NUEVO
MUNDO
Era
todo medio raro. Me desperté temprano, me duché y luego de afeitarme tomé un
desayuno ligero con tostadas, café y jugo de naranja. Al salir a la calle
advertí una extrañeza generalizada. Algunas personas transitaban como los
zombis de la película de George Romero aunque con menos grandilocuencia. Las
personas que caminaban en forma normal, los dejaban atrás y, a veces, los
empujaban porque estorbaban en el camino. Cuando entré en el saloncito de la
esquina para comprar un agua mineral, había algunos de estos nuevos torpes que
agarraban la mercadería y la abrían sin permiso mientras el dueño los apartaba
con relativa gentileza y les sacaba los productos de las manos. En medio de
todo ese lío, puede pagar mi bebida y salí dando saltos porque, en la puerta,
una mujer se había tirado al piso para comer un alfajor y las migas le caían
por todo el vestido.
Mientras
caminaba hacia la parada, vi el holograma de uno de los vecinos que iba en
pijama con su bicicleta rumbo al trabajo para que no le descontaran el día. Por
lo general, los patrones y autoridades siempre aparecían en hologramas dentro
de la empresa y sólo se dirigían a nosotros cuando tenían que formularnos algún
pedido. Otro de los vecinos que pasaba en moto me dio un aventón hasta la oficina
mientras esquivaba a algunos de estos presuntos retardados y los puteaba de lo
lindo sin que nadie se diera vuelta para contestar. Cuando llegamos, le
agradecí el viaje y me metí en el edificio aunque me equivoqué de piso y el
ascensor me abrió en un lugar donde decenas de mujeres vestidas con un atuendo
color amarillo rabioso me acosaron con folletos. La puerta del ascensor se
cerró y quede atrapado en esa nube color huevo que repetía discursos en forma
mecánica sin que se les desdibujara una sonrisa que parecía sacada de un aviso
de pasta dental. Estuve un buen rato esquivando mujeres prepotentes hasta que
decidí continuar por las escaleras porque aguardar el ascensor impresionaba
como una espera insufrible en medio de tantas promotoras robotizadas. Al principio
me pareció una buena idea pero al rato de trepar escalones comprendí que el
problema no se solucionaba tan fácil ya que algunas de esas chicas yellow me
perseguían insolentemente. Después de sentir sus tacones pateando peldaños las
encaré con desagrado y logré deshacerme de ellas. A cambio de mi libertad me
quedé con unos catálogos que arrugué de forma concienzuda en el bolsillo del
saco.
Más
tarde ya estaba en mi escritorio y revisaba papeles mientras miraba por la
ventana. Enfrente, en un edificio descascarado, otro empleado parecido a mí
jugueteaba con su lapicera y hablaba por teléfono. Nuestras miradas se cruzaron
un instante y el hombre pareció sorprendido. Quise saludarlo pero me contuve en
un amague imperceptible. Preferí dedicarme a realizar mis propias llamadas y
busqué el fichero. No estaba. Tampoco encontré unos documentos que había
guardado en el escritorio ni el envase para la vianda que conservaba en uno de
los cajones. Mientras rebuscaba en mi despacho eché un nuevo vistazo al empleado
vecino y advertí que había abierto la ventana y tiraba una cantidad importante
de papeles al vacío. Algunas de esas carpetas que tiraba se parecían a las que
yo estaba buscando pero supuse que la presunta similitud que le encontraba
tenía que ver con mi ansiedad por hallar la documentación.
Al
cabo de un rato sonó el teléfono. Cuando atendí y pregunté quién era me
contestó una voz grave. –Tengo problemas con mi computadora– dijo la voz por
teléfono.
–Equivocado–
contesté y colgué.
Casi
en el mismo instante que colgaba me pareció reconocer la voz o, mejor dicho,
imaginarme esa voz en la cara del empleado que tiraba hojas por la ventana. La
abrí nuevamente y lo observé. Estaba con el teléfono en la mano. Cuando le hice
señas cerró las cortinas de su despacho.
Hace
dos horas que estoy leyendo expedientes. Ni siquiera he tomado café o jugos. He
comenzado a sentir una inquietud interna. La necesidad de salir disparado de mi
oficina hacia la calle. Me tranca la posibilidad de encontrarme con las mujeres
amarillentas o los zombis light. Hasta prefiero hablar con un holograma. Pero
el deseo se consolida. Comienzo a guardar las cosas muy despacio. Hago tiempo
como para fortalecer mi decisión de irme y, poco después, apago las luces y
salgo. El corredor está en penumbras por lo que acelero mi paso hasta el
ascensor. Pulso el llamador y aguardo. Nada. Bajo por las escaleras, llego a
planta baja, salgo del edificio y cruzo la calle. Las oficinas que están
enfrente a mi trabajo se parecen bastante al lugar donde yo marco tarjeta.
Ingreso al hall y me dirijo a portería.
El
encargado está empujando a unos torpes adentro del ascensor y, cuando lo llamo,
se acerca casi en puntas de pie y pregunta: –¿Señor?–
–Hay
un empleado que tiró hojas por la ventana– digo en forma vacilante.
–Sí,
ya las recogí. ¿Las quiere? La pregunta me descoloca.
–Bueno,
no sé…– empiezo a decir.
–Las
tengo en una carpeta amarilla. Es una linda carpeta. –Se dirige al mostrador y
la saca mientras mira desconfiado para todos lados. –No puedo hablar mucho,
tengo el holograma del dueño del edificio dando vueltas.
Tomo
la carpeta y regreso a mi casa mirando para todos lados. Al otro día me
despierto intranquilo. Creo haber dejado la carpeta amarilla en la mesa pero no
la encuentro. Cuando suena el teléfono estoy cepillándome los dientes, me
enjuago rápido y atiendo. Del otro lado suena una musiquita por lo que espero
que hablen. Nadie da señales de vida y cuelgo. Al rato vuelve a sonar pero dejo
que el llamado siga repitiéndose como un eco por toda la habitación. No se por
qué pero estoy seguro que me llaman por la carpeta. Después de un rato de estar
buscando los dichosos papeles desisto y vuelvo a mi rutina. Esta vez viajo sin
contratiempos mientras escucho música con los auriculares.
En
la oficina cuelgo mi abrigo en la percha y comienzo a conectar la computadora,
enciendo el aire acondicionado y ordeno la documentación. Hay expedientes de
colores verdes y rosas. Todos poseen una numeración específica y una carátula
donde se titulariza la causa. Hay momentos que verlos desparramados por el
despacho me agobia. Cada vez que suena el teléfono pienso que es alguien que me
reclamará la carpeta pero el tema no aparece en la voz de mis interlocutores.
Solo la rutina de todos los días entre tazas de café y galletas secas. Se me
ocurre que los documentos no pueden ser tan importantes si el hombre los tiró
por la ventana. Lo que no comprendo es la razón por la que el portero los haya
recogido. Termino de ordenar el despacho y bajo por las escalera. Cuando voy a
cruzar la calle comienza a llover y pego una corrida apresurada hasta el
edificio de enfrente. Al ingresar, el portero ha desaparecido y me encuentro
con esos personajes medio sonámbulos y torpes que aprietan todos los botones
del ascensor. Al verme, comienzan a subir por la escalera tropezando en cada
escalón como si estuvieran borrachos. Me fijo en recepción y no encuentro a
nadie que pueda informarme sobre el portero por lo que decido aguardar el
maldito ascensor que ha comenzado a parar en todos los pisos. Cuando por fin
llega a planta baja, ingreso y pulso el número del piso donde estaba la persona
que tiró todo por la ventana del edificio. Antes que las puertas se cierren, el
portero aparece de la nada y me hace señas que no suba pero ya es tarde. Al
llegar encuentro todo apagado y en silencio. No se advierte que alguien esté
trabajando o –simplemente– durmiendo la siesta con los pies apoyados en el
escritorio. Un silencio de esos que los escritores llaman “sepulcral” invade la
escena por lo que decido a golpear en todos lados a ver si alguien me atiende.
Por el piso hay tirados folletos de esos que repartían las promotoras. Al mirar
por las ventanas, observo que la lluvia ha arreciado y prácticamente parece
haberse convertido en un temporal de magnitud. El día se ha transformado en una
uniforme masa gris y húmeda que deja caer un chaparrón pesado sobre la ciudad.
Nadie atiende así que ingreso en una oficina cualquiera. No hay nadie por lo
que se me ocurre prender una computadora y buscar datos en Internet que me
puedan dar algún tipo de información. Luego de varios intentos me da la
impresión que algo anda mal; de casualidad miro por la ventana y veo a un
desconocido en mi oficina de enfrente. Me resulta incómodo y engorroso. Lo
llamo por teléfono al número de mi despacho y, al atender, le recrimino que la
computadora no funciona pero se atiene a decirme que estoy equivocado y me
cuelga. Furioso, abro la ventana y comienzo a tirar toda la documentación al
vacío, incluyendo el teléfono. Al rato, una modorra extraña me invade y pierdo
motricidad, se me caen las cosas. Me pongo torpe y transparente como un
holograma.
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")
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