viernes, 1 de marzo de 2024

Segunda vida

 

Yo estaba aguardando a una persona cuando el hombre se apoyó en la barra y, al rato, comenzamos a intercambiar lugares comunes de conversación. Terminó de tomar un whisky y, luego de hacer una introducción -en tono de confidencia- sobre las vueltas de la vida, comenzó a contarme un encuentro que había tenido con dos mujeres. Me resigné a escucharlo sin delatar mi posible aburrimiento. Dijo que las había observado cuando ya estaban acomodadas en una mesita bebiendo unos tragos. “Me aproximé” - dijo- “De repente me senté mientras saludaba de manera cortés y reaccionaron bien. Con una tibia curiosidad de atender mis palabras, calibrando un posible nivel de algo en el aire”, concluyó.

Me subrayó que, desde el principio había confesado su desventaja ante dos personas del sexo opuesto, como si las apuestas se multiplicaran en su contra. “De todas maneras, estuvo bueno”- dijo. Bebimos y reímos. Hubo sintonía. Las invité a ir a otro lugar a bailar. La noche es joven, se acostumbra decir. Aceptaron”. Me subrayó que fue solo en su auto. “Ellas me siguieron en el suyo sin problemas. Era cerca y el baile estaba animado. Ingresamos y pedimos otras bebidas. Luego salimos a bailar”. A partir de aquí, su tono confidencial se enfatizó: “Enfoqué mi mirada a la morocha” -dijo casi en un susurro-. “Tenía porte. Un amigo me preguntó sobre la otra compañera y le dije que estaba libre. Se arrimó a ella y comenzaron a beber. Funcionó”. Después se concentró en su experiencia: “Yo también bailé con mi pareja, en buena onda. Seguimos bebiendo con moderación. Intercambiamos teléfonos. Había una conexión interesante. Hablamos con soltura. Más tarde, salimos todos juntos y me despedí de las dos con las palabras de siempre. Saludos, estamos en contacto. Nos llamamos”.

En ese instante, hizo una pausa. Como si tomara una bocanada de aire para proseguir la historia: “Pasó un día. Llamé. Nos volvimos a ver y charlamos. Congeniábamos en lo básico e íbamos adelantando terreno. Un elegante intercambio de gustos. Todo normal”. Yo quise interrumpir pero, con un ademán, detuvo mi intención en seco. Volvió a pedir que llenaran mi vaso y continuó: “En uno de los encuentros advertí que siempre respondía a mis preguntas con otra pregunta. Se lo hice notar y sonrió”. Aquí el hombre se quedó callado, como intentando buscar las palabras adecuadas para decirme algo raro. Evidentemente, prefirió ir a lo concreto, sin eufemismos y, con una expresión entre risueña e incrédula de lo que me confesaba, dijo: “Luego, casi a boca de jarro me sugirió que me hiciera un examen de HIV. No sé porqué pero no me llamó la atención. Al contrario. Me pareció adecuado”. Al terminar de decir esto, se quedó pensando en la fría rareza de dicha situación. Como si hubiera descubierto -por primera vez- esa instancia como un recuerdo extraño.

Al otro día saqué hora para el médico y pedí un análisis completo. Salió todo normal y lo festejamos en un hotel de alta rotatividad”- terminó sintetizando la experiencia. Yo alcé mi vaso brindando por la salud y el sexo. Supuse que la historia terminaba ahí. Pero el hombre continuó hablando, con una sonrisa triste en los labios. “Muy buena delantera aunque acostumbrada a manejar el sexo de acuerdo a su preferencia y que le hicieran los gustos”, dijo. “Sin embargo, había algo. Una energía que cautivaba. Totalmente adictivo. Era una cuestión de adaptación que tuvo fricciones mínimas iniciales. Una leve molestia por la posible falta de comodidades en otro motel supuso el primer roce. Me fastidió. No llamé más. Volví a la cacería nocturna de siempre pero la noche con sus momentos de excesos prolijos comenzó a aburrirme. Encuentros casuales, charlas de ocasión, tragos compartidos. Eran momentos en donde el descontrol aparecía levemente amortiguado. La nocturnidad en su estado puro de hedonismo. Al tiempo, volvió a llamarme la morocha. Me agradó la atención. La visité nuevamente. Regresamos al sexo, los tragos y algo de vida loca. La pasamos bien y, con el tiempo, me fui quedando y llegué a quererla”.

Me quedé observando su rostro mientras decía estas últimas palabras. De cierto modo, despertó mi curiosidad esa manera de señalar que se había “ido quedando” como si se tratara de una costumbre, un hábito marcado por la inercia. El hombre advirtió que había acaparado mi atención y -luego de beber otra copa- me guiñó un ojo antes de proseguir: “Pasa sin que nos demos cuenta. Terminás enamorado” y pidió al barman que le volviera a llenar el vaso. Me invitó otra rueda pero rehusé amablemente.

Ahora descubrí que me engaña”, dijo de sopetón. “Hace poco. Pero ya no interesa porque el desencanto es algo que tiene que ver con lo temporal, aunque tendría que haberme dado cuenta antes. Por los síntomas”. Agregó. Lo quedé mirando extrañado. Quise decir algo pero guardé silencio. Al ver mi rostro algo desconcertado, el hombre se explayó en su explicación. “Los síntomas” repitió. “Detalles egoístas, si se quiere. Pero te das cuenta después”. Al decir esto, se fue levantando del taburete. “Por eso, necesariamente, hay que vivir una segunda vida”. -dijo, mientras se retiraba. “Hoy estoy filosófico. Pero después de experimentar el simulacro de los placeres, se necesita una nueva piel existencial para seguir viviendo” -dictaminó.

Finalmente, antes de irse del bar, dio media vuelta y me dijo: “Otra cosa. La mujer que estás esperando no va a venir. Eso, seguro”.