POBRE
DIABLO
Hace
mucho tiempo que decidí continuar el viaje solo. Cuando en una rueda nocturna
surge el tema de otra vida después de esta vida, argumento que dios existe
solamente en el arte. Postulo que su mejor grado de expresión está en la
imaginería de los creadores que le dieron existencia. A veces subrayo la
posibilidad que la misma fe de estos artistas es la que ha logrado que dios
haga acto de presencia en sus creaciones. Mis lecturas me permiten hablar de
buenos ejemplos que incluyen a Dante o Thorton Wilder. Tengo claro que el
escepticismo de Borges también pudo ser una búsqueda desesperada de la
divinidad; que creó sus milagros secretos para obtener una segunda oportunidad
al igual que Jaromir Hladik. (Creo posible que haya buscado una nueva luz para
sus ojos ciegos entre las ruinas, laberintos circulares y versiones tramposas
de Judas). Asimismo comparto su posición sobre la inmortalidad cuando afirmó
que todas las criaturas –menos el hombre– son inmortales porque ignoran la
muerte. Recuerdo haber leído ese pasaje donde señala que “lo terrible e
incomprensible es saberse inmortal”. Es cierto. Para muchos, sin embargo, la
proximidad de la muerte resta sentido a todo lo que les rodea y cualquiera
estaría dispuesto a comer del fruto prohibido porque ya se sabe que la
serpiente dijo a la mujer: “no moriréis”. Pero la verdad es que esa especie de
suspensión animada en el tiempo puede ser la verdadera condena del pecador. La
gente, de todos modos, continúa buscando la fuente de la eterna juventud, quiere
transformarse en infinita y permanente. Quiere ser y estar for ever. Me hace
gracia.
Yo
no quiero hablar de mi castigo ni explicar nada. Lo hecho, hecho está y el
precio ha sido alto. Quizás lo peor de todo sean las pesadillas eternas que me
recuerdan fragancias y colores perdidos para siempre. (Amanece y abro la
ventana pero el sol eclipsa, me esconde su luz, despierto gritando, rodeado por
el poderoso perfume de primavera que se disipa inmediatamente en la obscuridad.
El resto es nada como la noche misma que me cobija). Estoy condenado. Muchos
han muerto y caído en desgracia por mi culpa; hace tiempo que dejé de
vanagloriarme de mis atrocidades. Pero alguna de ellas están escritas en el
basurero de la historia aunque no me identifican plenamente. Deambulo en las
penumbras del mundo sin que me descubran y me alimento de sueños imposibles de
alcanzar. Podría decirse que soy un ser abominable.
Aquí,
en otros tiempos empuñé cuchillos salvajes contra los patriotas. He cometido el
peor de los pecados; he sido un traidor y un homicida sin remedio. Ahora sigo
contaminando el aire pero la gente no quiere creer en mí. Por eso aprovecho su
ingenuidad para esconderme en las sombras y derrotarlos. Desde el Año Terrible
he aprendido a coexistir con mi dolor, sin mirar atrás. He saqueado en nombre
de la ley y el orden, amparado por los déspotas que me apoyaron. No tengo nada
que perder y he aprovechado esa ventaja miserable para destruir a los que
alguna vez fueron mis semejantes. En ese entonces, escalé las cimas de los
poderosos con facilidad. Quizás mis cómplices advirtieron esa falta de bondad
en mi sonrisa; es probable que hayan captado el frío demencial de mi mirada o
mi total falta de remordimientos y supieran, desde un primer instante, que
podían encomendarme las acciones más viles. Yo obedecí todas sus órdenes sin
titubear, por supuesto. Mientras devoraba el espíritu de mis víctimas, he
torturado frenéticamente, sin sentir culpa. Nada me ha importado, nada me
importa. Sólo la tregua del descanso me interesa, esa evasión del retiro que
alguna pesadilla luminosa despedaza de vez en cuando. Pero ese es otro tema.
Una
de las primeras misiones que me encomendó el coronel tuvo que ver con zonas
limítrofes y contrabando de ganado. Supe dirigir el asunto con precisión
sangrienta y resultó la primera carta que gané frente a los prepotentes de
turno. Algunas de las víctimas, al parecer, tenían vinculaciones con los
desterrados y eso aumentó mi triunfo en los recovecos palaciegos. Luego
continuó una matanza sin mayores disimulos; fue una carnicería organizada que
dependió casi exclusivamente de mi voluntad suprema y se completó exitosamente.
Al principio, no fue fácil. Tuve que organizar los grupos de vigilancia y
represión para contrarrestar el desorden de la campaña y elegir cada uno de los
comisarios departamentales leales a mi autoridad. Eso me permitió controlar
fronteras y estar al tanto de todo lo que entraba y salía del país. Después mi
poder llegó a sobrepasar algunas esferas y hasta participé en algún atentado en
donde quedó evidenciada mi impunidad. Siempre he sido intocable. Esto me ha
permitido jugar en todos los campos que he deseado: he quebrado instituciones
bancarias y hasta participé en el asesinato de un presidente al pie de la
Catedral. He hecho de todo y he visto todo. He presenciado un ataúd navegando
por la calle Zabala en medio de una inundación, sentí el calor de las llamas
que incendiaron Paysandú y vi morir a un legislador batiéndose a duelo en el
Parque Central. Fui testigo del balazo en el corazón que se pegó un ex
presidente a raíz de una confabulación en la que yo había participado y también
he visto a otros políticos usando chalecos antibalas para evitar desafueros
dolorosos. Nada me ha sido ajeno. He vivido procesos en donde los dictadores
han jugado con la Constitución y pude observar varios saludos nazis cuando
enterraban soldados alemanes en el cementerio. Todo esto ha ocurrido aquí donde
el destino me ha traído. He permitido que la policía acribillara un delincuente
a sangre fría en un rancho de Nuevo París, dado el visto bueno para que los
guardaespaldas de un ministro robaran dólares en negro de su caja fuerte y
tomado nota de los levantamientos cuarteleros que derrocaron gobiernos. (No
deja de sorprenderme la facilidad con que los nativos de estas latitudes
relativizan cualquier tipo de desastre a través del doble discurso). Yo mismo
he encubierto catástrofes para evitar el desprestigio de algún político maricón
y hasta le busqué la vuelta para que un motín carcelero se convirtiera en
proceso inicial de la inauguración de un shopping center. He saqueado sin
problemas usufructuando sofisticados recursos técnicos, apoyando golpes de
estado y amparándome en medidas de seguridad o declaraciones de guerra interna.
A veces alcanzó con intercalar una palabrota en un clasificado para que
clausuraran un diario durante diez días. Cuando se hizo necesario un poco más
de fuerza, incentivé levantamientos armados, hice que el ejército copara la
Ciudad Vieja y ayudé a redactar algunos comunicados que se irradiaron con
marchas militares como telón de fondo. Todo es cuestión de adaptarse. El tiempo
ha transcurrido y yo permanezco; sigo siempre en este rincón aunque ahora
también me dedico a los negocios, mediando alguna que otra licitación. Soy un
pobre diablo ubicado en un escalafón que, por estos pagos, califican de tercer
mundo. Pero ya me he acostumbrado y en cuanto a los malos sueños, los
somníferos ayudan.
("La revancha y otros cuentos". Editorial "Yaugurú")
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