahí, muerto de miedo, escuchaba las sirenas y las
voces de la gente del asentamiento. Y yo solo, prendido a la medallita, miraba
la luz chiquita que entraba por una rendija. Mi padre estaba serio cuando
regresó. Mamá decía que “había que matarlos a todos”, que ya le habían dicho
que “eran un peligro”. Me acostaron con evasivas y sonrisas que le quedaban
como pintadas en la cara. Me dormí muy de madrugada y tuve una pesadilla en
donde veía otra vez a Iracema llorando. De mañana mamá insistió en levarme a la
escuela y, de lejos, vi que en la casa de Iracema había un policía parado en la
puerta. Me dijeron que los padres de Iracema habían salido en los diarios, que
estaban presos y que a ella se la habían llevado a un albergue muy lejos y que
no la íbamos a ver nunca más
¡Mentiras,
son todas mentiras! Yo sé que Iracema no está en el albergue. Todas las noches
prendo las velas que ella me regalaba y le pido a la medalla para que venga a
jugar conmigo. A veces mis padres aparecen por ahí o vienen a ver si estoy
durmiendo y yo escondo todo y me quedo sin verla. Pero otras veces, cuando
siento que están acostados, cuando papá cierra la puerta y pone la radio bien
alto, entonces yo la veo en la pieza. Sale de la pared como un globo de abajo
del agua y nos reímos juntos. Entonces me parece estar otra vez en la punta del
árbol respirando un aire distinto y mirando a todos como un gigante bueno.
Hasta
que el canto de un gallo perdido la borra del cuarto y yo me duermo pensando en
ella.
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")
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