martes, 9 de mayo de 2017

Ángel de la guarda


ÁNGEL DE LA GUARDA

No tiene alas ni tampoco se ata el pelo en colita como el de la película de Wenders, es de estatura normal y usa un sombrero parecido al de Carlos Gardel. Se ve que era de esa época. Me olvidé de decir que aparece y desaparece cuando le viene en gana. O sea, no estoy seguro si me acompaña para cuidarme o de puro aburrido nomás. Tampoco lo he visto levitar. En realidad, no flota ni un poquito y eso no deja de ser algo desmoralizador. Yo preferiría que viniera volando de alguna nube y aterrizara cerca de donde me encuentro. Pero lo que en realidad hace el muy sinvergüenza es doblar una esquina en el momento menos pensado o cosas por el estilo. A veces giro sobre mis espaldas y lo pesco mirando de reojo a una chica con minifalda. (En situaciones como ésta es donde me pregunto si de verdad me está acompañando o sale para recordar viejos tiempos). Habla poco, aunque yo tampoco le doy mucha bolilla. Lo que sí he percibido es que parece asombrarse con algunas cosas que ve por la calle, como si descubriera algún cambio notable o se topara con un rostro apenas reconocible por el paso de los años. Yo le he preguntado si por allá arriba no se ve el proceso de lo que ocurre acá abajo pero nunca me queda claro lo que me explica. Me habla sobre “la errónea concepción que se hace el imaginario colectivo sobre estos temas” y no sale de esa ambigüedad. De todas maneras, no importa demasiado. En el fondo me agrada y, si lo que quiere es pasear, que disfrute.

Entre las cosas que le llaman la atención, están los celulares y parece un gato curioso escuchando las musiquitas de los teléfonos y las conversaciones de los usuarios. Yo creo que escucha hasta lo que hablan del otro lado y me parece que se da cuenta que van a llamar antes que suene el aparatito. El resto de la gente no lo ve, obviamente. Solo yo me doy cuenta de su presencia y me causa gracia porque, a veces, está más transparente que otros días o camina pisándose los cordones sueltos de los zapatos sin darse por enterado. Lo que no entiendo es el grado de vigilancia y la calidad del servicio que me dedica. A veces me susurra que tenga cuidado al cruzar la calle pero la verdad es que yo esperaba consejos más solemnes de un ángel de la guarda. Eso me lo puede recomendar cualquier persona, al fin y al cabo. Se lo he dicho. Su respuesta, como siempre, ha sido de lectura abierta: “Nunca se sabe lo que puede pasar”. Otra cosa que debo confesar es que he intentado sacarle fotos, lo que no deja de ser ingenuamente ridículo por varios motivos. Primero: porque se supone que es invisible. Segundo: porque quedo bastante en off side sacando fotografías a una pared, de improvisto, por Dieciocho de Julio. Tercero: porque en algunas oportunidades parece que le estoy sacando la foto a una chiquilina o a un matrimonio que no me conoce y me miran con cara de pocos amigos. Cuarto: porque antes gastaba plata en revelar imágenes absolutamente desenfocadas y parecía que hasta los de la casa de fotografía tenían lástima por cobrarme. Ahora simplemente las borro de la cámara digital.

Otra cosa que he advertido es que hay ciertas transformaciones que le resultan inexplicables. (Una vez pasamos por lo que había sido el diario “El Día” y se quedó mirando las lucecitas de colores un rato largo). En contrapartida, me da la impresión que hay lugares en los que se siente más cómodo, como en el Parque Rodó, por ejemplo. Lo he visto sonreír con el Gusano Loco y con ganas de entrar en el Tren Fantasma como si fuera un niño.

También me he dado cuenta que, últimamente, cada vez lo veo menos. Será que me estoy portando bien y aprendí a cuidarme yo solo. Me da lástima porque no quiero dejarlo sin trabajo y tampoco me gustaría que saliera a custodiar a otro así nomás. Eso de tener un ángel protector te sube la autoestima. Estoy pensando en mandarme alguna macana a ver si decide darse una vuelta más seguido, aunque no me gustaría que me rezongara. Qué dilema.
 
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")

 

 

 

 

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