domingo, 30 de abril de 2017

El experimento


EL EXPERIMENTO

Cruzo la calle con desgano. Mis pasos me llevan, sin demasiada convicción, hasta el bar. Me arrimo al mostrador y pido una copa. Me sirven el trago con indiferencia, casi sin molestarse en mirarme, como si el hecho de beber fuera un acto solitario que no merece palabras. El hombre que me atiende no demora en correrse hasta la otra punta. Allí sirve a nuevos parroquianos sin saber qué tipo de ausencia estará anestesiando. Lo suyo es práctico y no merecería mayor análisis. Sin embargo no puedo dejar de pensar en el reducido mundo que habita; un desprolijo territorio de tránsito donde los vasos, la cafetera y las sillas estropeadas cumplen funciones de referencia. Ni siquiera falta la foto desteñida de un cuadro de barrio y un extraño banderín local. Todo aporta su pequeño perfil. En la atmósfera del bar, hasta la radio proporciona un sello identificatorio a través de cierto simulacro de orquesta que defiende, como puede, a un cantante desafinado. Otro tipo de música no tendría sentido en el entorno. Hay algo de disco rayado que se expande por el ambiente. Esa música gastada sintoniza con el lugar. Como una especie de contagio que cobra forma en las mesas, los pocillos y las manos arrugadas. Hay una armonía decadente que prolonga el estado de las cosas y las lleva a su punto exacto. Este universo cerrado se fusiona y retroalimenta; existe una compatibilidad que prosigue en la ropa de los borrachos y sus historias ridículas. Nadie puede imaginar la extraña misericordia que siento por estos infelices; son descartables como un envase de plástico. Observo a uno con las mejillas encendidas por el alcohol y una psoriasis que comienza a desbordarlo. Tiene las uñas sucias y bebe mucho. Me molesta pero no estoy seguro de poder integrarlo al experimento. Freno el impulso y bebo otro trago

Empiezo a sentirme contaminado por una suerte de polución ambiental. El hedor del baño y las toses de los fumadores parecen conformar la verdadera esencia del ámbito. Todos los detalles se acomodan: desde un tubo lux mugriento hasta la vitrina que encierra un par de bizcochos, forman parte de la postal. El tufo avinagrado de la resignación es verdaderamente sofocante y comienzo a dudar de algún resultado posible. La suerte parece no ayudarme en esta ocasión a pesar de sentir la adrenalina. Estoy al acecho, bebo un pequeño sorbo y me recorre un chispazo. Todavía no alcanzo a sentir mayor efecto y, sin embargo, me apresuro a ingresar al cuarto de baño. Tengo preparado algo que puede entusiasmarme. Me encierro y orino. Luego saco el polvo que coloco al costado de la mano, entre el pulgar y el índice. Lo aspiro con rabia por estar perdiendo la noche en este basurero humano y me refresco inmediatamente. Vuelvo a repetir la operación y sigo cargando baterías. Salgo del baño y retomo contacto visual con el individuo de las uñas sucias. Me resulta más insoportable que antes y pienso en abandonar. Todavía puedo estar a tiempo. Al cruzar el bar tropiezo con un borracho y lo empujo levemente, como quitándome una pelusa del saco, para continuar caminando hacia la puerta.

Subo al auto luego de desconectar la alarma, pongo el aire acondicionado y siento que todo funciona como una coraza que me protege del exterior. Al arrancar, ese afuera sucio y triste queda lejos. Conecto la frecuencia modulada y la música acapara el espacio con un sonido pleno de cuerdas y percusiones.

Entonces recuerdo a las prostitutas. Eso me produce una sensación de bienestar que me recorre el pecho como un relámpago dulce. Puedo continuar el experimento por avenidas y ramblas, transitando calles donde las mujeres se ofrecen en las esquinas como maniquíes alertas. Sin embargo decido torcer el rumbo y enfilar a un pub con música y bebidas para gente solitaria. Llego rápido, estaciono e ingreso en otro universo de realidades. Al poco rato ya estoy frente a la barra y pido un trago. Bebo la copa muy despacio dejando circular el líquido lentamente por el paladar. Noto su trayectoria en mi cuerpo como un río secreto. Una mujer a mi costado bosteza y le sonrío. Lleva un vestido oscuro y ajustado y sus ojos denotan una energía especial. Empiezo a dialogar con ella aunque, en realidad, habla poco. Yo dejo rondar la música mientras intercambiamos frases breves porque el verdadero discurso corre por las miradas y el experimento sigue en marcha. En algún momento pienso que su intensidad puede sofocarme pero gradualmente la batalla se hace pareja y ella nota la pérdida de terreno. Ese descubrimiento comienza a debilitarla mientras yo fabrico mis pausas para incorporar demoras, recorrer su cabello como desordenándolo y sonreír apretadamente en el límite de un tiempo muerto.

La noche está de mi lado como un as en la manga. Ante un gesto mío –sutil, casi inexistente–, el mozo vuelve a llenar los vasos. La bebida, sin embargo, no la embota. En realidad parece despertarle sensaciones un poco desmanteladas que van reorganizándose con nueva fuerza. Comentamos gustos musicales. Noto una aureola, un punto luminoso que marca su condición de conocedora de las reglas del juego. Me impresiona como una luz amarilla que se enciende en mi cerebro. Falsa alarma, por suerte. Comienzo, entonces, a llevar las palabras en una dirección premeditada y, por momentos, ella me da vuelta la historia y vuelve a colocar las piezas como venían. El retorno al cauce supone un juego de aceptaciones sobre aviso. Por lo visto, calibra sus cartas y aguarda mis movimientos. Si yo doy un paso en falso, el juego concluye. No hay lugar para insinuaciones torpes. Estamos en el territorio de la metáfora suprema, todo un intercambio de eufemismos que deben condimentarse con pequeñas dosis de traviesa insolencia. Este era el ritmo de la velada; algo parecido al sonido de un saxofón lánguido que se mezcla con las nebulosas azuladas de los cigarrillos y las conversaciones. Sin atropellos, esquivando el lugar común, mis palabras buscan el punto exacto de la detonación subterránea; es una mezcla de ternura y belicosidad que deja paso a ironías juguetonas.

Al rato advierto que las piezas vuelven a juntarse para dar lugar al experimento. Luego del efímero remolino de ocultamientos todo vuelve a aparecer sugerido en cada paso. Cuando salimos del escenario comienzan a quebrarse los últimos cristales helados del simulacro. Mientras caminamos hacia el auto pienso que existe un grado de complicidad en la estrategia lúdica. No sonríe descaradamente ni otorga un tono particular a sus palabras. La mujer se deja llevar como una extraña fiera que tiene conciencia de su fuerza y cree poder liberarse del cazador a su antojo. No comprende. Al principio no visualicé una imagen clara sino espejos que se superponían y multiplicaban nuestros ademanes, pasos y gestos. Sentí que paseaba al filo del abismo. Al encenderse el motor del coche, sin embargo, el resto del mundo quedó en una dimensión aparte. Había algo de fatalidad simple y sin reproches. Yo sigo apegado a las estrictas reglas del experimento. Ya falta poco.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")

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