lunes, 17 de abril de 2017

Nuevo mundo



NUEVO MUNDO

Era todo medio raro. Me desperté temprano, me duché y luego de afeitarme tomé un desayuno ligero con tostadas, café y jugo de naranja. Al salir a la calle advertí una extrañeza generalizada. Algunas personas transitaban como los zombis de la película de George Romero aunque con menos grandilocuencia. Las personas que caminaban en forma normal, los dejaban atrás y, a veces, los empujaban porque estorbaban en el camino. Cuando entré en el saloncito de la esquina para comprar un agua mineral, había algunos de estos nuevos torpes que agarraban la mercadería y la abrían sin permiso mientras el dueño los apartaba con relativa gentileza y les sacaba los productos de las manos. En medio de todo ese lío, puede pagar mi bebida y salí dando saltos porque, en la puerta, una mujer se había tirado al piso para comer un alfajor y las migas le caían por todo el vestido.

Mientras caminaba hacia la parada, vi el holograma de uno de los vecinos que iba en pijama con su bicicleta rumbo al trabajo para que no le descontaran el día. Por lo general, los patrones y autoridades siempre aparecían en hologramas dentro de la empresa y sólo se dirigían a nosotros cuando tenían que formularnos algún pedido. Otro de los vecinos que pasaba en moto me dio un aventón hasta la oficina mientras esquivaba a algunos de estos presuntos retardados y los puteaba de lo lindo sin que nadie se diera vuelta para contestar. Cuando llegamos, le agradecí el viaje y me metí en el edificio aunque me equivoqué de piso y el ascensor me abrió en un lugar donde decenas de mujeres vestidas con un atuendo color amarillo rabioso me acosaron con folletos. La puerta del ascensor se cerró y quede atrapado en esa nube color huevo que repetía discursos en forma mecánica sin que se les desdibujara una sonrisa que parecía sacada de un aviso de pasta dental. Estuve un buen rato esquivando mujeres prepotentes hasta que decidí continuar por las escaleras porque aguardar el ascensor impresionaba como una espera insufrible en medio de tantas promotoras robotizadas. Al principio me pareció una buena idea pero al rato de trepar escalones comprendí que el problema no se solucionaba tan fácil ya que algunas de esas chicas yellow me perseguían insolentemente. Después de sentir sus tacones pateando peldaños las encaré con desagrado y logré deshacerme de ellas. A cambio de mi libertad me quedé con unos catálogos que arrugué de forma concienzuda en el bolsillo del saco.

Más tarde ya estaba en mi escritorio y revisaba papeles mientras miraba por la ventana. Enfrente, en un edificio descascarado, otro empleado parecido a mí jugueteaba con su lapicera y hablaba por teléfono. Nuestras miradas se cruzaron un instante y el hombre pareció sorprendido. Quise saludarlo pero me contuve en un amague imperceptible. Preferí dedicarme a realizar mis propias llamadas y busqué el fichero. No estaba. Tampoco encontré unos documentos que había guardado en el escritorio ni el envase para la vianda que conservaba en uno de los cajones. Mientras rebuscaba en mi despacho eché un nuevo vistazo al empleado vecino y advertí que había abierto la ventana y tiraba una cantidad importante de papeles al vacío. Algunas de esas carpetas que tiraba se parecían a las que yo estaba buscando pero supuse que la presunta similitud que le encontraba tenía que ver con mi ansiedad por hallar la documentación.

Al cabo de un rato sonó el teléfono. Cuando atendí y pregunté quién era me contestó una voz grave. –Tengo problemas con mi computadora– dijo la voz por teléfono.

–Equivocado– contesté y colgué.

Casi en el mismo instante que colgaba me pareció reconocer la voz o, mejor dicho, imaginarme esa voz en la cara del empleado que tiraba hojas por la ventana. La abrí nuevamente y lo observé. Estaba con el teléfono en la mano. Cuando le hice señas cerró las cortinas de su despacho.

Hace dos horas que estoy leyendo expedientes. Ni siquiera he tomado café o jugos. He comenzado a sentir una inquietud interna. La necesidad de salir disparado de mi oficina hacia la calle. Me tranca la posibilidad de encontrarme con las mujeres amarillentas o los zombis light. Hasta prefiero hablar con un holograma. Pero el deseo se consolida. Comienzo a guardar las cosas muy despacio. Hago tiempo como para fortalecer mi decisión de irme y, poco después, apago las luces y salgo. El corredor está en penumbras por lo que acelero mi paso hasta el ascensor. Pulso el llamador y aguardo. Nada. Bajo por las escaleras, llego a planta baja, salgo del edificio y cruzo la calle. Las oficinas que están enfrente a mi trabajo se parecen bastante al lugar donde yo marco tarjeta. Ingreso al hall y me dirijo a portería.

El encargado está empujando a unos torpes adentro del ascensor y, cuando lo llamo, se acerca casi en puntas de pie y pregunta: –¿Señor?–

–Hay un empleado que tiró hojas por la ventana– digo en forma vacilante.

–Sí, ya las recogí. ¿Las quiere? La pregunta me descoloca.

–Bueno, no sé…– empiezo a decir.

–Las tengo en una carpeta amarilla. Es una linda carpeta. –Se dirige al mostrador y la saca mientras mira desconfiado para todos lados. –No puedo hablar mucho, tengo el holograma del dueño del edificio dando vueltas.

Tomo la carpeta y regreso a mi casa mirando para todos lados. Al otro día me despierto intranquilo. Creo haber dejado la carpeta amarilla en la mesa pero no la encuentro. Cuando suena el teléfono estoy cepillándome los dientes, me enjuago rápido y atiendo. Del otro lado suena una musiquita por lo que espero que hablen. Nadie da señales de vida y cuelgo. Al rato vuelve a sonar pero dejo que el llamado siga repitiéndose como un eco por toda la habitación. No se por qué pero estoy seguro que me llaman por la carpeta. Después de un rato de estar buscando los dichosos papeles desisto y vuelvo a mi rutina. Esta vez viajo sin contratiempos mientras escucho música con los auriculares.

En la oficina cuelgo mi abrigo en la percha y comienzo a conectar la computadora, enciendo el aire acondicionado y ordeno la documentación. Hay expedientes de colores verdes y rosas. Todos poseen una numeración específica y una carátula donde se titulariza la causa. Hay momentos que verlos desparramados por el despacho me agobia. Cada vez que suena el teléfono pienso que es alguien que me reclamará la carpeta pero el tema no aparece en la voz de mis interlocutores. Solo la rutina de todos los días entre tazas de café y galletas secas. Se me ocurre que los documentos no pueden ser tan importantes si el hombre los tiró por la ventana. Lo que no comprendo es la razón por la que el portero los haya recogido. Termino de ordenar el despacho y bajo por las escalera. Cuando voy a cruzar la calle comienza a llover y pego una corrida apresurada hasta el edificio de enfrente. Al ingresar, el portero ha desaparecido y me encuentro con esos personajes medio sonámbulos y torpes que aprietan todos los botones del ascensor. Al verme, comienzan a subir por la escalera tropezando en cada escalón como si estuvieran borrachos. Me fijo en recepción y no encuentro a nadie que pueda informarme sobre el portero por lo que decido aguardar el maldito ascensor que ha comenzado a parar en todos los pisos. Cuando por fin llega a planta baja, ingreso y pulso el número del piso donde estaba la persona que tiró todo por la ventana del edificio. Antes que las puertas se cierren, el portero aparece de la nada y me hace señas que no suba pero ya es tarde. Al llegar encuentro todo apagado y en silencio. No se advierte que alguien esté trabajando o –simplemente– durmiendo la siesta con los pies apoyados en el escritorio. Un silencio de esos que los escritores llaman “sepulcral” invade la escena por lo que decido a golpear en todos lados a ver si alguien me atiende. Por el piso hay tirados folletos de esos que repartían las promotoras. Al mirar por las ventanas, observo que la lluvia ha arreciado y prácticamente parece haberse convertido en un temporal de magnitud. El día se ha transformado en una uniforme masa gris y húmeda que deja caer un chaparrón pesado sobre la ciudad. Nadie atiende así que ingreso en una oficina cualquiera. No hay nadie por lo que se me ocurre prender una computadora y buscar datos en Internet que me puedan dar algún tipo de información. Luego de varios intentos me da la impresión que algo anda mal; de casualidad miro por la ventana y veo a un desconocido en mi oficina de enfrente. Me resulta incómodo y engorroso. Lo llamo por teléfono al número de mi despacho y, al atender, le recrimino que la computadora no funciona pero se atiene a decirme que estoy equivocado y me cuelga. Furioso, abro la ventana y comienzo a tirar toda la documentación al vacío, incluyendo el teléfono. Al rato, una modorra extraña me invade y pierdo motricidad, se me caen las cosas. Me pongo torpe y transparente como un holograma.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")

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