Según el teórico de la comunicación Jesús Martín Barbero, los supuestos
críticos ilustrados entienden por cultura “un determinado y exclusivo tipo de
prácticas y de productos valorados ante todo por su calidad. Calidad que se
encuentra socialmente ligada a su capacidad de distinguir aquellos que la
poseen, tanto en el plano de las destrezas como de los productos”.
En pocas palabras: la afirmación supone que se estaría señalando la
existencia una reducida legión de entendidos “autorizados” a decretar estéticas
y filosofías ya que el común denominador de la gente no logra calificar a la
hora de decidir preferencias racionalmente fundamentadas. Esta visión
probablemente elitista y arrogante puede ocasionar graves males. Uno de ellos,
por ejemplo, es caer en el convencional pecado de establecer chacras para
hablarse (criticarse o elogiarse) entre supuestos pares. Hace mucho tiempo, el
sociólogo uruguayo Gustavo De Armas señaló, en un seminario sobre educación, lo
riesgoso que resulta hablar sólo entre intelectuales sin abrir el abanico a los
actores de la sociedad civil.
El concepto “intelectual
elitista” de cultura
Quizás ese diálogo estéril tenga que ver con el supuesto quiebre que
aparece entre la realidad y una subjetividad antagónica autoproclamada como
“genial”. Esa “colisión brutal entre la conciencia ética y una realidad
prosaica” es la que, probablemente, impulsa a ciertos personajes “iluminados” a
creer que su verdad es única, inalterable y justa. Se suponen, entonces,
profetas, videntes, iniciados selectos, precursores, anticipados, pioneros
condenados a ser eternos francotiradores desde su olimpo particular, sin
mayores interlocutores válidos en una sociedad mediocre y vulgar. Se suponen
referentes para una selecta minoría de entendidos, y teóricamente, deben
disfrutar de la incomprensión del vulgo porque su mensaje está destinado al
futuro, a las mentes superiores que validarán su mensaje en el mañana
justiciero.
A veces, sin embargo, ese mañana derrumba predicciones; viene al caso citar
algunos ejemplos como el de Pío Baroja que calificó a Flaubert de “animal de
pata pesada” o el de Zola que definió a Baudelaire como una “moda pasajera”.
(Aquí también supimos tener opiniones que dijeron lo mismo de Los Beatles). La
supuesta crítica erudita, en su momento, llegó a hablar mal de Shakespeare, del
Martín Fierro y de Walt Whitman, de quien se dijo que conocía “tanto de arte
como un cerdo de matemáticas”. A través de estas opiniones apresuradas también
se señaló el valor relativo de Balzac, cuya “literatura nunca sería
importante”; se metió la pata con el mismísimo Tolstoi (Ana Karenina es basura
sentimental”) y se dijo que el Ulyses de Joyce era “difuso, pretencioso
y vulgar”.
“Ciertos intelectuales -según André Gorz en Historia y enajenación-
se sienten tentados a juzgar a todo el mundo en nombre de la verdad, la moral o
la ciencia”. Una temible egolatría, en resumen, que termina enamorándose del
propio ombligo mientras el universo circula y la cultura sucede sin que
haya manipulaciones ideológicas que puedan obstaculizar su curso. Pero esos
supuestos ilustrados e ilustres, los probables iniciados que se autoproclaman
(sin decirlo, claro está) como talentosos y geniales, quizás sean los que
acusan una mayor condición de riesgo por su aislada autosuficiencia
destructiva. Esa peligrosa distancia puede congelarlos en una torre de
cristales empañados y poses soberbias. Por suerte muchos criterios logran el
equilibrio necesario para abrir puertas a un proceso innovador y saludable.
Aterrizaje forzoso: Del Olimpo
a la realidad
No somos ajenos a estas creencias y prejuicios. Pero puede ser que detrás
de un marco teórico que proclama éticas inquebrantables exista una realidad
menos idealizada, donde las renuncias y agachadas estén a la orden del día,
(aunque las páginas escritas por los responsables de los mencionados deslices
coleccionen palabras sentenciosas, moralizantes e insobornables). En nuestra
comunidad tenemos una fauna muy particular; hay “teóricos” que parecen canjear
rigor metodológico por acumulación de datos, pseudo críticos literarios que
solo desean acceder a lectura gratis y hasta hubo directores de teatro que,
paralelamente, ejercían la crítica teatral. Ni hablar de tribunales académicos
integrados por amigos que decretan el triunfo literario/pictórico/escultórico/
etcétera, de un tercero también ligado fraternalmente a la cofradía. “Yo te
voto hoy y tú me votas mañana”; una práctica que puede delatar premios en donde
aparecen editoriales que premian a sus autores, jefes de departamentos culturales, asesores
del mismo espacio y otras individualidades curiosamente cercanas, o
sentimentalmente relacionadas a voces del jurado que quizás alguna vez formaron
parte de otro tribunal y llegaron a premiar a sus evaluadores del presente.
La lista también podría integrar: a) críticos literarios “de solapa”; b)
analistas que, apoyándose en algún recorte de prensa, hablan tanto de Foucalt
como de Obdulio Varela; c) “investigadores” que refritan lo que bajan de
internet; d) “rigurosos” investigadores “caza-detalles” que subrayan
irónicamente los posibles errores u omisiones de sus colegas sin otro afán que
hacer gala de una supuesta erudición enciclopédica y e) algún lejano integrante
de la selecta inteligencia uruguaya que terminó destronado de su pedestal por
habérsele comprobado un rotundo plagio, traducción mediante, de alguna nota de
revista europea. (El asunto del plagio es todo un tema y más de uno cayó en la
redada con fragantes copias de notas cinematográficas de la Madre Patria,
Inglaterra o el reciclado de algún cuento de autor norteamericano descubierto
por la atenta mirada de otro periodista, entre otros ejemplos más lejanos).
En resumen: ya se sabe que no todo lo que reluce es oro. Por lo tanto
cabría el consejo sobre tomar las precauciones del caso y cuidarse de estos
“dueños de la verdad”. Su prédica puede resultar nefasta.
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