DIARIO
DE VIAJE II.
EL
SUEÑO DE OOSTENDE
En
Oostende las horas parecen estancadas. A mi alrededor hay gente murmurando en
varios idiomas mientras comen barras de chocolate o leen algún diario
británico. Algunos fuman en silencio y bostezan. De vez en cuando ciertas
carcajadas rompen la zumbona monotonía de la sala. Hay latas de cerveza y
mochilas multicolores, esparcidas por el suelo, que sirven de apoyo a jóvenes
dormidos. Rutina de viajero. Esperar que el tiempo se descuelgue por un
cuentagotas en tanto llega la embarcación. Matar el aburrimiento observando un
techo poblado de tubo-luxes y descubrir algunas grietas. Programa del día:
Oostende - Folkstone - Londres. Barco y ferrocarril. Atrás quedaron las
callejuelas estrechas de Segovia, la Catedral de Santa Eulalia donde, por unas
monedas se encendían los reflectores del panteón, el Palacio de Río Frío y el
sonido de una flauta dulce que nos guiaba por las esquinas de Barcelona.
También quedó atrás Kerkira, una isla de griegos que se dedican al turismo, la
pesca y las aceitunas. Recuerdo que mi vista descansaba sobre ellos mientras
comían shishkebab y jugueteaban con sus diminutos collares (yo sabía que eran
más auténticos que esos condottieris de buzos rayados y sombreros de paja que
vendían el verso de la ciudad irrecuperable desde el puente Cannaregio). En
medio de esta transitada Babilonia, el sentimiento de pérdida era intenso.
No
pude dormir bien en el vuelo que me llevó a esos lugares. Durante la noche la
azafata indicó por el altoparlante que nos ajustáramos los cinturones de
seguridad. Sin embargo nada sucedió a no ser que se haya estrellado el avión y
todo el resto sea un sueño. Nunca supe el motivo de esa orden a contramano en
medio de la madrugada aérea. Descartando la posibilidad de una turbulencia
pasajera y a pesar de mis dudas, no dejo de suponer otra cosa que no sea una pesadilla
liviana (¿aquella? ¿esta?). De todos modos las pastillas me adormecieron y de
mañana estuve lo suficientemente fresco como para desayunar frugalmente. La
escala inicial la hice en la Gran Canaria y la primera impresión resultó
negativa; una isla de origen volcánico donde predominaban colores tristones
como el gris y el marrón. La aridez era el tono profundo del territorio. Más
tarde, mientras deambulaba por la Playa del Inglés con una lata de cerveza,
pude comprobar que esos caminos desolados parecían continuarse en las arrugas
de los pobladores. El calor era sofocante y amenazaba el sucio Sirocco, un
viento africano que reparte polvo entre estos peñascos situados a cuatro grados
del Trópico de Cáncer. Parecía una colonia alemana con toques exóticos de
hindúes, mexicanos, multitudes abúlicas en las discotecas y varios noruegos
desnudos y borrachos en la piscina del hotel de la Avenida Tirajana. Rescato,
eso sí, con especial nostalgia, el balneario Puerto Rico donde descansaban los
restos de tiburones destrozados por pescadores furtivos. Nunca había visto el
cuerpo de un tiburón muerto, colgado bajo el tenue menguante de una luna
insular. Tenía su poesía en medio del pequeño puerto, el azul atlántico y la
noche caliente del Trópico.
De
golpe la noche cae suavemente sobre otro lugar. Salpicado de estrellas, el
cielo impresiona con intermitencias plateadas. Casi no sopla viento, apenas una
brisa cargada de pinos húmedos que refresca el ambiente. Hay un hombre –es
posible que sea yo– sentado en una hamaca. Fuma un cigarro y observa a la mujer
que riega el pasto. Sus ojos –¿los míos?– la siguen mientras se desplaza entre
las hortensias evitando atascos.
En
el otro sueño yo aparezco en una playa desierta pero sé que estoy soñando,
aunque no puedo precisar cuál de las fronteras es el mundo real. Posiblemente
me gusta imaginar que la realidad está del otro lado, clausurada para siempre.
De pronto surge otra mujer y arroja pequeñas amatistas al vacío, que brillan
como luciérnagas. La brisa del mar recibe el presente y la luz se involucra en
sus entrañas de cristal produciendo destellos arcoirisados. El rostro de esa
mujer parecida a la noche, como diría Homero, se oculta de a ratos por los
estallidos de su cabello. Solo quedan sus ojos alertas como dos fuegos verdes.
En el sueño comienzo a correr y veo que las amatistas nunca terminan de
aterrizar porque todo funciona en cámara lenta. Al final la mujer sonríe
mientras una franja blanquísima aparece en sus labios y la primera piedra toma
contacto con la arena. En ese instante despierto rodeado por un poderoso
perfume de primavera. Al volver, el avión continúa zumbando en mi cabeza y me
golpea una brisa húmeda de pinos remotos. Sigo en la estación de Oostende pero
dudo del Sirocco, de los tiburones muertos, las hortensias y las amatistas. No
sé por cuál sueño tomar partido, incluyendo éste.
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