domingo, 9 de julio de 2017

Último y gran deseo


ULTIMO Y GRAN DESEO

A Voiro no le gustó la pesada de Buenos Aires desde el mismo momento que los vio entrar en el bar. En primer lugar no parecían profesionales sino aficionados. Sabía que no eran nuevos pero les faltaba esa mirada decidida en el rostro. Había algo que no encajaba entre sus corpachones, las manos y los ojos. Parecía un cortocircuito, un desfasaje que impedía reunir las piezas adecuadamente. Pero no dijo nada. Apenas los semblanteó y pasó a los saludos de rigor. Tomaron refrescos y agua tónica; eso ya era algo. Tampoco llamaban la atención y ni siquiera estaban armados a pesar de los pedidos de captura de Interpol.
Entonces se comenzó a planificar la cosa muy elípticamente. Los horarios, las cajas más gruesas de los viernes, los dos guardias de seguridad y otros detalles puntuales. Aquí Voiro retomó un poco la confianza al verlos diestros en el manejo de datos y bastante rigurosos a la hora de tener en cuenta hasta los detalles más simples. Pero nada del otro mundo. Una gimnasia necesaria para la supervivencia a la que había que acostumbrarse desde el vamos.
De todos modos, la cosa no funcionaba. Se notaba una actitud demasiado suficiente; una sonrisa canchera y otras gestualidades que lo irritaban íntimamente aunque se cuidó de mantener la boca bien cerrada. En resumen, el plan se repasó varias veces y los datos del informante parecían prolijos. Luego se hizo un seguimiento directo y llegaron a marcar presencia para reconocer el territorio con la discreción del caso. Alguna pregunta menor se manejó al final de las reuniones y cierto tipo de respuestas elusivas no terminaron de convencer a algunos integrantes uruguayos. Pero el intercambio de opiniones no pasó a mayores y Voiro tuvo la impresión de que algunos puntos suspensivos quedaron flotando en el aire. Eran detalles minúsculos aunque desde hacía mucho tiempo sabía que esos datitos podían significar la enorme diferencia entre la vida y la muerte, la cárcel o la libertad. De la muerte tenía experiencias ajenas pero la cárcel no se la habían contado. Y no le gustaba para nada.
Había buena artillería pero él decidió quedarse con su 38 y desestimó la escopeta de caño recortado. Le causó gracia el uso de los celulares pero cedió risueñamente el paso a la tecnología para ingresar a una suerte de modernidad bien sistematizada. En sus comienzos la cosa era más fácil; hasta existían joyerías de barrio con un felpudo de bienvenida en la puerta. Pero ahora los tiempos habían cambiado, algunos de sus antiguos compinches estaban muertos o presos y la banda había decidido anexar socios del otro lado del charco. No contaron con su voto pero la incorporación resultó consensuada. Es que los vecinos estaban muy bien equipados y los porcentajes eran razonables. No había de qué preocuparse. Por lo menos eso fue lo que le dijeron.
Voiro estaba por dejar el cigarro pero había elegido una mala oportunidad para el intento y retornó a sus Marlboro Lights. De todos modos fumaba poco y le ayudaba a calmar los nervios. Había todo un ritual que saboreaba antes del propio cigarrillo; se trataba de sacarlo de la cajilla box, de golpear suavemente la base del filtro hasta que un milimétrico círculo de papel sobresaliera por encima del tabaco y luego encenderlo con una llamita minúscula. La primer bocanada era decisiva, amplia, y su vista se descansaba en la nebulosa que expelía tratando de descubrir formas en el humo. Pero esta vez no acertaba a descifrar nada. Eran solo nubes lentas que se evaporaban; espirales enigmáticos y difusos que no dejaban ningún mensaje. Los plazos se vencían y él había analizado muy poco la situación. Y ese dejarse llevar le molestaba, sabía que algo no funcionaba cien por ciento pero no encontraba el camino para desbaratar el entrevero. Su viejo compinche no entendía; eran tiempos bravos y había que invertir. Luego Brasil, Chile o Argentina en un viaje largo y, a lo mejor, para siempre. Sin embargo le costaba irse. Ya había tenido otras oportunidades pero siempre terminaba malgastando buena parte del dinero. Esta vez sería la decisiva, ya se sentía algo veterano para las corridas. Tenía que sentar cabeza. Por eso es que le importaba sobremanera que el golpe saliera bien; se estaba poniendo viejo para esos trotes y quería dejar los “caños” para empuñar una podadora en algún remoto jardín de Valparaíso o la templada Cochabamba de Bolivia. Un sitio en donde nadie lo conociera, donde jamás pudiera encontrarse con su pasado ni existieran archivos policiales con su foto. No era mucho pedir después de tanto tiempo en aguantaderos y cárceles. Había sobrevivido y eso era lo que importaba. Después de este golpe se imponía un digno retiro y la invención de un pasado que resultara potable para contar a eventuales hijos o nietos. Casi de un soplo se deshizo de todos estos pensamientos; al día siguiente se realizaría la operación. Revisó su reloj y miró el despertador digital. Constató que sintonizaban correctamente por lo que recostó su cabeza en la almohada y se durmió casi de inmediato.
Si soñó algo, lo perdió en la noche. Un tenue zumbido lo hizo despertar sin sobresaltos y apagó el aparato mientras se incorporaba ágilmente. Se miró al espejo y aprobó el resultado. Un riguroso lavado de dientes y una ducha tibia lo fueron concentrando en los objetivos del día. Terminó conectándose con la realidad a través de un café bien cargado. Luego revisó el arma y tanteó el pasamontaña que utilizaría en el atraco. Todo estaba en su lugar, todo coincidía. Cada minuto tenía su actividad y hasta los tiempos muertos contaban. De ahora en adelante había un mapa invisible que guiaba los pasos de todo el equipo y el también tenía su ruta. Había que cumplir sin cometer errores. La hora de la verdad había llegado y él ya formaba parte de una cuenta regresiva ineludible. Uno de los porteños trajo el auto robado, un bmw al que le habían cambiado las chapas y puesto una calcomanía de criadores de ganado hereford; no tenía roces ni ningún tipo de detalle identificatorio original. El grupo estaba constituido por cinco personas, los que manejaban vestían trajes costosos y usaban lentes negros. El proceso ya estaba en marcha.
Al llegar al objetivo percibió una circulación mayor de la que esperaba. Esto no resultaba favorable si el tiempo de exposición superaba los tres minutos. Pero la sonrisa picarona de su compinche lo tranquilizó momentáneamente. La cuenta regresiva había comenzado y cada uno debía concentrarse en su posición específica. Tres personas descendieron en forma simultánea y, sin vacilar, se dirigieron al punto de encuentro. Voiro debía seguirlos; se bajó del automóvil y recorrió el trecho sin apuro. Era un asunto entregado y todo debía funcionar en forma impecable. El dinero estaba, simplemente, esperándolos. Solo había que recogerlo bajo amenazas. Era lo de siempre; encañonar a guardias que no arriesgarían su pellejo por un sueldo de hambre y pegar tres gritos para que llenen los bolsos con la plata. Gritar que no los miren, que se apuren. Putear sucio y pegar algunos garrones. Una rutina que podría catalogarse como parte del oficio.
Los argentinos entraron primero y cantaron la clásica frase del asalto. La gente quedó paralizada y un guardia casi se cagó en los pantalones mientras le sacaban el revólver de la canana. Uno de los porteños se cruzó con Voiro y fue aquí que el veterano detectó el tufillo del porro. Una verdadera pelotudez. La cajera estaba muerta de miedo y empezó a tirar los fajos de billetes en el bolso que le pusieron delante. A pesar del detalle, todo estaba saliendo bien.
Pero inesperadamente, comenzaron a hacer fuego sin previo aviso. Fue una manifestación espontánea de locura. Un delirio a contramano que rompía todas las planificaciones posibles y el comienzo de un infierno que nadie sabía donde podía terminar. Voiro intentó comprender el asunto; quiso barajar una causa, una amenaza que no hubiera visto, algo que se le hubiera pasado por alto y, en esos escasísimos segundos plagados de detonaciones, pensó que los porteños se habían rayado por alguna incongruencia. (Quizás alguien que hubiera mirado torcido o, simplemente, que confundieran el temblor del cagazo con un ademán peligroso). Apenas un instante después advirtió un policía, salido de la nada, disparando su arma reglamentaria. El ya tenía un bolso lleno de dinero y arremetió hacia la salida pero sintió un rayo de fuego en el costado cuando estaba por cruzar la puerta. Al voltear el rostro pudo observar, con lujo de detalles, como le volaban la cabeza al de la sonrisa canchera. Una explosión demoledora y final que parecía pronosticar la carnicería absoluta. Ni siquiera tuvo tiempo de sentir miedo; instintivamente se llevó la mano a la herida para detener la hemorragia y se lanzó a la calle mientras los vidrios estallaban en pedazos. Detonó su arma un par de veces casi por reflejo a la vez que se lanzaba al automóvil inexplicablemente vacío. Al correrse al volante pudo divisar un cuerpo al costado de la calle desangrándose en una horrorosa mancha roja que desembocaba absurdamente en una alcantarilla. Cerró los ojos para evitar la imagen, comprendiendo que todo había sido una emboscada y apretó los dientes mientras salía disparado en medio del ulular de varias sirenas que le taladraban los oídos desde procedencias difusas.
Supo escabullirse milagrosamente por varios kilómetros hasta chocar contra una columna. El automóvil pareció explotar en un ruidaje sordo seguido de un silbido que sonó como la válvula de una olla a presión. Voiro descendió dejando un pequeño rastro de sangre y cruzó la calle hasta darse de cabeza contra el portón de una casa con techo a dos aguas. Casi no miró el barrio pero le pareció advertir que era muy arbolado y que las hojas comenzaban a formar una especie de alfombra verde amarillenta. Con el bolso forrado de dinero y el revólver en la mano se introdujo en el jardín, llegó a la puerta y advirtió a un niño que lo miraba con la boca abierta. Lo empujó al interior de la vivienda y cerró. Allí se encontró con una mujer que dejó caer unos platos horrorizada y se abrazó al chico. Voiro logró pegar un vistazo al living; no faltaba el elefantito con el billete anudado a la trompa, algunas fotos familiares y un sombrero de Florianópolis colgado en la pared. Un pensamiento extraño le inundó la mente, como si ahí estuviera todo lo que alguna vez había buscado. Ese último gran deseo de una pequeña casa y esa familia imposible que siempre había postergado. Se supo moribundo y no quiso un final solitario; simplemente dejó caer el arma, abrió el bolso, mostró sonriendo los billetes e intentó un abrazo desesperado a esa mujer y a ese niño que alguna vez podrían haber sido su mujer y su hijo. Murió en paz con las manos extendidas frente a ese sueño.

 

 ("La revancha y otros cuentos". Gustavo Iribarne. Editorial "Yaugurú")
 

 

 

 

 

 

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