DIARIO
DE VIAJE
Siempre
que regreso a mi infancia lo primero que recuerdo es un balde lleno de agua que
se desborda. La canilla sigue abierta en el fondo de casa y yo –que tengo
alrededor de cuatro años– corro a cerrarla. Ese desbordarse, una simpleza inofensiva
al fin de cuentas, aparece en mi mente infantil como algo grave que debo anular
inmediatamente. Una empleada me avisa a los gritos y yo cierro apresuradamente
el grifo. Altero una realidad desenfrenada que no alcanzo a comprender del
todo. ¿Por qué ese desfasaje me parece tan importante? ¿Por qué debo restaurar
la mesura y el orden de ese pequeño universo que parece verter un agua infinita
en la limitada capacidad del recipiente? Cierro la canilla y sonrío. Inauguro
una nueva etapa de orden; anulo una dimensión desequilibrada con el simple
rigor de manipular una llave de paso.
Parecería
que tuviera todo el tiempo del mundo para seleccionar otros recuerdos que
también poseen su cuota de prioridad. En particular me llama la atención un
momento donde me veo acunado por mi madre. Lo curioso del caso es que no
percibo la imagen con el rostro materno dominando la escena como en un
contrapicado. Lejos de lo que podría suponerse, registro toda la situación
desde lo alto, como si fuera un testigo ocular ajeno a las circunstancias.
Existe la posibilidad de que sea una ilusión atesorada como recuerdo propio.
Sería una manera de nivelar ciertas zonas del pasado; dejar que la fantasía
invada las parcelas del ayer. No se trata de idealizar lo que ya ha sido. Es un
poco más complejo. Se trata de recordar algo incierto. Un sueño bonito que pasa
a formar parte del álbum familiar como una fotografía utópica e inalterable.
Con
esta jerarquización de los recuerdos no se puede realizar un ordenamiento
coherente. Resulta inevitable que ciertos puntos tomen un atajo para recalar en
mi zona de evocaciones. Por eso puedo excusar que sean ellos, los pantallazos
del pasado, los que me lleven en este viaje hacia adentro, hacia mí mismo,
mientras bebo y observo la marea. En otros momentos me acuerdo de las piernas
de la cocinera. Tienen su peso propio como forma de esos primeros vestigios de
una sexualidad ciega que me llevaba a chantajear a la mujer para que se
levantara la pollera con tal de que la dejara ver la telenovela. Otras veces
rememoro mi primera comunión con el excesivo entusiasmo que poseía en aquellos
momentos. El temor de tragarme a dios en aquella pequeña lámina circular y no
ser merecedor de su presencia en mi alma. El dedo acusador del sacerdote que
nos señalaba para luego indicar el cielo y mover de manera isócrona su brazo
mientras nos hablaba del acto sagrado y los pecados mortales. Y aquel que se
salva, sabe, –decía – y el que no, no sabe nada. Porque el demonio existe y
está esperando que ustedes caigan en la tentación para arrastrarlos al fuego
eterno del infierno. Y ustedes ya saben cómo es la eternidad. Como si nuestro
planeta fuese una enorme bola de acero y cada cien mil años pasara un ave y la
rozara con sus alas. Una y otra vez, cada cien mil años el pájaro seguirá
friccionando la esfera hasta que la empezará a gastar. Algún día, después de
tantos roces, el mundo se disipará. Pero en esa oportunidad, hijos míos, la
eternidad recién comienza.
Hasta
que llegaba el día de la ceremonia y yo sudaba a chorros deseando encontrarme
en cualquier parte menos en esa iglesia donde un sacerdote decrépito me ponía
la hostia casi en la punta de la nariz. Escuchaba sus palabras en latín y abría
mi boca desmesuradamente para tragar el manjar divino que mordía horrorizado
como si cometiera un acto de canibalismo.
Es
curioso como este tipo de evocación religiosa se entremezcla con la imagen de
las piernas de aquella muchacha. Más curioso resulta pensar cómo ha
evolucionado dios en mis pensamientos. Aunque no me interesa demasiado
especular sobre el asunto; en realidad prefiero recordar aquella hembra y sus
glúteos o retornar a las calurosas tardes en casa de mis primos donde daba
rienda suelta a una depravada precocidad. Sin embargo, los pasajes más
interesantes de mis primeras épocas se concentran en la soledad de mi cuarto
devorando libros o los esporádicos viajes que realizaba a la estancia de mi
tío. Ahí la servidumbre me trataba con recelo y tenía un peón dedicado a
ensillarme el caballo. De vez en cuando me escapaba de su custodia y recorría
el campo de manera salvaje. Dentro de la casona, en cambio, todo era indagar
ese mundo extraño que olía a botas de cuero y fertilizantes. Subir escaleras y
revisar cuartos, juguetear con un revólver cargado que había descubierto en un
cajón deseando practicar el tiro al blanco con las gallinas que picoteaban en
el patio. También aparecen los recuerdos de la casona del Prado y aquella hija
adoptiva utilizada como empleada doméstica por otro pariente lejano. Rememoro
su cuerpo en medio de fugaces imágenes que me confunden con otros cuerpos y
otros rostros. En algún momento, todos parecen ser la misma figura aunque las
partes del rostro se mezclan y no llegan a formar una cara definida. Quiero
recordar cada uno de los momentos de mi vida pero el rugir de las olas me
confunde. A diferencia del tango, no bebo para olvidar. Ahora la espuma lame
mis pies, el mar me llama.
("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne Editorial "Yaugurú")
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