martes, 22 de agosto de 2017

Los dueños de la verdad: una concepción nefasta



Según el teórico de la comunicación Jesús Martín Barbero, los supuestos críticos ilustrados entienden por cultura “un determinado y exclusivo tipo de prácticas y de productos valorados ante todo por su calidad. Calidad que se encuentra socialmente ligada a su capacidad de distinguir aquellos que la poseen, tanto en el plano de las destrezas como de los productos”.

En pocas palabras: la afirmación supone que se estaría señalando la existencia una reducida legión de entendidos “autorizados” a decretar estéticas y filosofías ya que el común denominador de la gente no logra calificar a la hora de decidir preferencias racionalmente fundamentadas. Esta visión probablemente elitista y arrogante puede ocasionar graves males. Uno de ellos, por ejemplo, es caer en el convencional pecado de establecer chacras para hablarse (criticarse o elogiarse) entre supuestos pares. Hace mucho tiempo, el sociólogo uruguayo Gustavo De Armas señaló, en un seminario sobre educación, lo riesgoso que resulta hablar sólo entre intelectuales sin abrir el abanico a los actores de la sociedad civil.

 El concepto “intelectual elitista” de cultura

Quizás ese diálogo estéril tenga que ver con el supuesto quiebre que aparece entre la realidad y una subjetividad antagónica autoproclamada como “genial”. Esa “colisión brutal entre la conciencia ética y una realidad prosaica” es la que, probablemente, impulsa a ciertos personajes “iluminados” a creer que su verdad es única, inalterable y justa. Se suponen, entonces, profetas, videntes, iniciados selectos, precursores, anticipados, pioneros condenados a ser eternos francotiradores desde su olimpo particular, sin mayores interlocutores válidos en una sociedad mediocre y vulgar. Se suponen referentes para una selecta minoría de entendidos, y teóricamente, deben disfrutar de la incomprensión del vulgo porque su mensaje está destinado al futuro, a las mentes superiores que validarán su mensaje en el mañana justiciero.

A veces, sin embargo, ese mañana derrumba predicciones; viene al caso citar algunos ejemplos como el de Pío Baroja que calificó a Flaubert de “animal de pata pesada” o el de Zola que definió a Baudelaire como una “moda pasajera”. (Aquí también supimos tener opiniones que dijeron lo mismo de Los Beatles). La supuesta crítica erudita, en su momento, llegó a hablar mal de Shakespeare, del Martín Fierro y de Walt Whitman, de quien se dijo que conocía “tanto de arte como un cerdo de matemáticas”. A través de estas opiniones apresuradas también se señaló el valor relativo de Balzac, cuya “literatura nunca sería importante”; se metió la pata con el mismísimo Tolstoi (Ana Karenina es basura sentimental”) y se dijo que el Ulyses de Joyce era “difuso, pretencioso y vulgar”.

“Ciertos intelectuales -según André Gorz en Historia y enajenación- se sienten tentados a juzgar a todo el mundo en nombre de la verdad, la moral o la ciencia”. Una temible egolatría, en resumen, que termina enamorándose del propio ombligo mientras el universo circula y la cultura sucede sin que haya manipulaciones ideológicas que puedan obstaculizar su curso. Pero esos supuestos ilustrados e ilustres, los probables iniciados que se autoproclaman (sin decirlo, claro está) como talentosos y geniales, quizás sean los que acusan una mayor condición de riesgo por su aislada autosuficiencia destructiva. Esa peligrosa distancia puede congelarlos en una torre de cristales empañados y poses soberbias. Por suerte muchos criterios logran el equilibrio necesario para abrir puertas a un proceso innovador y saludable.

 Aterrizaje forzoso: Del Olimpo a la realidad

No somos ajenos a estas creencias y prejuicios. Pero puede ser que detrás de un marco teórico que proclama éticas inquebrantables exista una realidad menos idealizada, donde las renuncias y agachadas estén a la orden del día, (aunque las páginas escritas por los responsables de los mencionados deslices coleccionen palabras sentenciosas, moralizantes e insobornables). En nuestra comunidad tenemos una fauna muy particular; hay “teóricos” que parecen canjear rigor metodológico por acumulación de datos, pseudo críticos literarios que solo desean acceder a lectura gratis y hasta hubo directores de teatro que, paralelamente, ejercían la crítica teatral. Ni hablar de tribunales académicos integrados por amigos que decretan el triunfo literario/pictórico/escultórico/ etcétera, de un tercero también ligado fraternalmente a la cofradía. “Yo te voto hoy y tú me votas mañana”; una práctica que puede delatar premios en donde aparecen editoriales que premian a sus autores,  jefes de departamentos culturales, asesores del mismo espacio y otras individualidades curiosamente cercanas, o sentimentalmente relacionadas a voces del jurado que quizás alguna vez formaron parte de otro tribunal y llegaron a premiar a sus evaluadores del presente.

La lista también podría integrar: a) críticos literarios “de solapa”; b) analistas que, apoyándose en algún recorte de prensa, hablan tanto de Foucalt como de Obdulio Varela; c) “investigadores” que refritan lo que bajan de internet; d) “rigurosos” investigadores “caza-detalles” que subrayan irónicamente los posibles errores u omisiones de sus colegas sin otro afán que hacer gala de una supuesta erudición enciclopédica y e) algún lejano integrante de la selecta inteligencia uruguaya que terminó destronado de su pedestal por habérsele comprobado un rotundo plagio, traducción mediante, de alguna nota de revista europea. (El asunto del plagio es todo un tema y más de uno cayó en la redada con fragantes copias de notas cinematográficas de la Madre Patria, Inglaterra o el reciclado de algún cuento de autor norteamericano descubierto por la atenta mirada de otro periodista, entre otros ejemplos más lejanos).

En resumen: ya se sabe que no todo lo que reluce es oro. Por lo tanto cabría el consejo sobre tomar las precauciones del caso y cuidarse de estos “dueños de la verdad”. Su prédica puede resultar nefasta.

 

 

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