ÁNGEL
DE LA GUARDA
No
tiene alas ni tampoco se ata el pelo en colita como el de la película de
Wenders, es de estatura normal y usa un sombrero parecido al de Carlos Gardel.
Se ve que era de esa época. Me olvidé de decir que aparece y desaparece cuando
le viene en gana. O sea, no estoy seguro si me acompaña para cuidarme o de puro
aburrido nomás. Tampoco lo he visto levitar. En realidad, no flota ni un
poquito y eso no deja de ser algo desmoralizador. Yo preferiría que viniera
volando de alguna nube y aterrizara cerca de donde me encuentro. Pero lo que en
realidad hace el muy sinvergüenza es doblar una esquina en el momento menos
pensado o cosas por el estilo. A veces giro sobre mis espaldas y lo pesco
mirando de reojo a una chica con minifalda. (En situaciones como ésta es donde
me pregunto si de verdad me está acompañando o sale para recordar viejos
tiempos). Habla poco, aunque yo tampoco le doy mucha bolilla. Lo que sí he
percibido es que parece asombrarse con algunas cosas que ve por la calle, como
si descubriera algún cambio notable o se topara con un rostro apenas
reconocible por el paso de los años. Yo le he preguntado si por allá arriba no
se ve el proceso de lo que ocurre acá abajo pero nunca me queda claro lo que me
explica. Me habla sobre “la errónea concepción que se hace el imaginario
colectivo sobre estos temas” y no sale de esa ambigüedad. De todas maneras, no
importa demasiado. En el fondo me agrada y, si lo que quiere es pasear, que
disfrute.
Entre
las cosas que le llaman la atención, están los celulares y parece un gato
curioso escuchando las musiquitas de los teléfonos y las conversaciones de los
usuarios. Yo creo que escucha hasta lo que hablan del otro lado y me parece que
se da cuenta que van a llamar antes que suene el aparatito. El resto de la
gente no lo ve, obviamente. Solo yo me doy cuenta de su presencia y me causa
gracia porque, a veces, está más transparente que otros días o camina pisándose
los cordones sueltos de los zapatos sin darse por enterado. Lo que no entiendo
es el grado de vigilancia y la calidad del servicio que me dedica. A veces me
susurra que tenga cuidado al cruzar la calle pero la verdad es que yo esperaba
consejos más solemnes de un ángel de la guarda. Eso me lo puede recomendar
cualquier persona, al fin y al cabo. Se lo he dicho. Su respuesta, como
siempre, ha sido de lectura abierta: “Nunca se sabe lo que puede pasar”. Otra
cosa que debo confesar es que he intentado sacarle fotos, lo que no deja de ser
ingenuamente ridículo por varios motivos. Primero: porque se supone que es
invisible. Segundo: porque quedo bastante en off side sacando fotografías a una
pared, de improvisto, por Dieciocho de Julio. Tercero: porque en algunas
oportunidades parece que le estoy sacando la foto a una chiquilina o a un
matrimonio que no me conoce y me miran con cara de pocos amigos. Cuarto: porque
antes gastaba plata en revelar imágenes absolutamente desenfocadas y parecía
que hasta los de la casa de fotografía tenían lástima por cobrarme. Ahora
simplemente las borro de la cámara digital.
Otra
cosa que he advertido es que hay ciertas transformaciones que le resultan
inexplicables. (Una vez pasamos por lo que había sido el diario “El Día” y se
quedó mirando las lucecitas de colores un rato largo). En contrapartida, me da
la impresión que hay lugares en los que se siente más cómodo, como en el Parque
Rodó, por ejemplo. Lo he visto sonreír con el Gusano Loco y con ganas de entrar
en el Tren Fantasma como si fuera un niño.
También
me he dado cuenta que, últimamente, cada vez lo veo menos. Será que me estoy
portando bien y aprendí a cuidarme yo solo. Me da lástima porque no quiero
dejarlo sin trabajo y tampoco me gustaría que saliera a custodiar a otro así
nomás. Eso de tener un ángel protector te sube la autoestima. Estoy pensando en
mandarme alguna macana a ver si decide darse una vuelta más seguido, aunque no
me gustaría que me rezongara. Qué dilema.
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")
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