miércoles, 8 de marzo de 2017

Los mundos imaginarios de la Literatura

“Los mundos imaginarios de la Literatura. De Liliputh a Macondo”Gustavo Iribarne
gusiribarne@yahoo.com
 
La Literatura supone un “fenómeno especial del lenguaje” y - a la vez -configura mundos imaginarios por medio de palabras. Es un discurso lingüísticamente codificado que “inventa” universos artificiales a través de la escritura. Un discurso que transforma estructuras lingüísticas en espacios ficticios.
Como creación, la Literatura establece la génesis de territorios virtuales con sus propios códigos (que, por momentos, parecen parcialmente ocultos y complejos y otras veces están estrechamente relacionados con el personaje y los acontecimientos, como en el “Horror de Dunwich” de Lovecraft). Esta fundación imaginaria supone un periplo a recorrer como parte de la experiencia cómplice del lector.
Como obra de arte, la Literatura no tiene límites en la elaboración de un imaginario y, muchas veces,  ese alrededor que envuelve a los personajes forma parte sustantiva de lo creado con los signos del lenguaje. Es que la escritura no solo “enuncia individuos” dentro del esquema de Benveniste sino que también, como artificio verosímil, consolida un “lugar” que forma parte de esa experiencia creadora. Al transformar la estructura lingüística, elabora un nuevo mundo imaginario en su totalidad.
Liliputh
En este sentido, la teoría crítica ha señalado que “el mundo ficticio instalado en el texto se nutre de objetos, personajes, lugares, tiempos, eventos y leyes que rigen las relaciones entre ellos. Estas marcas no existen sino sólo verbalmente, o sea que en cuanto son construcciones verbales, pueden ser consideradas ficciones o viceversa”. Por lo tanto, como dicen Ducrot y Todorov, “investigar la  verdad de un texto literario es operación no pertinente y equivale a leerlo como un texto no literario”.
La Literatura supone un “fenómeno especial del lenguaje” y - a la vez -configura mundos imaginarios por medio de palabras. Es un discurso lingüísticamente codificado que “inventa” universos artificiales a través de la escritura. Un discurso que transforma estructuras lingüísticas en espacios ficticios.
Como creación, la Literatura establece la génesis de territorios virtuales con sus propios códigos (que, por momentos, parecen parcialmente ocultos y complejos y otras veces están estrechamente relacionados con el personaje y los acontecimientos, como en el “Horror de Dunwich” de Lovecraft). Esta fundación imaginaria supone un periplo a recorrer como parte de la experiencia cómplice del lector.
Como obra de arte, la Literatura no tiene límites en la elaboración de un imaginario y, muchas veces,  ese alrededor que envuelve a los personajes forma parte sustantiva de lo creado con los signos del lenguaje. Es que la escritura no solo “enuncia individuos” dentro del esquema de Benveniste sino que también, como artificio verosímil, consolida un “lugar” que forma parte de esa experiencia creadora. Al transformar la estructura lingüística, elabora un nuevo mundo imaginario en su totalidad.
En este sentido, la teoría crítica ha señalado que “el mundo ficticio instalado en el texto se nutre de objetos, personajes, lugares, tiempos, eventos y leyes que rigen las relaciones entre ellos. Estas marcas no existen sino sólo verbalmente, o sea que en cuanto son construcciones verbales, pueden ser consideradas ficciones o viceversa”. Por lo tanto, como dicen Ducrot y Todorov, “investigar la  verdad de un texto literario es operación no pertinente y equivale a leerlo como un texto no literario”.
Intentando un panorama caleidoscópico,  quedaremos relativamente fuera de la discusión crítica   que pretende  una visión más centrada, recategorizando  una terminología que incluye posibles componentes dispares - con necesidad de acotación - como “mundos imaginarios, lugares imaginarios, geografía mítica, fantasías infantiles, ultramundo, realidad virtual, mitogénesis, etc”. 
Igualmente resulta casi inevitable señalar algunos tópicos como el de mundo maravilloso, un espacio asombroso y homogéneo por donde  el héroe realiza su periplo según la teoría del monomito de Joseph Campbell (Partida, cruce del umbral, iniciación, las pruebas, recompensa, resurrección y regreso); la denominación de mundo utópico, concebida para designar un contexto comunitario idealizado o – finalmente – el concepto de mundo fantástico donde lo sobrenatural se cuela por alguna rendija de la cotidianeidad como en el caso de  “La noche boca arriba”.
La idea es – como diría Césare Segre – “poner un pie en un mundo posible, distinto al de la experiencia” sin establecer un orden riguroso, a pesar de respetar esa mirada crítica que genera un patrón de  mundo alternativo, definido como paracosmo. (Un término acuñado por los psicólogos infantiles Silvey y Mackeith). 
La fusión de la literatura fantástica con el folclore, la imaginería infantil y las leyendas populares genera mundos imaginarios a través de representaciones icónico – verbales que algunos teóricos denominan paracosmos. El paracosmos sería un constructo que se interrelaciona entre el imaginario colectivo, literario y folclórico. Una “forma de fantasía infantil estructurada que luego se relaciona con géneros literarios específicos”. El paracosmos resulta un modelo de mundo integral que configura un universo completo en cuanto a las leyes que rigen la ficción y los personajes, aunque abierto en su desarrollo.
En este sentido, las lecturas no dejan de ser múltiples: A nivel teórico, un antropólogo - por ejemplo -  podrá advertir estereotipos de una iconografía recurrente, mientras que un sociólogo especulará con algunos  componentes del imaginario colectivo y un psicoanalista subrayará la plasmación de los miedos y fantasías  infantiles, entre otras cosas.
Asumiendo que un texto considerado sagrado por diversas religiones también integra la categoría de discurso literario, objeto de conocimiento y fuente de placer estético[1] bien podemos comenzar el recorrido por el denominado Paraíso Terrenal o Edén bíblico como sinónimo de territorio fantástico. Aquí estaríamos entrando precisamente,  en una categoría específica que algunos teóricos denominan como “mundos míticos o mitológicos”.
Un espacio que marca el dominio del hombre dentro de su ámbito, amo y señor de un lugar fértil, con alimentos en abundancia y dominando a una fauna absolutamente dócil en su interacción con el humano.  (Cabe recordar que la creación de este universo respetaría una escala clasificada ascendente o de lógica secuenciación, de la obscuridad a la luz; la separación de tierra y agua; de lo inorgánico a lo orgánico, etc.).
Un jardín ideal por donde fluye un río que parece consolidar la seguridad eterna de básicos abastecimientos. (Un mundo, en definitiva, posiblemente soñado por comunidades resilientes que sufrieron todo tipo de carencias, hambre y  sed en medio de desiertos inhóspitos, en situación de riesgo y vulnerables a fieras carnívoras y otros peligros.
Es, de todos modos, un lugar (im) perfecto que posibilita la presencia del mal y la tentación. (Una tentación ambigua que, aparentemente lleva al conocimiento del bien y del mal y/o la sabiduría). Sin embargo, este particular asunto  parece no empañar la virtualidad de un mundo que, para alcanzar la supuesta perfección, es más sugerido que detallado.
Porque...¿cómo era ese paraíso perdido?. En el Génesis no abundan mayores datos y los teólogos ni siquiera se han puesto de acuerdo en el tipo de árbol o árboles que representaban la vida o la ciencia del bien y del mal (conjeturando hipótesis que van desde palmeras a higueras en donde – además – el denominado “árbol de la vida” hasta podría ser un bananero). Cabe señalar que, con el tiempo, John Milton en el Siglo XVI, abundaría en detalles con respecto a la visión de este lugar alejado para el ser humano. “El paraíso perdido” de Milton es, sensorialmente, muy ilustrativo.
Otro dato interesante surge de su posible etimología (del griego paradeisos que derivaría de un término persa que traduce la idea de “terreno cerrado”. (¿Prohibición, aislamiento, jaula de oro o lugar privilegiado? No debemos olvidar que “edén” en hebreo significa “delicia”). Un  paraíso perdido que, ahora, vendría a ser el símbolo de la plenitud a recuperar en la otra vida.
Obviamente, con las variantes del caso, todas las culturas tuvieron (y tienen) su lugar idílico. Del Olimpo, habitáculo de los dioses griegos hasta el paraíso sumerio llamado Dilmún, pasando por los Campos Elíseos de Homero, estos “mundos” resultan ajenos a la idea de vejez, enfermedad y muerte. (Aunque también aquí pueda caber la presencia del mal -celos, odios, soberbia, etcétera- en medio de tanta “pureza”. Una pureza donde lo material (las piedras preciosas -diamantes, esmeraldas- que aparecen en el jardín mágico del Poema de Gilgamesh),  también nos habla de valores muy terrenales a la hora de representar la espiritualidad.
El Corán tampoco es ajeno a esta representación bastante materialista y patriarcal del más allá visto como un espacio destinado a “los respetuosos de la divinidad que disfrutarán de un vergel con abundantes fuentes, recostados en divanes, mientras bellas vírgenes les sirven sus alimentos en bandeja de plata”. En esencia, todas las culturas parecen tener su lugar ultraterreno de privilegio como también aparece en la mitología escandinava con el denominado Walhalla, el “palacio de los caídos” reservado para los guerreros que mueren en el campo de batalla. Una morada de 500 puertas y reino de Odín que recibe los “bienaventurados héroes” nórdicos. Algo similar a la Ínsula Pomorum (o Isla de los manzanos) de la mitología celta,  “un lugar eternamente verde sin granizo, ni lluvia ni nieve”  donde los caídos en batalla van a gozar de su inmortalidad.
De estas influencias judeocristianas y grecolatinas (y otras) surge el estructuradísimo mundo de ultratumba concebido por Dante. Ese universo espiritual materializado donde dios y el diablo se reparten territorio en una macro - representación psicocósmica. Un más allá de límites precisos y códigos inalterables solo transgredidos, a modo de excepción,  por la presencia del poeta. Un mundo donde tortura y beatitud colisionan en forma radical a modo de ejemplo aleccionante. Un laberinto sin salida, un ascenso sacrificado y un paraíso celestial conforman el friso que Dante resignifica en su obra. Quizás sea la obra más detallada que describe al mundo de los muertos, las almas en pena y los benditos. Tanto arquitectónicamente, como en su geografía, cataclismos naturales y fauna, la Divina Comedia se presenta como el compendio más acabado del otro mundo. (Mundo mítico)
Como vemos, los ejemplos son múltiples y, dentro de dichas variables e influencias también cabe recodar las improbables crónicas de muchos “viajeros” que con imaginación, exageración -o mera creación ficticia- intercalaron una mirada paralela al universo que nos rodea. Baste recordar a Luciano de Samosata que, en Siglo II de nuestra era, se anticipó bastante a H. G. Wells en su viaje a la luna, registrando la existencia de los selenitas, tecnológicamente más adelantados que nosotros. Una luna muy visitada donde Ariosto, en el Siglo XVI, encuentra “todo lo que se pierde en la tierra los suspiros de los amantes, los proyectos inútiles y los no realizados” y - posteriormente - Cyrano de Bergerac, que en su paseo lunar encontrará el paraíso perdido y a unos gigantes que lo encierran en el zoológico.
Además de estos primitivos viajes espaciales, también hubo un proceso en la imaginería de los cronistas y/o viajeros por el planeta. No es lo mismo la experiencia del viaje en el antiguo mundo, donde el imaginario medieval y la tradición cristiana imponían sus códigos o la expansión europea dada a partir del Siglo XV con el descubrimiento de América.  A partir del S. XVIII, la concepción de la racionalidad también cambió y se generaron nuevas utopías. Subsiste, sin embargo, la necesidad imperiosa de transformar esos espacios lejanos, pseudo-reales o ficticios en palabras, en una representación literaria que -a su vez- reinventa ese mundo.
Oscilando entre la leyenda, el presunto hecho histórico y la mera fantasía, los ejemplos pueden ir desde el éxodo del pueblo judío hacia la tierra prometida, las crónicas (¿hiperbólicas?) de Marco Polo o la expedición de Jasón y los argonautas. También tenemos ejemplos más cercanos como los “Nau las crónicas pretenden ser realistas, no dejan de deslumbrarse frente a la novedad de lo desconocido, exagerando el acontecimiento y lo que se describe. Incluso el propio Luciano de Samosata bromeó irónicamente con los supuestas crónicas “objetivas” en sus “Relatos verídicos” con visiones de tierras imposibles como la Isla de Dionisos donde habitan mujeres árboles o Cabalusa cuyos residentes suponen ser otras féminas caníbales y antropozoomórficas.
Es la fascinación del viaje como un descubrimiento en sí mismo, el desplazamiento: dejar la orilla y atreverse a surcar el horizonte. Una inquietud heredada de las antiguas gestas que nos puede llevar de la Odisea de Homero hasta “La vuelta al mundo en 80 días” de Julio Verne, pasando por múltiples ejemplos que incluirían al propio Quijote en su camino a la gloria del caballero andante. (Un trayecto que lo enfrenta a molinos, lo introduce en la Cueva de Montesinos y lo lleva junto a Sancho a la ínsula de Barataria, original por estar rodeada  por tierra en vez de mar).
Además, lo que no es contado se pierde en el olvido: frente a la acción del viaje, el verdadero poder de trascendencia reside en la palabra ya que, sin la misma, dicha acción se desvanece en el tiempo. La palabra, en definitiva, también reinventa el pasado. (La “historia” de nuestra región hasta fines del Siglo XIX estuvo prácticamente contada por viajeros y, al hacerse relato, ingresa en los histórico literario. Desde Juan Díaz de Solís hasta el propio Hernandarias hicieron una primitiva literatura a partir de nuestra realidad).
Ahora, la creación literaria de viajes fantásticos genera muchos mundos imaginarios tan  increíbles como sugerentes. Los viajes de Gulliver, (O “Viajes a varios lugares remotos del planeta”) de Jonathan Swift, injustamente relegados durante bastante tiempo al territorio de la literatura infantil, gozan de esa capacidad simbólica. Baste recordar la isla flotante de Laputa[2] que se sostiene en el aire encima de otra isla. Un espacio alegórico del imperialismo y la explotación, donde el rey acopia el agua de las lluvias y puede privar de la luz del sol a los súbditos de otras ciudades que se nieguen a pagar tributo y hasta destruirlos totalmente lanzándoles enormes piedras. (En su contexto histórico, Swift establecía la relación alegórica entre Inglaterra e Irlanda pero, hoy por hoy, su valor referencial adquiere un perfil universalista). Pero en Laputa no solo aparece la lectura política sino también una crítica al racionalismo exacerbado que se atribuye la capacidad de explicar a la naturaleza y el universo. A manera de sarcasmo, fragios y comentarios” de Álvar Núñez Cabeza de Vaca o las Jornadas de Omagua y El Dorado de Francisco Vásquez. Incluso cuando las crónicas pretenden ser realistas, no dejan de deslumbrarse frente a la novedad de lo desconocido, exagerando el acontecimiento y lo que se describe. Incluso el propio Luciano de Samosata bromeó irónicamente con los supuestas crónicas “objetivas” en sus “Relatos verídicos” con visiones de tierras imposibles como la Isla de Dionisos donde habitan mujeres árboles o Cabalusa cuyos residentes suponen ser otras féminas caníbales y antropozoomórficas.
Es la fascinación del viaje como un descubrimiento en sí mismo, el desplazamiento: dejar la orilla y atreverse a surcar el horizonte. Una inquietud heredada de las antiguas gestas que nos puede llevar de la Odisea de Homero hasta “La vuelta al mundo en 80 días” de Julio Verne, pasando por múltiples ejemplos que incluirían al propio Quijote en su camino a la gloria del caballero andante. (Un trayecto que lo enfrenta a molinos, lo introduce en la Cueva de Montesinos y lo lleva junto a Sancho a la ínsula de Barataria, original por estar rodeada  por tierra en vez de mar).
Además, lo que no es contado se pierde en el olvido: frente a la acción del viaje, el verdadero poder de trascendencia reside en la palabra ya que, sin la misma, dicha acción se desvanece en el tiempo. La palabra, en definitiva, también reinventa el pasado. (La “historia” de nuestra región hasta fines del Siglo XIX estuvo prácticamente contada por viajeros y, al hacerse relato, ingresa en los histórico literario. Desde Juan Díaz de Solís hasta el propio Hernandarias hicieron una primitiva literatura a partir de nuestra realidad).
Ahora, la creación literaria de viajes fantásticos genera muchos mundos imaginarios tan  increíbles como sugerentes. Los viajes de Gulliver, (O “Viajes a varios lugares remotos del planeta”) de Jonathan Swift, injustamente relegados durante bastante tiempo al territorio de la literatura infantil, gozan de esa capacidad simbólica. Baste recordar la isla flotante de Laputa (No está de más recordar que, en un principio, algunas traducciones cambiaron el nombre por Lupata, entre otras censuras a todo tipo de referencias sexuales y/o escatológicas de las primeras ediciones), que se sostiene en el aire encima de otra isla. Un espacio alegórico del imperialismo y la explotación, donde el rey acopia el agua de las lluvias y puede privar de la luz del sol a los súbditos de otras ciudades que se nieguen a pagar tributo y hasta destruirlos totalmente lanzándoles enormes piedras. (En su contexto histórico, Swift establecía la relación alegórica entre Inglaterra e Irlanda pero, hoy por hoy, su valor referencial adquiere un perfil universalista). Pero en Laputa no solo aparece la lectura política sino también una crítica al racionalismo exacerbado que se atribuye la capacidad de explicar a la naturaleza y el universo. A manera de sarcasmo,
Swift imagina a los laputanos como seres abstraídos en disquisiciones perezosas e inútiles que, lejos de optimizar el intelecto, degradan la facultad racional del hombre en absurdas especulaciones.
A su vez, Liliput, donde sus habitantes no exceden los quince centímetros de estatura,  también deja su huella reflexiva. Resulta muy interesante, por ejemplo, la manera en que el rey elige a los destinados a ocupar un cargo vacante de relevancia política: Los aspirantes deben divertir al monarca bailando sobre una cuerda a treinta centímetros del suelo. El que logra saltar más alto y hacer piruetas sin caerse, obtiene el cargo. Resulta obvio recordar el nivel de mordacidad y sarcasmo que circulan por las páginas de Swift. Toda la obra puede concebirse, en realidad, como una crítica ácida contra la hipocresía, la banalidad cortesana y, en definitiva, una amarga reflexión sobre la naturaleza humana en general. (Por algo su obra plasma una república de caballos sabios en la isla de Houyhnhms, estableciendo un rechazo a la maldad humana frente a la ecuanimidad del reino animal).
Los liliputienses, por ejemplo,  son vanidosos y se autoproclaman como los seres más poderosos del planeta (una postura irónica que contrasta con la pequeñez física que les concede el autor. Dicha pequeñez – asimismo – se traduce en una pequeñez moral contaminada por el odio y la guerra: guerra que se desencadena por los motivos más absurdos e insignificantes).
En  contraste con lo señalado, se erige la isla de Utopía que se supone muy cercana a Sudamérica (aunque etimológicamente significa “ningún lugar”), conformando un enorme puerto natural al que – sin embargo – solo los utopianos pueden acceder. (Las primeras “noticias” de esta isla vendrían del mismísimo Américo Vespucio a comienzos del Siglo XVI, a partir de la descripción de una isla denominada Fernando de Noronha). Un espacio simbólico que parece mezclar la religiosidad con parámetros socialistas: Una administración aristocrático - democrática donde  no existe la propiedad privada y se ha erradicado la pobreza. Aquí, la riqueza material es vista como superflua y el trabajo comunitario es la base de su prosperidad. Estamos hablando, sin embargo, de una sociedad que no es estrictamente igualitaria ya que existe una gradación jerárquico piramidal e – incluso – la esclavitud. Esclavos a los que se trata con amabilidad y llevan grilletes de oro, aunque no dejan de ser esclavos. Es un mundo complejo que contempla la eutanasia; donde hay sacerdotes que pueden tener relaciones sexuales y que celebra festivamente la muerte de un ser querido al pensar en su felicidad eterna.
La visión clásica de Utopía está, por lo que vemos, algo alejada de estos significativos detalles. Una sociedad con muchos días feriados, y más preocupada por su  jardinería que por abolir la esclavitud es la concebida por Tomás Moro  y no la que predomina en el imaginario colectivo.  Además, existen otros ejemplos similares, como la Isla de Tamoe concebida por el Marqués de Sade, gobernada por el justo y sapiente Príncipe Zamé y ubicada – presuntamente – en el Océano Pacífico, Shan Gri La, el lugar de los Himalayas, plasmado en la novela “Horizontes perdidos” de James Hilton  (donde un monje bicentenario atesora el patrimonio cultural intangible de la humanidad) e – incluso – la misma Atlántida  reseñada por Platón, Julio Verne y hasta  Arthur Conan Doyle, continente sumergido en el Atlántico unos diez mil años antes de Cristo cuya capital estaba circundada por anillos concéntricos o la Nueva Atlántida , una suerte de propuesta filosófica imaginada por Francis Bacon en el Siglo XVII, la región de Hiperbórea donde, según Plinio, no existe la tristeza y ¿por qué no?, la imagen de El Dorado rastreada / concebida / imaginada por Walter Raleigh y Voltaire donde, si uno se pone a recoger el oro o las piedras preciosas esparcidas por el camino, recibe la mirada entre burlona y misericorde de los indígenas. No está de más recordar la Ciudad de las Columnas registrada en las 1001 Noches, otra removedora alegoría sobre la banalidad del ser humano y esa soberbia que le impide reconocer los valores auténticos  y hasta puede terminar destruyéndolo.
Nótese que la mayoría de los ejemplos citados corresponden a ubicaciones focalizadas en islas como si ese aislamiento limítrofe radical estableciera una distancia entre ficción y realidad. Lejanía que se acrecienta en el mar inconmensurable y que llevó a Hércules a transcribir su “Non terrae plus ultra” en las columnas del Estrecho de Gibraltar, último límite del mundo conocido en la antigüedad. La simbología de la isla como espacio es polivalente y compleja. En algunos casos, el aislamiento traduce soledad y muerte ya que muchas divinidades y/o monstruos que habitan en ellas asumen un carácter peligroso y nefasto. (Los ejemplos son múltiples y pueden ir desde la Isla del Ave Roc de las Mil y una Noches, pasando por la Isla de los Cíclopes que Homero propone en la Odisea de Ulises, hasta la Isla de Alcina donde una poderosa bruja transformaba a sus amantes en plantas según la imaginería de Ariosto en Orlando furioso) o el lugar en donde William Golding ubica al Señor de las Moscas para representar – fugazmente - el nacimiento de una civilización salvaje donde los valores se desmoronan en un abrir y cerrar de ojos.
Sin embargo, otras interpretaciones le adjudican el valor de sueño inalcanzable, paraíso ultraterreno o meta por alcanzar,  que también establece una suerte de “geografía mítica” con “imágenes guía” como las que advertimos  en la obra de Tolkien (“El señor de los anillos”) y hasta en el propio Robert Louis Stevenson en “La isla del tesoro”. Novelas como las Crónicas de Narnia del irlandés Clive S. Lewis vienen a ser una suerte de documentación oficial del paracosmos, un “modelo abierto” integrado en siete volúmenes donde las marcas textuales se suspenden priorizando la construcción del mito. De esta manera, esa mitología se desprende de la obra para conformar – como señala Genette – un “epitexto intermedial” donde precuelas y secuelas se confunden y la recepción hibrida otros componentes como la ya referida ficción cartográfica de Tolkien y Stevenson. (o la traslación audiovisual cinematográfica con ejemplos recientes).
Continuando con estas dimensiones separadas bien podemos incluir a la isla de Villings, el lugar imaginado por Bioy Casares donde  Morel genera ese tenebroso holograma que aniquila a la figura real. Un territorio con dos soles y dos lunas  que, además de la casona, incluye la capilla, un museo y una pileta de natación repleta de serpientes. Una isla aniquilada por la virtualidad, una invención que la ha despojado de su esencia para convertirla en reproducción y que - además - establece el mayor amor imposible de todos los tiempos. La repetición consume al ser real, lo fagocita en su mecánica de espejos y el personaje de la obra se enamora de una imagen: la imagen de  Faustine. La verdadera Faustine ya estaba muerta y jamás se entera de ese amor. (No hay mayor amor imposible que este en toda la literatura).  Esta isla, como reproducción virtual, adquiere un valor de signo. Es una multiplicación cíclica del mismo acontecimiento, un simulacro que atrapa al único protagonista “real” de la obra y lo enfrenta a la clonación masiva. Un obra inquietante y desacomodadora, de intensidad paranoica y cuya vigencia continua repiqueteando en el nuevo milenio. (Su amigo Jorge Luis Borges también creó lugares ficticios inquietantes como la Ciudad de los Inmortales, la Tierra de Brodie, las Ruinas circulares o la alucinante Biblioteca de Babel que oculta el Libro dentro del libro “El jardín de los senderos que se bifurcan”, una multiplicación alucinante).
Renglón aparte merece la consideración de Wonderland, el País de las maravillas imaginado por Lewis Carroll en los viajes de Alicia. Un territorio de una absurdidad desacomodadora que también, durante algún tiempo, quedó catalogado como literatura infantil pasatempista, rematando en la versión animada de Disney.
Frente a ese universo colorido y luminoso, la propuesta de Carroll presenta un microuniverso transgredido por una inquietante “razón de la sinrazón”. El propio André Breton dijo que  la literatura de Carroll era “la solución vital a una profunda contradicción entre la aceptación del destino y el ejercicio de la razón”. Tanto en “A través del espejo” como en Wonderland, la lógica del mundo se detiene e incluso se rechaza ya que
Carroll parece haber remado contra la corriente desde siempre[3]. Nunca un seudónimo reveló la doble naturaleza de una persona tan bien como en este caso: Un escritor de literatura ¿fantástica? / ¿surrealista? / ¿absurda? que también supo ser excelente matemático, fotógrafo, dibujante, pastor anglicano solterón y – probablemente – un pedófilo en potencia que supo canalizar su inclinación contando cuentos y sacando fotos a niñas semidesnudas. (Aunque los padres de Alicia Liddell, su pequeña musa, quemaron todas las cartas que el pastor le escribiera a su hija. Aparentemente, Carroll de 31 años de edad habría pedido la mano de la pequeña Alicia, de tan solo 11). Pero el mundo generado por Carroll no deja de ser – además – una crítica a la moral victoriana y al absolutismo monárquico. No olvidemos la crueldad de la reina que, frente a cualquier contrariedad, ordena que le corten la cabeza a alguien. (Una perversión típica de los cuentos “de hadas”).
Wonderland no tiene un orden aparente; el periplo singular de Alicia la lleva de un mar de lágrimas al bosque, la mesa del té (donde el tiempo se ha detenido en un eternum té o´clock) y el juego del croquet con flamencos, topos y soldados–carta, entre otras extravagancias disparatadas que incluyen un gato invisible. Detrás del aparente sinsentido, de la delirante incoherencia lúdica, surgen otras miradas posibles que generan ese principio de vacilación por parte del lector, según señala Todorov. Alguna crítica ha señalado que esas reglas incomprensibles para Alicia en este país maravilloso no son otra cosa que una representación emblemática del contradictorio mundo adulto frente a la ingenuidad del niño. Ese pasaje que lo enfrenta  a una jurisdicción caótica pero - a la vez - fascinante para sus ojos. En realidad, también puede ser un viaje hacia sí mismo, esa pulsión del crecimiento sofocante (la bebida que la agiganta)  con todos los miedos e interrogantes que suponen las experiencias de vida y la pérdida de la inocencia.  La hermana de Alicia cierra el texto con una reflexión que avalaría esa lectura sobre estas etapas en la vida del niño hacia su adultez. Pero, a pesar de lo señalado, este mundo no deja de ser una ruptura del discurso literario convencional – un antes y un después – que hoy por hoy sigue vigente e inagotable en sus posibilidades analíticas. Muy parecido a lo que ocurre en el País del espejo donde Alicia descubre un mundo reflejo similar pero diferente al real en donde las coordenadas de tiempo y  distancia han sido abolidas.  (En este sentido puede decirse que Michael Ende en “La historia sin fin”  retomó algunas ideas parecidas ya que en la Tierra de la Fantasía, ubica desiertos al lado de paisajes polares a la vez que difumina la geografía del contexto). El cambio – por cierto – es sustantivo. En este mundo onírico y perturbador de Carroll uno puede recordar lo que va a ocurrir tiempo después o vivir en el pasado y el futuro, salteándose el presente inmediato por lo que una torta se sirve primero y se corta después o una sentencia se ejecuta antes que se cometa el crimen, por poner algunos ejemplos. En este país insólito, la palabra también tiene una presencia mayúscula y su significado está a la orden del que la pronuncia porque lo importante, en realidad es “quién manda”. (A diferencia de la Ciudad de Galimatías de El mago de Oz de Lyman Frank Baum, donde los habitantes utilizan largos discursos para no decir nada). Sin embargo, lo más relevante, según dicen, es no despertar al Rey Rojo porque es quien nos está soñando a todos y si lo despertamos  nos apagaríamos “como una vela”. (A Borges le encantaba esta imagen junto con la del “Sueño de la mariposa” de Chiang Tzu (300 A.C.)
Los denominados cuentos de hadas son ricos en lugares mágicos y/o encantados (como bosques, montañas y castillos, por ejemplo). El término, acuñado a mediados del Siglo XVII, refiere en realidad a fábulas de tono moralizante que no estaban pensadas exclusivamente para niños y que, incluso, encierran perversiones y truculencias varias. Una tradición que se recicla hoy por hoy con el Bosque Prohibido - habitado por una heterogénea fauna de unicornios y hombres lobos - cercano a la escuela de magos imaginada por J.K. Rowling y que también supo recrear Lovecraft en alguno de sus textos o Clive S. Lewis con el Bosque entre los mundos (que permite transitar por diferentes dimensiones a través de los charcos) pero que ya aparecían en los relatos de Charles Perrault (Caperucita Roja, El gato con botas), los hermanos Grimm (Hansel y Gretel, Blancanieves) y Hans Crhistian Andersen que en “El jardín del paraíso” retomó la búsqueda del edén.
Más allá del posible tono patriarcal de algunos cuentos, existen componentes perturbadores: recordemos el texto de Hansel y Gretel (padres abandónicos, niños expuestos a morir de hambre y sed, bruja caníbal que intenta devorar a los pequeños pero  muere quemada viva a manos de dichos tiernos infantes y el  regreso triunfal a la casita de los viejos con las joyas que le robaron a la bruja). Por su parte, el texto original de Perrault sobre Caperucita tiene innegables connotaciones sexuales, algo que también aparece en Blancanieves  (de los Hnos. Grimm) donde la reina madre desea tener una hija “tan blanca como la nieve y tan roja como la sangre”. En este universo de seres terribles (ogros filicidas, monarcas tiránicos, brujas despiadadas, hechiceros, etcétera), el contexto también adquiere proporciones inquietantes. En el Castillo de la Bestia recreado por Marie Leprince de Beaumnont en 1757, se advierten extrañísimas estatuas que parecen casi humanas y son iluminadas por la luz mortecina que aportan unos candelabros sostenidos por brazos que salen de las paredes. Como el laberinto que encierra al minotauro, esta fortaleza también cobija un monstruo vengativo que condena a muerte a sus huéspedes. Además, un espejo que transporta visualmente a quien se ponga delante, se oculta en un lugar recóndito donde nunca le da el sol. El Castillo de la Bella Durmiente de los hermanos Grimm es un sitio maldito, donde toda la corte hiberna en estado de suspensión animada por toda la eternidad a causa de un hechizo. (Ni hablar del siniestro castillo imaginado por Bram Stoker o el Castillo del Príncipe Próspero donde Edgar Allan Poe hace ingresar a la Muerte Roja). Hasta en el País de Nunca Jamás elaborado por Sir James Matthew Barrie en Peter Pan se oculta un mundo truculento donde el eterno adolescente volador amputa la mano del Capitan Garfio para dársela de comer a un cocodrilo gigante (y finalmente es engullido por el mismo). Igual aspecto puede ubicarse en el seductor País de los juguetes que Collodi recrea en Pinocho, un permanente parque de diversiones donde los niños son metamorfoseados en burros de igual manera que  Circe transformaba a los hombres en cerdos. Como dato al margen podríamos recordar la Isla de Noble, el célebre territorio del Dr. Moreau - creado por H.G. Wells - quien realizaba un experimento radicalmente inverso a lo señalado. Los resultados, parcialmente exitosos, generaban una situación de riesgo extremo ya que las bestias volvían progresivamente a su estado primitivo original. En resumen, espejismos de felicidad (como las pérfidas sirenas) que encierran – cada uno – sus propias monstruosidades. El mago de Oz de Lyman Frank Baum podría ser el texto más inofensivo, desde este punto de vista, a pesar de la bruja del Oste, más ridícula que malvada, la Tierra de las Gárgolas  y  su Monte Fantástico que alberga serpientes de fuego reptando en medio de la lava. Baum también resultó pródigo en la creación de espacios fantásticos como Ondulandia, donde la tierra se mueve como si viajásemos en barco y marea a los forasteros. O la mismísima Ciudad Esmeralda, capital de Oz – con un imán en la entrada que hace que todo el que pase por debajo ame y sea amado – donde los árboles tienen hojas suaves como plumas de avestruz; las  calles son de mármol y esmeraldas y, en el centro, un palacio de características barrocas domina el panorama. (Obviamente las influencias utópicas resultan evidentes, sobre todo si recordamos su prisión sin llaves al considerar que los que cometen un crimen ya son desgraciados  de por sí al haber realizado una mala acción). Quizás el cuento “El jardín del gigante” de Oscar Wilde pueda calificarse como un texto “infantil” entre comillas que reúne el encanto pleno, tan tierno como poético – de una obra universal y simple, sin monstruosidades al acecho.
Retomados de viejos cuentos populares o leyendas rurales, dicha imaginería tiene notorios antecedentes clásicos como la denominada Región del Basilisco  que Plinio el Viejo imaginara en su Historia Natural del Siglo I D.C. y luego fuera retomada  por Flaubert en La tentación de San Antonio, llegando incluso hasta nuestra latitudes con la misma denominación para esa aterradora serpiente que mataba con la mirada. Algo similar a lo concebido por Apolonio de Rodas en El viaje de los argonautas (Siglo II) en la Tierra del Aojo donde unas temibles hechiceras también eran capaces de aniquilar al adversario con un simple vistazo.
Las ciudades imaginadas también tienen su presencia en la literatura; quizás el ejemplo más sobresaliente de los últimos tiempos sea el texto de “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino, un extenso muestrario (55 ciudades en total) de metrópolis ambiguas como Aglaura donde el viajero no alcanza a definir el carácter inefable de su arquitectura mutante. Son ciudades emblemáticas que parecen representar a los seres que las habitan. Como Despina, rodeada de desiertos y neblinas o la cambiante Ersilia cuya mudanza continua va dejando sus propias ruinas como rastro para encontrar las nuevas construcciones. Estas ciudades representan al mundo moderno (o posmoderno) y radiografían la psicología de masas a través de la conducta de sus habitantes. Alegoría contemporánea del mundo en que nos ha tocado vivir para bien o para mal; ciudades símbolos de esa aldea global que virtualiza las fronteras como hologramas indefinidos. Partiendo de esa presunta imaginería de Marco Polo frente a Kublai Khan, Calvino recicla dicha imaginación para establecer la paradoja del ser humano perdido en la urbe. El recorrido por estas ciudades no deja de ser – además – un recorrido interno, un viaje hacia nosotros mismos y un llamado de alerta sobre la soledad de las multitudes en la selva de cemento. Es algo parecido a la propuesta de Umberto Eco en  la Isla del día después, un lugar al que no se puede desembarcar y en donde cada viajero cree ver - de lejos - algo diferente a lo que observa su compañero de viaje.
Por Latinoamérica, el imaginario pueblito colombiano de Macondo, por su parte,  presenta una suerte de equidad simbólica en su distribución parcelaria, realizada por José Arcadio Buendía. Todas las casitas están a igual distancia del río para abastecerse de agua potable con similar esfuerzo. También reciben igual luminosidad por el trazado y ubicación de calles y viviendas. (Según Plutarco, en Esparta se había hecho algo similar pero equilibrando la calidad fértil  con la superficie de cada terreno otorgado. Más fértil: menos terreno y viceversa).
Macondo era […] una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. José Arcadio Buendía […] había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus trescientos habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.”
“El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo.” 
Como vemos, una era paradisíaca, incontaminada e inocente. El edén originario; la Arcadia - región montañosa de Grecia en el Peloponeso que terminó convirtiéndose en referente idílico de paz y armonía - de Arcadio (o la Aracataca del abuelo de García Márquez) donde no existen robos ni muerte. (El primer muerto de Macondo, en realidad, es el gitano Melquíades). Un territorio fraterno, de puertas abiertas donde el trino de los pájaros deviene en melodía natural del contexto. Más adelante, Macondo irá mutando emblemáticamente en una republiqueta bananera donde la depredación y la corruptela suponen una suerte de expulsión del paraíso terrenal. Una expulsión terrible que transforma la inocencia en desencanto y horror, donde “Macondo” se transforma en “un pavoroso remolino de polvos y escombro centrifugado por la cólera del huracán bíblico”; un espejismo donde “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra” Cabe señalar el hecho porque el territorio en cuestión es uno de los pocos espacios imaginarios que asumen un proceso de degradación -  no estático -     como en otros ejemplos.
Precisamente, otro aporte digno de tener en cuenta es la epidemia de insomnio que tuvo el pueblo, una extraña “enfermedad” que, con el tiempo, producía la pérdida de la memoria. Precisamente, esa memoria que todo pueblo debe retener para no cometer los mismos errores de antaño. Para remediar esta situación los habitantes decidieron marcar las cosas y animales por sus respectivos nombres en un cartel. Hasta el nombre de la ciudad y la existencia de dios eran recordadas en letreros especiales para combatir la peste de la desmemoria colectiva.
Obviamente, la un pueblo imaginario no es una originalidad creativa dentro de una contemporaneidad donde autores como Faulkner habían trazado la senda de Yoknapathawa, (“Ubicado” en el Missisipi: “agua que fluye por la pradera”) por ejemplo. En nuestra literatura, Santa María  de Onetti y el pueblo de Mosquitos de Mario Delgado Aparaín resultan verosímiles en cuanto referentes de un contexto perfectamente reconocible. Es parte de nuestra idionsincracia: que la ficción no se eleve a una estatura fantástica y, como señalaba Rodríguez medio condescendiente frente a las proezas del diablo, “Eso…es mágico”, apenas. De todos modos, cabe recordar  el mundo onírico de Mario Levrero en el laberíntico “El lugar” como una digna excepción de un autor que sigue creciendo después de muerto como buen adelantado que era. De todas maneras, nosotros también tenemos nuestros mundos imaginarios y – por cierto – resultan un justo referente emblemático de nuestra realidad.
Notas: 
[1] Recodemos a Borges que insinuaba la religión como posible derivado de la literatura fantástica.
[2] No está de más recordar que, en un principio, algunas traducciones cambiaron el nombre por Lupata, entre otras censuras a todo tipo de referencias sexuales y/o escatológicas de las primeras ediciones.
[3] Al ser zurdo, sus padres lo obligaban compulsivamente a escribir y manejarse con la mano derecha; una imposición que derivó en trauma y posterior tartamudez. 

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