viernes, 7 de abril de 2017

Iracema



 

IRACEMA

En mi barrio el único que no tiene miedo de subir hasta la punta del árbol soy yo. Me gusta treparme hasta ahí porque se respira distinto. Parece que el olor de las canaletas y la fábrica no llegara hasta arriba

Claro que si ni madre me viera me daría una soberana paliza, como ella dice. Pero yo no sé qué quiere decir “soberana” y además ella me pega muy poco. La vez que rompí el único pantalón nuevo que tenía me dio con la zapatilla pero no me dolió mucho.

Siempre dice que le va a contar a papá, que ya no sabe qué hacer conmigo pero cuando llega él y ella se pone a gritar, mi padre dice que está muy cansado, que no tiene ganas de discutir y ahí se termina el problema. El hijo del almacenero una vez se quiso hacer el guapo delante de Iracema y dijo que él también subía al árbol. Pero a la mitad se asustó y se fue bajando despacito mientras yo me reía bien fuerte para que Iracema se diera cuenta que el almacenero era un maricón y un mentiroso. Mi madre siempre le comenta a mi padre que “los del almacén son unos asaltantes” pero a mí me gustaba gritarle maricón porque así se ponía todo colorado y era más cómico. Pero Iracema no se reía conmigo. Ella era muy rara, casi nunca se reía pero a mí me gustaba igual aunque siempre estuviera seria, no como las mellizas de la otra cuadra que se pasan riendo por cualquier pavada. Una vez el pecoso le gritó “flaca tres cuartos de cogote” pero yo le pegué flor de trompada y no la molestó más. Me acuerdo que ese día ella me miró con ojos tristes y bajó la cabeza como si le diera vergüenza.

En la escuela, a veces, me tiraban papelitos en donde escribían mi nombre y el de ella con corazones y flechitas. O me gritaban cosas en el recreo y yo los corría por todo el patio hasta que la maestra me ponía en penitencia. Cuando podía, la acompañaba a la salida. Algunos me hacían burla pero yo no los miraba; solamente sonreía, muerto de rabia y le contaba cosas a Iracema. Nunca pude entrar en su casa. Siempre me quedaba en la reja cubierta de yuyos hasta que ella desaparecía. Los padres eran muy malos. Hasta el día de hoy mi madre les sigue teniendo miedo. Me acuerdo una vez que no podía dormir porque había mucho ruido, que quería llamar a la policía y mi padre le dijo que “no se metiera en líos por esos macumberos”. Al otro día yo le pregunté a mamá qué quería decir “macumbero” y me dijo que no era cosa de chiquilines, que dónde había escuchado eso y que no jugara más con Iracema porque me iba a dar una soberana paliza.

Yo igual seguía jugando con ella aunque tampoco me gustaban los padres de Iracema, siempre la venían a buscar temprano y cuando había visitas no la dejaban salir en todo el día. Recuerdo aquella vez que el padre la esperaba a la salida de la escuela; Iracema se puso a llorar y a mí me dio mucha rabia no ser grande y fuerte para pegarle a ese señor que la llevaba del brazo. Iracema no lloraba fuerte. Apenas le brotaban unas lágrimas que se tragaba despacito. Pero yo la vi y ella, al darse cuenta que la miraba, se cubrió el rostro.

Cuando ella faltaba a la escuela, siempre decían que estaba enferma. Yo tenía miedo que se muriera pero no quería decírselo a nadie y apretaba bien fuerte una medallita que ella me había regalado, pidiendo que no le pasara nada. Me acuerdo siempre de una vez que apareció en la escuela más delgada que nunca. En el comedor tragaba ligero y yo le di mi merienda. Ella no quería pero yo insistí y, luego de aceptar, me dijo que cuando pudiera me iba a regalar algo lindo. A veces ella traía velas de colores y cuando se derretían nos manchaban los dedos de rojo y amarillo pero no servía como la plasticina de la escuela porque se partía. Y cuando me dio la medallita yo estaba loco de alegría. Le prometí que no se lo iba a contar a nadie y ella me dijo que la tuviera siempre para ayudarme.

Y ahora que me acuerdo de aquella noche agarro bien la medallita. Los vecinos vinieron corriendo. Dijeron que habían hecho la denuncia y que la policía había encontrado algo espantoso. En la calle gritaban cosas. Mamá me encerró en el baño porque yo quería salir y ahí, muerto de miedo, escuchaba las sirenas y las voces de la gente del asentamiento. Y yo solo, prendido a la medallita, miraba la luz chiquita que entraba por una rendija. Mi padre estaba serio cuando regresó. Mamá decía que “había que matarlos a todos”, que ya le habían dicho que “eran un peligro”. Me acostaron con evasivas y sonrisas que le quedaban como pintadas en la cara. Me dormí muy de madrugada y tuve una pesadilla en donde veía otra vez a Iracema llorando. De mañana mamá insistió en levarme a la escuela y, de lejos, vi que en la casa de Iracema había un policía parado en la puerta. Me dijeron que los padres de Iracema habían salido en los diarios, que estaban presos y que a ella se la habían llevado a un albergue muy lejos y que no la íbamos a ver nunca más

¡Mentiras, son todas mentiras! Yo sé que Iracema no está en el albergue. Todas las noches prendo las velas que ella me regalaba y le pido a la medalla para que venga a jugar conmigo. A veces mis padres aparecen por ahí o vienen a ver si estoy durmiendo y yo escondo todo y me quedo sin verla. Pero otras veces, cuando siento que están acostados, cuando papá cierra la puerta y pone la radio bien alto, entonces yo la veo en la pieza. Sale de la pared como un globo de abajo del agua y nos reímos juntos. Entonces me parece estar otra vez en la punta del árbol respirando un aire distinto y mirando a todos como un gigante bueno.

Hasta que el canto de un gallo perdido la borra del cuarto y yo me duermo pensando en ella.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")

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